Hoy celebramos una de
las más grandes fiestas del cristianismo: la venida del Espíritu Santo; y con
ello la inauguración de la época definitiva del Cristianismo en el mundo. Sin embargo,
el acontecimiento es tan grande, tan maravilloso que fácilmente nos desborda, llevándonos
a concepciones quizá no tan adecuadas del mismo hecho. Así, frecuentemente lo
intentamos reducir a nuestras pequeñas categorías, para no tener la angustia de
estar frente a algo que nos desborda y no podamos controlar.
Algunos buscan en el Espíritu lo mágico, lo espectacular, lo
sobrenatural, de forma que fácilmente son atraídos por los directivos de esos
movimientos que aprovechan las necesidades apremiantes del pueblo, para ellos
sacar partido. Mediante la provocación de histerias colectivas, la manipulación
de las personas viene por sí misma. El Espíritu,
entonces, sirve para “impresionar”, para atraer, para deslumbrar, para provocar
una experiencia maravillosa que, cuando menos en ese momento, les permite
olvidar los graves problemas de su vida.
Para otros, el Espíritu
es el cauce que permite desfogar las frustraciones interiores en cantos,
aplausos, bailes, lo que igualmente provoca una experiencia que permite seguir soportando
la dureza de la vida; pero no solucionarla. Nada cambia, pero ellos pueden continuar
caminando con la cabeza agachada.
Finalmente no falta
quienes “hacen decir al Espíritu” lo que
a ellos les conviene, para tranquilizar sus conciencias y seguir adelante en un
divorcio radical entre sus negocios y su vida supuestamente espiritual.
De ahí que surja la
pregunta: ¿Qué significado profundo puede tener la venida del Espíritu para la
vida de la comunidad cristiana? ¿Qué nos dice el evangelio sobre esta fiesta?
Lo primero es señalar
con todo vigor que la venida del Espíritu Santo no es un acontecimiento
intimista. Definitivamente no viene para consolar nuestra interioridad y dejar
las cosas igual. El Espíritu no es un bálsamo, sino un acicate para la misión.
En el Evangelio de este
domingo, Jesús ofrece “Su Espíritu” como el puente entre la obra que Él realizó
y la comunidad cristiana que está por constituirse. No hay ruptura, no hay
separación; no se trata de un movimiento diferente al de Jesús, de un proyecto
diverso; de un nuevo camino que se apartara del evangelio. Por eso Jesús les
muestra las manos y el costado. Como lo afirmaron con toda claridad los Hechos
de los Apóstoles, “ese mismo Jesús a quienes Uds. dieron muerte, es el mismo
que ahora vive”.
No hay un olvido de lo
anterior; o una estrategia diferente. Para
nada se ha acabado la lucha por la justicia, por la igualdad. La denuncia que Jesús
hizo contra todo tipo de autoridad arbitraria seguirá hasta el fin de los tiempos;
aunque ahora con la guía y la fuerza poderosa del Espíritu.
El Espíritu que Jesús les
entrega en la última cena y que se muestra palpablemente en las lenguas que
descienden sobre los Apóstoles es sólo la continuidad del Proyecto del Reino. El
Espíritu es dado para combatir ese mundo perverso denunciado por San Juan en su
Evangelio; para seguir la causa por la que Jesús entregó la vida.
Con toda claridad,
entonces, no se trata de un acontecimiento que consuele nuestro corazón y en el
que quede encerrado. Al contrario: la obra del Espíritu busca seguir liberando
a los pobres de todos sus sufrimientos, de todos los abusos a los que se han
visto sometidos a lo largo de sus vidas; busca continuar la obra de Jesús.
La diferencia es que
ahora la cabeza de la Iglesia será el Espíritu Santo; pues Jesús ha subido al
Cielo. Al igual que en el Génesis el Espíritu fue el creador el mundo, ahora en
Pentecostés el Espíritu recrea la naturaleza humana, libre ya del pecado y de
la muerte. El Espíritu será entonces, la
fuerza de Dios comprometida con esa pequeña comunidad de seguidores de Jesús cuyo
núcleo básico lo constituyeron los Apóstoles.
Finalmente, el
simbolismo de que todos entendían en sus propias lenguas lo que los 12 predicaban,
confirmó la realidad universal de la salvación. El Evangelio de Jesús ya no será
sólo para los judías, sino para todo el mundo; para cualquier persona que
quiera creer en la buena nueva y comprometerse con ella.
Una nueva época se
inaugura con el Espíritu, la época de la iglesia. El Espíritu será la fuerza
para afrontar persecuciones y martirios; será la luz que ilumine para tomar decisiones
y descubrir la voluntad de Dios; será quien los impulse a ser coherentes con la
buena nueva del Evangelio.
Como invita San
Ignacio, agradezcamos “tanto bien recibido”, particularmente en el don recibido
con el Espíritu Santo, y refrendemos nuestro compromiso en la lucha por el
Reino, bajo su guía.