Josué 59. 10-12; Salmo 33; 2ª Corintios 517-21;
Lucas 151-3. 11-32
El contenido de las lecturas de este domingo, especialmente denso,
nos conduce a uno de los dilemas más poderosos del Evangelio: o rompemos
nuestra estrecha concepción de los que es el Padre de Nuestro Señor Jesucristo
y dejamos de juzgarlo desde nuestros estrechos parámetros o seguiremos viviendo
desde una de las concepciones más duras del Antiguo Testamento sobre Dios, sin
terminar de ser verdaderos discípulos de Jesús.
Además, las 3 lecturas se engarzan con un dinamismo progresivo que
cobran toda su fuerza desde la lectura del Evangelio, la Parábola del Hijo Pródigo.
Las dos primeras son posibles, porque el Evangelio es la condición que las hace
posibles. Veamos.
La lectura del Libro de
Josué es uno de los trozos más maravillosos de todo el Antiguo Testamento. Se trata del momento en que el Pueblo elegido,
a pesar de todas sus infidelidades, llega a la Tierra prometida y termina su
penosa huida de Egipto. Ahí, en la tierra
que mana leche y miel, celebran la maravillosa Pascua, la noche en que inició la liberación; pero la celebran como
algo presente, que ellos –aunque hayan pasado 40 años-, la experimentan como
algo presente. La Pascua, como el
hecho liberador de Yahvé y el más sorprendente de toda la historia de Israel
con su Dios, es un acontecimiento siempre presente, siempre vivido por cada uno
de los Israelitas. No es un hecho pasado al que evocan; sino algo permanente, actuante
y siempre celebrado año tras año, con la clara conciencia de que cada generación
de judíos lo ha vivido y lo sigue viviendo. Es el hecho que los ha constituido
como el pueblo liberado de Dios y los ha llevado a concebir a Yahvé como el
Dios liberador, siempre preocupado por su pueblo.
Las frases del texto son maravillosas: “En aquellos días, el Señor dijo a Josué: <Hoy he quitado de encima
de ustedes el oprobio de Egipto>”. Acababan de acampar en Guilgal, “donde celebraron la Pascua”. Y, justo al
día siguiente de la Pascua –como dice el texto- “comieron del fruto de la tierra”, de la tierra prometida, de la que
se había dicho que “manaba leche y miel”.
“A partir de aquel día – continua el
texto-, cesó el maná. Los israelitas ya
no volvieron a tener maná, y desde aquel año comieron de los frutos que producía
la tierra de Canaán”. El penosísimo éxodo había terminado. Hoy, el pueblo
de Israel, liberado, tiene su propia tierra que produce frutos abundantes.
San Pablo, en su 2ª carta a los
Corintios afirma que “el que vive según
Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo…,
efectivamente, en Cristo, Dios reconcilió
al mundo consigo y renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres”.
Ese es el gran mensaje de Pablo: Dios en Cristo nos ha reconciliado: ya todo es
nuevo; por su misericordia somos esa “nueva
creatura” –de la que también habla-; Dios ya “renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres”. Ese es el
gran regalo de Dios a la humanidad, gracias a Cristo, que plenifica la liberación
del pueblo de Israel. El ser “nuevas
creaturas” ya no sólo será para los judíos, sino para todos, como regalo
que nos da en Cristo Jesús.
Sin embargo, todo lo anterior no es posible ni se explica, sino porque
Jesús nos descubre la verdadera
faceta de Dios en la maravillosa parábola del Hijo Pródigo que nos narra San Lucas: la de ser un Padre
absolutamente misericordioso que nos ama al extremo, incluso más allá de
nuestros propios pecados: porque Dios es como es, entonces liberó a su pueblo
de la esclavitud de los egipcios y nos convirtió en nuevas creaturas,
renunciando a tomar en cuenta nuestros pecados. Sólo desde el Dios de Jesús, el
Padre, podemos comprender la historia de Salvación.
Obvio, esto choca con nuestras concepciones sobre el pecado y el
perdón. Nosotros somos duros; en la mayoría de las ocasiones no hemos superado
la rigidez de algunos textos del Antiguo Testamento en el que se pide el “ojo por ojo y el diente por diente”. El
Dios de Jesús, ya no es ese; ahora es el Padre que en la parábola del Hijo
Prodigo –la de este domingo- rompe todas las categorías que tenemos sobre el
perdón, la justicia y la misericordia.
Dios es ese Padre que a lo lejos ve regresar al hijo que lo ha
traicionado y se ha burlado de Él y de todas las normas que regían sus
comportamientos; y que, sin embargo, no sólo no lo condena, sino lo abraza, lo
llena de besos, lo viste con la túnica, le calza las sandalias, le pone el
anillo y le hace un espléndido banquete, símbolo del banquete del Reino.
Ese maravilloso Padre es el que no podemos comprender, muchas
veces, como tampoco pudo el otro hijo, “el bueno”, por nuestra dureza de corazón.
No toleramos la verdadera y sorprendente misericordia de Dios; no toleramos que
sea ese Padre que está por encima del pecado; que no vive bajo las categorías
de la venganza, del castigo, de la condena. Y eso nos sorprende, porque rebasa
nuestras categorías; porque no hemos terminado de leer y asumir el mensaje de
Jesús. Hacemos a Dios a nuestra imagen y semejanza; no rompemos nuestras
categorías, para adentrarnos en el misterio del Padre de Nuestro Señor
Jesucristo que hace llover sobre “buenos y malos”, y romper así nuestras
propias concepciones.
Gracias a ese Padre que tenemos, hoy somos nuevas creaturas
liberadas de la esclavitud y el pecado. Pidámosle a María que nos ponga con su
Hijo –como lo hizo San Ignacio- y abrámonos a vivir la maravillosa experiencia
de un Dios que entregó a su Hijo, para que pudiéramos descubrir la hondura, la
profundidad y la extensión del amor del Padre, como lo dijo San Pablo.