Is 5510-11; Rom 818-23; Sal 64; Mt 131-23
La liturgia de hoy
nos ofrece 3 textos de la Biblia muy interesantes, todos entorno a la “semilla”
que Dios pone en nuestros corazones.
El texto del
evangelio es bien conocido; pero no por eso deja de ser cuestionador. Dios es
el sembrador que arroja su semilla a manos llenas; pero no cualquier espacio
donde la semilla cae, es el indicado. Con toda claridad nos pone 4 ejemplos que
sin duda son situaciones que apelan a nuestra conciencia para ver dónde
estamos.
En el primero, la semilla cae a lo largo del camino.
Simplemente no hay tierra. Sólo sirve como alimento para los pájaros; pero en
sí misma no da fruto. Y esto es lo importante; de esto se trata. ¿Por qué no da
fruto? Por una razón muy sencilla: la
palabra no se entiende. La semilla llega, se aloja en el corazón, pero no
hay un esfuerzo por asimilarla: no hay reflexión, meditación, oración que
permitan calar hondo en lo que es esa palabra de Dios y a qué nos invita. Por
eso no da fruto.
El segundo caso avanza un poco más. La semilla cae en
terreno pedregoso; pronto germina, porque “la tierra no era gruesa”; pero
cuando sale el sol, los brotes se secan. Es más alentador este ejemplo, cuando
menos a primera vista. Ya la semilla germina; hay un primer momento de acogida
que permite la vida. Dice Jesús: “el que oye la palabra, la acepta
inmediatamente con alegría”. Pero, entonces, ¿qué sucede? Simplemente que el
que la recibe es “inconstante”. ¿Qué implica esto? Que cuidar la semilla hasta
que dé fruto, supone una lucha “constante”; porque vendrán “tribulaciones o
persecuciones”. Y ahí es donde tenemos que demostrar que “la palabra” sí nos
importa; que estamos dispuestos a conservarla cueste lo que cueste. Pero no
sucede así con este grupo. Su felicidad es sólo externa y su compromiso
superficial. Cuando llega la hora de la verdad, “sucumben”.
Los terceros avanzan un poco más. La semilla cae
entre los espinos; pero éstos “sofocaron las plantitas”. Éstos sí oyeron la
palabra, y al decir esto el Evangelio, está afirmando que hay mayor profundidad
que la de los dos grupos anteriores. La semilla brotó; ya aparecen las plantas;
pero cuando están ya a punto de dar fruto, los espinos las ahogan. ¿Qué
espinos? Jesús lo dice con toda claridad anunciando dos causas que nos impiden
confiar realmente en Dios y seguir su camino. La primera son “las preocupaciones de la vida”. Y éste
es un tema muy delicado. Si las preocupaciones son más grandes que nuestra
confianza en Dios, quiere decir que nos estamos colocando en el centro de nuestra
existencia, y estamos dejando a Dios fuera de la vida. Ya Dios no nos acompaña;
no experimentamos que Él es nuestra verdadera fuerza. Lo hacemos a un lado y
nos dejamos absorber por los problemas que nos rodean. De ahí, entonces, que la
“Palabra de Dios” pasa a segundo lugar; se va diluyendo hasta quedar como una
referencia de un pasado que en algún tiempo nos ilusionó, pero que ahora no
tiene ninguna incidencia en nuestra vida.
La otra razón es aún
más delicada, porque es la lucha abierta
entre Dios y las riquezas: ¿qué nos seduce más? Para éstos, las riquezas.
No hay vuelta de hoja. Dios se diluye y aparece el Ídolo de la posesión, del
tener, del vivir para poseer. Ya lo había dicho Jesús en el Evangelio: “Nadie
puede servir a dos señores…: a Dios y a las riquezas”. Definitivamente, lo que
prometía ser una buena cosecha, pues la semilla ya se había transformado en
planta, se seca; se acaba; termina por morir; aunque se diga lo contrario.
Finalmente, el último grupo, habiendo superado los
tres primeros problemas, da el fruto esperado. El camino es marcado por el
evangelio es muy sencillo: oyen la palabra, la entienden y la ponen en
práctica; es decir, da fruto. Hasta aquí la parábola.
Sin embargo, lo más
importante de este texto es utilizarlo como espejo: ¿dónde estamos? ¿Cómo nos
hemos movido? ¿Cuál ha sido nuestra tendencia? ¿Qué actitud queremos tener ante la palabra?
Pasando a las otras dos lecturas, también de gran riqueza,
muy sintéticamente se puede rescatar lo siguiente:
Isaías nos refiere el poder de la palabra: ella tiene la capacidad de penetrar nuestros
corazones, y de no volver a Dios, como la lluvia, sin haber dado fruto. ¿Cuál? Hacer la voluntad del Padre y cumplir su
misión. La palabra ahí está en lo más profundo del corazón y tiene poder
para actuar en nosotros. El reto es cuidarla.
Y San Pablo en la Carta a los Romanos señala que esa palabra son “las primicias del
Espíritu”; que esperamos ansiosamente que esa condición de “hijos de Dios se
realice en plenitud”. Tenemos ya en nuestro corazón, la semilla de Dios, la
semilla de la eternidad; aunque aún no ha terminado el parto que dé a luz la
“gloriosa libertad de los hijos de Dios”. Esa es nuestra gran esperanza y por
eso Pablo está convencido que “los sufrimientos de esta vida no se pueden
comparar con la gloria que un día se manifestará en nosotros”.
Acojamos, pues, esa
“palabra”, dejémonos llevar por su fuerza y dejemos que brote toda su plenitud,
buscando, como señala Ignacio de Loyola, “en
todo hacer y cumplir su santísima voluntad”.