domingo, 7 de abril de 2019

5° Dom de Cuaresma; Abril 7 del 2019; J. Antonio Pagola.

TODOS NECESITAMOS PERDÓN
Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a "proclamar la liberación de los cautivos [...] y dar libertad a los oprimidos”. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.
De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a "una mujer sorprendida en adulterio". No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: "En la Ley de Moisés se manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?”
La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer, angustiada; la gente, expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?
Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.
Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitamos su perdón.
Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: "Aquel de vosotros que no tenga pecado puede tirarle la primera piedra". ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propios pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?
Los acusadores se van retirando uno tras otro. Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: "Yo no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo".
El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice "Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más".
Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que "Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva".

José Antonio Pagola

5° Domingo de Cuaresma; 7 de abril del 2019; Homilías FFF

Isaías 4316-21; Salmo 125; Filipenses 37-14; Juan 81-11

Llegamos prácticamente al fin de la Cuaresma. Todo este tiempo ha pretendido crear el caldo de cultivos adecuado para recibir la Pascua, para vivirla intensamente. Cierto, ha sido un tiempo de purificación, pero no porque el “purificarnos” sea el objetivo de la vida; sino porque si lo que rige en nuestra vida son los afectos desordenados, las luchas y pasiones llevadas por nuestro ego, el pecado, no podremos disfrutar de la plenitud a la que somos llamados desde la Resurrección del Señor.
El cristiano, el seguidor del Señor Jesús, no es alguien cuya conducta esté fundada en la penitencia, en el auto-flagelo, en la concepción negativa o pesimista de la vida. Si en la Cuaresma estamos llamados a la Conversión, es sólo para prepararnos al gozo y plenitud a los que hemos sido llamados ya desde ahora en Cristo Resucitado. Cierto, la injusticia y la muerte que llevaron a Jesús a la cruz, desgraciadamente siguen presentes en los millones de víctimas, hermanos nuestros, que mueren antes de tiempo, que viven con el estigma de la discriminación, del odio, del rechazo; que están condenados a vivir al margen de los bienes de la creación, al margen de una vida digna gozando de los derechos que todo ser humano ha de tener.
Por eso la Cuaresma, este tiempo, es tan denso, tan profundo, tan serio; porque la lucha radical contra el mal no es una cuestión de juego. Lo peor que nos podría pasar es que por el gozo de la Resurrección y la satisfacción de que ya nosotros vivimos una vida digna con las necesidades más básicas satisfechas (y algo más), nos olvidemos del dolor y sufrimiento de aquellos hermanos por quienes Jesús también dio la vida y para quienes también debe alcanzarles los frutos de la Resurrección.
Sin embargo, también es verdad que la lucha del cristiano por otro mundo no puede realizarse desde la negatividad, desde el odio, la venganza, la lucha a muerte contra los que causan el mal. El seguidor de Cristo ha de luchar por el Reino a la manera como el mismo Jesús lo hizo. Por ello, es tan fundamental la escena maravillosa que nos presenta el evangelio de Juan. Una mujer sorprendida en adulterio debe ser lapidada hasta la muerte, según la ley de Moisés que necesariamente se ha de cumplir para no destruir la estructura en la que se sostiene la religiosidad del Pueblo hebreo.
Y ahí aparece Jesús: la aplicación de la ley no puede estar por encima de la persona y de la coherencia de los mismos que buscan aplicarla. Si yo quiero condenar a alguien por “pecador”, no puedo hacerlo si yo mismo estoy envuelto en el pecado que quiero exterminar. Ésta es una de las escenas más bellas del evangelio. Con su actitud Jesús desenmascara la hipocresía de los fariseos y la falta de compasión hacia los pecadores. No se puede agradar a Dios, si no se es sensible a la situación del otro. Ellos le llevan a la mujer pecadora; la echan al suelo delante de Él, poniendo a prueba la misericordia que Jesús ha mostrado en tantas ocasiones. Si permite que se cumpla la ley, entonces Jesús no es compasivo; si no la cumple, entonces no es observante, y habrá motivo para condenarlo.
Jesús los ignora; no cae en la provocación; los deja hablando y se agacha junto a ella, para escribir en el suelo. Ellos insisten. Entonces, se levanta y autoriza realizar el castigo, siempre y cuando ellos no tengan pecado; pero comenzando por los más viejos –dice el Evangelio- se fueron “escabullendo” entre la gente. Jesús se vuelve a agachar y sigue escribiendo. Al irse todos, Jesús se pone en pie y tiene ese diálogo maravilloso con la adúltera. No la condena, no le pone penitencias, no la regaña. Al contrario; sólo le dice: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado? Ella contestó: Nadie, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar”.
La lucha contra el pecado y el mal en el mundo, ha de ser radical. Pero sin misericordia y comprensión hacia el pecador, no seremos seguidores de Jesús y no se logrará lo que pretendemos: la construcción de un Reino de hermanos y hermanas.
El Profeta Isaías anticipa esta resurrección de Jesús haciéndonos caer en la cuenta que, para el que sigue al Señor y ha entrado en la órbita del Reino, todo será nuevo: “No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo; yo voy a realizar algo nuevo. Ya está brotando. ¿No lo notan? Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en la tierra árida”. Con Jesús resucitado, todo es nuevo; y desde esa gracia estamos invitados a quitar –como Él- el pecado del mundo; todo aquello que hace sufrir a los hijos e hijas de Dios y los lleva a la muerte.
Pablo en su carta a los Filipenses nos narra la experiencia maravillosa, sobrenatural, increíble, que le sucede al que ama absolutamente al Señor. “Todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo. Más aún pienso que nada vale la pena en comparación con el bien supremo, que consiste en conocer a Cristo Jesús, el Señor, por cuyo amor he renunciado a todo, y todo lo considero basura, con tal de ganar a Cristo y de estar unido a él… Y todo esto, para conocer a Cristo, experimentar la fuerza de su resurrección, compartir sus sufrimientos y asemejarme a él en su muerte, con la esperanza de resucitar con él de entre los muertos… Cristo Jesús me ha conquistado… Olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia adelante”.
Que este tiempo pascual en el que celebramos la muerte y resurrección de Cristo, nos alcance la gracia de ser verdaderos seguidores del Maestro en la construcción de su Reino, hasta dar la vida por Él en el compromiso por los que más sufren, a fin de que también ellos puedan participar de la Resurrección de Cristo Jesús.





domingo, 31 de marzo de 2019

4° Dom. de Cuaresma, 31 de marzo del 2019; CON LOS BRAZOS SIEMPRE ABIERTOS; J. A. Pagola

Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa.
Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado "reprimida" en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía "la parábola del hijo pródigo", pero nunca la han escuchado en su corazón.
El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: "Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado". Este grito revela lo que hay en su corazón de padre.
A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.
El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre "lo vio" venir hambriento y humillado, y "se conmovió" hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.
Enseguida "echa a correr". No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. "Se le echó al cuello y se puso a besarlo". Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.
El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.
El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.
Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que el misterio último de la vida es Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.


4° Domingo de Cuaresma; 31 de marzo del 2019; Homilía FFF


Josué 59. 10-12; Salmo 33; 2ª Corintios 517-21; Lucas 151-3. 11-32

El contenido de las lecturas de este domingo, especialmente denso, nos conduce a uno de los dilemas más poderosos del Evangelio: o rompemos nuestra estrecha concepción de los que es el Padre de Nuestro Señor Jesucristo y dejamos de juzgarlo desde nuestros estrechos parámetros o seguiremos viviendo desde una de las concepciones más duras del Antiguo Testamento sobre Dios, sin terminar de ser verdaderos discípulos de Jesús.
Además, las 3 lecturas se engarzan con un dinamismo progresivo que cobran toda su fuerza desde la lectura del Evangelio, la Parábola del Hijo Pródigo. Las dos primeras son posibles, porque el Evangelio es la condición que las hace posibles. Veamos.
La lectura del Libro de Josué es uno de los trozos más maravillosos de todo el Antiguo Testamento. Se trata del momento en que el Pueblo elegido, a pesar de todas sus infidelidades, llega a la Tierra prometida y termina su penosa huida de Egipto. Ahí, en la tierra que mana leche y miel, celebran la maravillosa Pascua, la noche en que inició la liberación; pero la celebran como algo presente, que ellos –aunque hayan pasado 40 años-, la experimentan como algo presente. La Pascua, como el hecho liberador de Yahvé y el más sorprendente de toda la historia de Israel con su Dios, es un acontecimiento siempre presente, siempre vivido por cada uno de los Israelitas. No es un hecho pasado al que evocan; sino algo permanente, actuante y siempre celebrado año tras año, con la clara conciencia de que cada generación de judíos lo ha vivido y lo sigue viviendo. Es el hecho que los ha constituido como el pueblo liberado de Dios y los ha llevado a concebir a Yahvé como el Dios liberador, siempre preocupado por su pueblo.
Las frases del texto son maravillosas: “En aquellos días, el Señor dijo a Josué: <Hoy he quitado de encima de ustedes el oprobio de Egipto>”. Acababan de acampar en Guilgal, “donde celebraron la Pascua”. Y, justo al día siguiente de la Pascua –como dice el texto- “comieron del fruto de la tierra”, de la tierra prometida, de la que se había dicho que “manaba leche y miel”. “A partir de aquel día – continua el texto-, cesó el maná. Los israelitas ya no volvieron a tener maná, y desde aquel año comieron de los frutos que producía la tierra de Canaán”. El penosísimo éxodo había terminado. Hoy, el pueblo de Israel, liberado, tiene su propia tierra que produce frutos abundantes.
San Pablo, en su 2ª carta a los Corintios afirma que “el que vive según Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo…, efectivamente, en Cristo, Dios reconcilió al mundo consigo y renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres”. Ese es el gran mensaje de Pablo: Dios en Cristo nos ha reconciliado: ya todo es nuevo; por su misericordia somos esa “nueva creatura” –de la que también habla-; Dios ya “renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres”. Ese es el gran regalo de Dios a la humanidad, gracias a Cristo, que plenifica la liberación del pueblo de Israel. El ser “nuevas creaturas” ya no sólo será para los judíos, sino para todos, como regalo que nos da en Cristo Jesús.
Sin embargo, todo lo anterior no es posible ni se explica, sino porque Jesús nos descubre la verdadera faceta de Dios en la maravillosa parábola del Hijo Pródigo que nos narra San Lucas: la de ser un Padre absolutamente misericordioso que nos ama al extremo, incluso más allá de nuestros propios pecados: porque Dios es como es, entonces liberó a su pueblo de la esclavitud de los egipcios y nos convirtió en nuevas creaturas, renunciando a tomar en cuenta nuestros pecados. Sólo desde el Dios de Jesús, el Padre, podemos comprender la historia de Salvación.
Obvio, esto choca con nuestras concepciones sobre el pecado y el perdón. Nosotros somos duros; en la mayoría de las ocasiones no hemos superado la rigidez de algunos textos del Antiguo Testamento en el que se pide el “ojo por ojo y el diente por diente”. El Dios de Jesús, ya no es ese; ahora es el Padre que en la parábola del Hijo Prodigo –la de este domingo- rompe todas las categorías que tenemos sobre el perdón, la justicia y la misericordia.
Dios es ese Padre que a lo lejos ve regresar al hijo que lo ha traicionado y se ha burlado de Él y de todas las normas que regían sus comportamientos; y que, sin embargo, no sólo no lo condena, sino lo abraza, lo llena de besos, lo viste con la túnica, le calza las sandalias, le pone el anillo y le hace un espléndido banquete, símbolo del banquete del Reino.
Ese maravilloso Padre es el que no podemos comprender, muchas veces, como tampoco pudo el otro hijo, “el bueno”, por nuestra dureza de corazón. No toleramos la verdadera y sorprendente misericordia de Dios; no toleramos que sea ese Padre que está por encima del pecado; que no vive bajo las categorías de la venganza, del castigo, de la condena. Y eso nos sorprende, porque rebasa nuestras categorías; porque no hemos terminado de leer y asumir el mensaje de Jesús. Hacemos a Dios a nuestra imagen y semejanza; no rompemos nuestras categorías, para adentrarnos en el misterio del Padre de Nuestro Señor Jesucristo que hace llover sobre “buenos y malos”, y romper así nuestras propias concepciones.
Gracias a ese Padre que tenemos, hoy somos nuevas creaturas liberadas de la esclavitud y el pecado. Pidámosle a María que nos ponga con su Hijo –como lo hizo San Ignacio- y abrámonos a vivir la maravillosa experiencia de un Dios que entregó a su Hijo, para que pudiéramos descubrir la hondura, la profundidad y la extensión del amor del Padre, como lo dijo San Pablo.








domingo, 24 de marzo de 2019

3er Dom. de Cuaresma; Mzo. 24 '19; ANTES QUE SEA TARDE; J. Antonio Pagola

Había pasado ya bastante tiempo desde que Jesús se había presentado en su pueblo de Nazaret como profeta, enviado por el Espíritu de Dios para anunciar a los pobres la Buena Noticia. Sigue repitiendo incansable su mensaje: Dios está ya cerca, abriéndose camino para hacer un mundo más humano para todos.
Pero es realista. Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente la conversión: "Convertíos y creed en esta Buena Noticia". Ese empeño de Dios en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto.
Va pasando el tiempo y Jesús ve que la gente no reacciona a su llamada, como sería su deseo. Son muchos los que vienen a escucharlo, pero no acaban de abrirse al "Reino de Dios". Jesús va a insistir. Es urgente cambiar antes que sea tarde.
En alguna ocasión cuenta una pequeña parábola. El propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año viene a buscar fruto en ella, y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando terreno inútilmente, lo más razonable es cortarla.
Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada. ¿Por qué no dejarla todavía? Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no quiere verla morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidados, para ver si da fruto.
El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto, recibirá más cuidados que nunca de ese viñador que nos hace pensar en Jesús, "el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido".
Lo que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo introducir pequeñas reformas, promover el "aggiornamento" o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una conversión a nivel más profundo, un "corazón nuevo", una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del reino de Dios.
Hemos de reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu.
Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano II no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia.


3er Domingo de Cuaresma; 24 de marzo del 2019; FFF


Éxodo 361-8. 13-15; Salmo 102; 1ª Corintios 101-6; Lucas 131-9

Nos encontramos, ya, a mitad del tiempo de cuaresma; tiempo denso que sigue invitándonos a dos acciones muy concretas: revisar nuestras vidas: ¿qué tanto vamos por el camino que Dios espera de nosotros?; y la segunda, a convertirnos: es la invitación a radicalizar cada día nuestro seguimiento de Jesús. Estamos en un tiempo privilegiado: tenemos todo para hundirnos en nosotros mismos y contrastar nuestras vidas con la radicalidad del Evangelio, con la forma como Jesús vivió el Reino y dio la vida por él. En este contexto se entrecruzan las lecturas de este domingo.
San Pablo utiliza la marcha del Pueblo de Israel por el desierto en su liberación de Egipto hacia la tierra prometida, para detectar que el que se aparta de Dios, muere: en sentido real a consecuencia del pecado y del mal que nosotros mismos provocamos; o en sentido figurado al encerrarse en sí mismo por su egoísmo. De ahí su advertencia: “el que crea estar firme, tenga cuidado de no caer”. Es, en otras palabras, el llamado doble: a conocer por dónde vamos y a contrastarlo con el camino del Evangelio, para convertirnos.
San Lucas en el Evangelio hace alusión a unos ajusticiados por Pilatos y otros que murieron aplastados por la torre de Siloé. De la misma forma, Jesús –a propósito de esos hechos- vincula el pecado de las personas con su muerte. Hay una conexión real entre el mal personal y el mal del mundo, con tantas muertes de las que vamos siendo testigos. Por eso, la invitación de Jesús es radical: “si Uds. no se convierten, perecerán de manera semejante”. El recurso de Jesús es aprovechar una situación de muerte para exhortar a la conversión. Ésta va en serio; estamos en el tiempo oportuno y propicio, para revisar nuestras vidas y dar un paso más en el seguimiento del Señor.
La importancia y seriedad de esta situación es que realmente el camino que se aparta del Evangelio, lleva a la muerte y al sufrimiento de las personas. No es difícil detectarlo en el mundo actual en el que vivimos: millones de pobres, asesinatos, migraciones, muertes, sufrimiento, etc.; sin duda frutos de la voracidad de unos cuantos, de la corrupción de todos, de la impunidad en la que el mal no tiene ningún freno; y todo acarreando la muerte, incluso del justo.
Por otra parte, la primera lectura nos da un motivo de aliento, cuando el libro del Éxodo relata cómo Yahvé se le manifiesta a Moisés para comunicarle dos cosas fundamentales:
Primera, que Dios no es ajeno al dolor y esclavitud humanos. Y esto se aplica para nuestro mundo actual. Nuestro Dios no es un Dios impasible al estilo de los dioses griegos que, incluso se gozaban y hasta provocaban el dolor de los humanos. Yahvé mira, escucha y actúa ante la esclavitud del pueblo de Israel. Nuestro Dios es un Dios sensible al dolor y sufrimiento humanos. Por eso envió a su Hijo para mostrarnos el camino verdadero al Padre, que no es otro que el camino de la armonía, la justicia y el amor entre los seres humanos. Y por eso dio la vida; para mostrar la importancia que para el Padre tiene transformar el dolor y sufrimiento de sus hijos, en un reino de hermanos y hermanas.
La segunda es la invitación que Yahvé le hace a Moisés de liberar a su pueblo. Obvio que Moisés se sorprende y se siente desbordado por la misión que se le encarga. Intentar liberar al pueblo de Israel del dominio de los egipcios, era una locura. Sin embargo, Yahvé le comunica que Él será quien acompañará “con mano fuerte y brazo poderoso” la liberación del Pueblo. Sobre esa confianza, Moisés emprende la liberación de los israelitas.
Tal es la gran esperanza para nuestra situación actual. Tenemos un Dios que le duele nuestro propio dolor; que nos acompaña en la lucha por transformar toda esclavitud. No vamos solos; y ese ha de ser el convencimiento profundo que nos ha de acompañar en nuestra lucha contra el mal y las estructuras injustas.
Finalmente, la parábola que se nos ofrece en el Evangelio, de la higuera que no da frutos, tiene que ser un motivo de esperanza para nosotros. Dios nos da siempre otra oportunidad para convertirnos.
El mal en el mundo, la injustica, el dolor y el sufrimiento de millones de nuestros hermanos nos está pidiendo, como a Moisés, luchar por liberar al pueblo de su opresión. No vamos solos; Yahvé nos acompaña; pero necesitamos una conversión radical y seria, fundada en nuestra fe en Jesús y nuestra pasión por el Reino.









domingo, 10 de marzo de 2019

1er Domingo de Cuaresma; 10 de marzo del 2019; José Antonio Pagola

NO DESVIARNOS DE JESÚS
Las primeras generaciones cristianas se interesaron mucho por las pruebas que tuvo que superar Jesús para mantenerse fiel a Dios y para vivir siempre colaborando en su proyecto de una vida más humana y digna para todos.
El relato de las tentaciones de Jesús no es un episodio aislado que acontece en un momento y en un lugar determinados. Lucas nos advierte que, al terminar estas tentaciones, "el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno". Las tentaciones volverán en la vida de Jesús y en la de sus seguidores.
Por eso, los evangelistas colocan el relato antes de narrar la actividad profética de Jesús. Sus seguidores han de conocer bien estas tentaciones desde el comienzo, pues son las mismas que ellos tendrán que superar a lo largo de los siglos, si no quieren desviarse de él.
En la primera tentación se habla de pan. Jesús se resiste a utilizar a Dios para saciar su propia hambre: "No solo de pan vive el hombre". Lo primero para Jesús es buscar el reino de Dios y su justicia: que haya pan para todos. Por eso acudirá un día a Dios, pero será para alimentar a una muchedumbre hambrienta.
También hoy nuestra tentación es pensar solo en nuestro pan y preocuparnos exclusivamente de nuestra crisis. Nos desviamos de Jesús cuando nos creemos con derecho a tenerlo todo y olvidamos el drama, los miedos y sufrimientos de quienes carecen de casi todo.
En la segunda tentación se habla de poder y de gloria. Jesús renuncia a todo eso. No se postrará ante el diablo que le ofrece el imperio sobre todos los reinos del mundo. Jesús no buscará nunca ser servido, sino servir.
También hoy se despierta en algunos cristianos la tentación de mantener como sea, el poder que ha tenido la Iglesia en tiempos pasados. Nos desviamos de Jesús cuando presionamos las conciencias tratando de imponer a la fuerza nuestras creencias. Al reino de Dios le abrimos caminos cuando trabajamos por un mundo más compasivo y solidario.
En la tercera tentación se le propone a Jesús que descienda de manera grandiosa ante el pueblo, sostenido por los ángeles de Dios. Jesús no se dejará engañar. Aunque se lo pidan, no hará nunca un signo espectacular del cielo. Se dedicará a hacer signos de bondad para aliviar el sufrimiento y las dolencias de la gente.
Nos desviamos de Jesús cuando confundimos nuestra propia ostentación con la gloria de Dios. Nuestra exhibición no revela la grandeza de Dios. Solo una vida de servicio humilde a los necesitados manifiesta y difunde su amor.