domingo, 31 de agosto de 2014

La Restauración de la Compañía de Jesús: memoria y misión.

José Antonio García, SJ.
Julio del 2014.

Su propósito entronca más bien con el objetivo expresado por el P. General: “Promover una reflexión orante sobre nuestro pasado que haga posible un servicio más eficaz en el futuro… Aprender de las luces y sombras de nuestro pasado con el fin de percibir con mayor claridad y entregarnos con mayor generosidad a lo que el Señor pide de nosotros en el momento presente”. Ahí queremos situarnos, conscientes de que el fruto que produzcan las conmemoraciones (P. General)

“Por lo tanto, nosotros nos creeríamos reos de gravísimo delito en presencia del Señor si, en necesidad tan grave de la cosa pública, desatendiésemos la realización de aquellas ayudas saludables que Dios, con singular providencia, nos provee, y si, colocados en la barca de Pedro agitada y sacudida por continuas vorágines, rechazáramos a remeros expertos y valerosos, que se ofrecen a romper las olas del piélago, que en cada momento nos amenazan con el naufragio y la ruina”.

La supresión de la Compañía había supuesto para las Iglesias de toda Europa y las colonias de América Latina una pérdida de consecuencias incalculables, sobre todo en el campo de la educación de la juventud y la defensa del cristianismo. Basten para confirmarlo las siguientes cifras:
En el momento que comienzan las expulsiones de Portugal, Francia y España, la Compañía universal contaba con unos 23.000 jesuitas. Cuando es restaurada, son unos 600, dispersos por Rusia y las dos Sicilias. Las expulsiones y posterior supresión de la Compañía supusieron el cierre de unos 700 colegios repartidos por tres continentes. Con ellas se vinieron abajo igualmente las famosas reducciones de América Latina.

Por ceñirnos a la Asistencia de España, la noche del 2 de abril de 1767, no menos de 5.346 jesuitas (2.740 de la metrópoli y 2.606 de Hispanoamérica y Filipinas) fueron apresados
y conducidos a los puertos previamente designados a cada grupo.

Hoy sabemos muy bien que las causas que llevaron a la supresión de la Compañía de Jesús fueron muy complejas. Unas estaban fuera de ella, otras dentro. Más que motivaciones estrictamente religiosas fueron motivaciones políticas las que promovieron
y llevaron a aquel desenlace. Desde fuera de la Compañía influyeron en su supresión los hechos siguientes:
Medio siglo de travesía por el desierto.
¿Por qué fuimos expulsados y suprimidos?

Las Luces y la Revolución francesa; los distintos regalismos; el movimiento jansenista, etc. Todos
ellos verán en los jesuitas el principal obstáculo para sus planes. A su juicio, ejercían un poder excesivo en la sociedad a través de la educación, de su influencia en las cortes, de su laxismo o de su inquebrantable fidelidad al Papa, según los casos. A los jesuitas se vinculaba la defensa de la tesis del regicidio, aspecto éste que algunos monarcas de Europa vivían con auténtico pánico.
Las reducciones en América del Sur eran vistas como un ataque directo a la soberanía de los monarcas de Portugal y España. Etc…

La clave de esta oposición –dice un autor moderno– no hay que buscarla en la “filosofía”, sino en la
“política”.
Existieron también otras causas internas, es decir, radicadas en el modo de ser y actuar de la propia Compañía. ¿No acumuló la Compañía un excesivo poder espiritual y mundano, por el que fue vista como una institución prepotente y engreída, odiosa para otros poderes fácticos del  momento? “A fuerza de hacerse mundanos [los jesuitas] son destruidos por el mundo”, afirma un historiador que, por otra parte, no oculta su admiración por la Compañía. ¿No utilizó en ocasiones su mayor nivel cultural y sus éxitos apostólicos para desprestigiar a otras congregaciones religiosas de un modo poco o nada evangélico? En el siglo XVIII disminuyen las vocaciones de todas las órdenes religiosas, a excepción de los cartujos y franciscanos de la estricta observancia, y de los jesuitas. En medio de tal panorama, la Compañía de Jesús cuenta en 1750 con 22.500 jesuitas  esparcidos por todo el mundo y no cesa de crecer. También de éxito se puede enfermar e incluso morir…

¿Ricos y soberbios, además de inteligentes?  ¿Se trata únicamente de un mito o de uno de esos estereotipos construidos sobre cierta base real? ¿Cómo es la Compañía que renace de sus cenizas en 1814, esa “segunda Compañía” cuya duración se extiende hasta el Vaticano II y el P. Arrupe?

Vaya por delante que contraponer sin más y de un modo tajante la segunda Compañía a la primera
–en demérito de aquélla, por supuesto– parece injusto.

Se trataba de un grupo de unos 600 jesuitas que sobrevivieron en Rusia, más los que, una vez restaurada la Compañía, volvieron a ella, la mayoría de los cuales eran de edad avanzada o estaban ya más para morir que para emprender nuevas aventuras. Eso es lo verdaderamente admirable, lo que llama la atención, lo que nos interpela hoy: que una Compañía así de pequeña y envejecida volviera a renacer con la fuerza del carisma y modo de proceder con que san Ignacio la había dotado en 1540, y que volviera a suscitar tantos seguidores.

 En 1820, fecha de la primera Congregación General de la Compañía restaurada, los jesuitas son aproximadamente 1.308: 503 sacerdotes, 322 hermanos y 482 escolares.

Dicho lo anterior, hemos de reconocer con igual sinceridad que la “segunda Compañía” renace muy condicionada por el trauma del desierto que acaban de atravesar y también por el clima de restauración política y eclesial en el que reaparece. Más aún, para servicio de la cual restauración reclaman su presencia tanto las jerarquías eclesiásticas como las seculares. ¿Podía en tales circunstancias reaccionar la Compañía de otra manera? ¿Tenemos derecho a exigirle que lo
hubiera hecho?

Lo cierto es que la restauración política y eclesial se llevó a cabo en contra de los valores emergentes de la nueva Europa, y que la Compañía se convirtió en fuerza de choque de dicha restauración sin acertar a discernir –tal vez sin poder hacerlo– los valores que aportaba aquella nueva comprensión del hombre y sus libertades; las aspiraciones democráticas que impulsaba y la necesaria separación de Iglesia y Estado que postulaba.

Así pues, podríamos afirmar que: La Restauración política y eclesial se llevó a cabo, en gran medida, contra la revolución y el siglo de las Luces, y que la restauración de la Compañía se inserta en ese movimiento reactivo.

Las penalidades sufridas incapacitaron a los jesuitas para ver los valores de justicia y libertad
expandidos por la Revolución francesa y la Ilustración.

Esta reacción cuasi natural los llevó a identificarse –o al menos así fueron vistos por muchos– con un orden político que estaba desapareciendo de Europa. “Durante todo el siglo XIX, y a menudo no sin razón, el nombre de los jesuitas se convierte en sinónimo de reacción y conservadurismo”; en aliados del Antiguo Régimen caracterizado por las monarquías absolutistas y
la alianza del trono y el altar.

Como afirma un ilustre jesuita refiriéndose al caso francés, los jesuitas “vivían todavía del recuerdo de los reinados de Luis XIII y Luis XIV; mantenían la ilusión de disfrutar de las mismas protecciones bajo los Borbones que los habían traicionado, sin percibir hasta qué punto la sociedad francesa había cambiado bajo la influencia de los filósofos, de la Revolución y del Imperio” (J.-C. Dhôtel).

Desgraciadamente, y como consecuencia de lo anterior –añade un historiador del ámbito anglosajón-, “los jesuitas no se distinguieron en crear para la Iglesia un aggiornamento en el área del pensamiento católico” (W. Bangert), al menos hasta finales del XIX en que las cosas comenzaron
a cambiar.

“La cuna en que renace la Compañía –afirma otro jesuita historiador, esta vez español– es políticamente antiliberal, sociológicamente conservadora y religiosamente apologética. Esto condicionará su espíritu durante muchos años. Este espíritu buscaba en general más seguridades
en las costumbres establecidas y hallar respuestas en las doctrinas tradicionales, que afrontar riesgos de nuevas experiencias, amigos y compromisos” (M. Revuelta).

¿Sólo sombras? No sería justo. Los jesuitas restaurados despliegan una vitalidad y una creatividad realmente sorprendentes si tenemos en cuenta su número y la situación corporal y anímica en la que renacen.

Algunas muestras de esa increíble vitalidad pueden rastrearse en su rápido crecimiento demográfico; en su vuelta a las misiones de América y Filipinas; en la multiplicación y equipamiento de los colegios… Todo ello nacido de una espiritualidad ardiente y expansiva, de una fortaleza y capacidad de surgir de la nada que hoy nos parecen increíbles, de una fe inquebrantable en la providencia de Dios y de un testimonio de vida que los hacía atractivos y admirables.

Escribe el P. General: “Hoy, 200 años después, los jesuitas deseamos aprender de las luces y sombras de nuestro pasado, con el fin de percibir con mayor claridad y entregarnos con más generosidad a lo que el Señor pide de nosotros en el momento presente”. ¿Cuáles serían los aprendizajes fundamentales de lo que ocurrió hace dos siglos, capaces de inspirar nuestro presente y nuestro futuro? He aquí algunos de lo que consideramos más esenciales:

1º. Que la confianza radical en Dios y en la Compañía como camino hacia Él sea la auténtica fuente de esperanza y de dinamización apostólica en estos tiempos difíciles que nos toca vivir.

Su capacidad de sobrevivir con lo fundamental, siempre dispuestos a hacer de nuevo las maletas; su fervor y dinamismo apostólico; su “pasar página” y comenzar de nuevo sin quedar presos del pasado o pasar factura por la injusticia sufrida… Si ellos sufrieron una supresión jurídica, la nuestra
se parece más a una supresión cultural…
¿Tendremos también su misma fe-confianza, que nos lleve a vivir pegados a Jesucristo y desde Él
a desvivirnos por su proyecto? ¿Heredaremos de ellos “la capacidad de entroncar con los ideales de san Ignacio y los primeros jesuitas, reconstruyendo lo nuevo a partir de lo mejor del pasado”?

2º. Una creatividad apostólica y un estilo de vida personal y comunitario que despierten seguidores.

¿Qué explica aquella floración de vocaciones a la Compañía a pesar de las reiteradas  expulsiones? Las causas son complejas, pero entre ellas habría que señalar las que ya hemos reseñado: el fervor ardiente y expansivo de aquellos nuevos jesuitas, el amor a la Compañía y la cohesión fraterna entre sus miembros, todo lo cual les dotó de una capacidad inmensa para afrontar las adversidades sin dejarse vencer por ellas. Siempre con las maletas preparadas, siempre dispuesto a recomenzar… Eso explica, junto con otras causas externas, que la Compañía restaurada, siguiendo el modelo de la primera Compañía, floreciera en obras que habían constituido su gloria, como los colegios, la predicación y las misiones.

Ambos factores unidos –la visibilidad cultural, por una parte, de un Cuerpo apostólico de jesuitas unidos, cohesionados, valientes, llenos de fe y celo evangélico y, por otra parte, fieles al carisma ignaciano y creativos en el mundo que les tocaba vivir– estuvo sin duda en la base de su rápida expansión a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX. Eso les hacía atractivos para muchos jóvenes y suscitaba el deseo de seguir a Jesús según su estilo de vida.

3º. Un discernimiento apostólico que nos libre de caer en la trampa de ciertas alianzas que no responden a lo que Dios quiere de nosotros, sino a otros intereses espurios.

Seguramente la equivocación mayor de la Compañía restaurada fue su miopía, su falta de visión
histórica. Es posible que, dada “la cuna política y eclesial en que renacía”, no pudiera ser de otra manera, pero la verdad es en aquel momento histórico careció del discernimiento espiritual necesario: estaba naciendo una nueva cultura que promovía los valores de la libertad, la justicia y la democracia y, sin embargo, la Compañía se alió con las fuerzas del antiguo régimen, cuyo objetivo consistía en restaurar un pasado caduco.

¿Era necesario que sucediera así, es decir, que los jesuitas “se trasformaran en peones del conservadurismo borbón y romano, en militantes de la alianza del trono y el altar, en propagandistas de la Restauración, en guardianes de orden establecido…, ellos que habían dado al mundo un modelo de plasticidad creadora; que se habían convertido en pioneros del humanismo occidental en tres continentes; que habían sabido inventar en tantas latitudes el intercambio cultural igualitario y el respeto por el otro”? “¿Era [la Compañía] tan poco diestra en el uso del  discernimiento ignaciano que fue incapaz de distinguir lo que en la herencia de la Luces era la gloria de Dios?”, se pregunta en su conocida y laudatoria obra Los jesuitas el periodista e historiador J. Lacouture.

Ni todos quienes nos alaban o requieren nuestra colaboración son, sin más, propulsores de una historia mejor, ni quienes nos critican han de estar necesariamente equivocados. Tampoco al revés, es cierto, pero en todo caso una cosa se impone: la necesidad de que nos tomemos más en serio el discernimiento apostólico, ese ejercicio espiritual que pertenece al acerbo más valioso de nuestra herencia ignaciana. Sin ese ejercicio, nuestros pactos con un mundo
injusto podrían repetirse de nuevo.
Terminamos con las palabras del P. General: “Contemplando este hito de nuestra historia como Compañía, demos humildemente gracias a Dios porque nuestra mínima Compañía sigue existiendo: porque nosotros mismos, miembros de la Compañía, seguimos encontrando en la espiritualidad de San Ignacio un camino hacia Dios; porque seguimos creciendo gracias al apoyo y el estímulo de nuestros hermanos en comunidad, porque experimentamos aún el privilegio y el gozo de servir a la Iglesia y al mundo, especialmente a los más necesitados, por medio de nuestros ministerios. Pido a Dios que la conmemoración agradecida de este 200 aniversario de la restauración de la Compañía sea bendecida por una más profunda asimilación de nuestro modo de vida y por el compromiso cada vez más creativo, generoso y alegre de entregar nuestras vidas al servicio de la mayor gloria de Dios”.




SUPRESIÓN Y RESTAURACIÓN DE LA COMPAÑÍA; Lectura sapiencial en tiempos de poda.

Benjamín González Buelta S.J.
Julio del 2014
1. Un signo de muerte y de vida.
Cuando avanzaba la disolución de la Compañía por Portugal, España y Francia, entre los más empeñados en esta tarea de exterminio, corría de mano en mano un dibujo llamado “árbol jesuítico”. Las ramas gruesas tenían el nombre de las naciones donde estaba enraizada la Compañía, las ramas pequeñas el de las provincias y las hojas el de las ciudades donde vivía alguna comunidad de jesuitas. El hacha se afilaba en las cortes borbónicas para ir cortando las ramas una tras otra.
En el evangelio de Juan encontramos la parábola de la vid y los sarmientos (Jn 15,1-11), que nos acompañará como hilo conductor en esta reflexión sapiencial. En ella Jesús se comprende a sí mismo y se explica ante sus discípulos de todos los tiempos. Durante los cuarenta años en los que la Compañía estuvo suprimida los jesuitas vivieron un proceso pascual muy intenso. Leer estos años sólo con lenguaje de injusticia, de lamento y de pérdida, no respeta la obra de Dios ni la inspiración y novedad que él nos ofrece en toda poda, el Padre es el agricultor y puede convertir los hachazos dirigidos hacia la muerte en un futuro de vida de más calidad para tiempos nuevos.
2. Un lenguaje sapiencial.
Escojo, con cierta audacia, el género sapiencial porque me parece propio de nuestro tiempo. Dice el P. Adolfo Nicolás en una entrevista publicada en Vida Nueva (Vida Nueva, Nº 2.850, mayo, 2013): “La Iglesia tiene que hablar sapiencialmente…, a la sociedad hay que ofrecerle sabiduría, dándole mensajes que tengan sentido, que abran caminos, que ayuden a los jóvenes a ver que hay todo un camino de sabiduría que hay que seguir… La gente busca sabiduría”.
Sabiduría y profecía son los dos términos de una polaridad bíblica. Los dos son necesarios, y tienen que estar siempre en diálogo como las dos alas de una paloma. Los verdaderos profetas llevan en sus entrañas la sabiduría para no quemarse en el fuego profético, y los verdaderos sabios incorporan la sensibilidad profética ante la injustica de la realidad para que su mística no sea una burbuja aséptica que flota sobre lo real.
De manera muy diferente al siglo XVIII, también nosotros vivimos hoy tiempos de poda en la Compañía y en la Iglesia. Precisamente, mientras experimentamos disminución de números, de provincias, de comunidades, de influencia en la Iglesia y en la sociedad, nos preguntamos cómo enfrentar de manera creadora los grandes desafíos del servicio de la fe y la promoción de la justicia en una cultura que globaliza la seducción y la superficialidad, y cómo unirnos al Espíritu que trabaja escondido en esta misma cultura como la savia en la vid. Buscamos por dónde brota y crece hoy la novedad de Dios en las ramas podadas. No existe ninguna situación personal o social donde Dios no esté trabajando y donde no pueda ser encontrado para crear con Él su novedad en la historia.
Al ser enviados a las “fronteras existenciales” de nuestro tiempo, descubrimos que no sólo la Compañía y la Iglesia padecen la poda. Pueblos enteros declarados no viables, minorías étnicas, inmigrantes sin papeles, refugiados de guerra, de conflictos y del hambre, esclavos de redes del tráfico humano, innumerables personas sienten amputada la vida, despojados de los derechos fundamentales y viven mutilados.
Este mundo que evoluciona con cambios profundos y vertiginosos nos desafía para dejarnos podar de todo lo que nos lastra el paso, de lo rancio, de lo que perdió su sabor y su sentido en nuestra misión. Como decía el Kolvenbach, somos invitados a tomar nosotros mismos las tijeras, cortando la “cosa adquirida” del segundo binario, para una refundación, “no ciertamente, en cuanto a nosotros toca, para repetir o copiar lo que Ignacio el fundador tuvo que hacer en su tiempo para la mayor gloria de Dios, sino para vivir con más radicalidad, más explícita y visiblemente, la razón de ser de la Compañía, a saber su misión”. (KOLVENBACH, Selección de escritos, 1991-2001; Sobre la reunión de Provinciales en Loyola 2000, p.68). Este proceso es algo muy distinto de “encerrarse en un orgulloso restauracionismo”. (p. 141). La expresión, “fidelidad creativa”, expresa bien esa doble fidelidad al origen de donde seguimos surgimos siempre, y al futuro que acogemos abiertos a la creatividad inagotable del Espíritu.
Con lenguaje sapiencial de poda, ya se expresaba el P. Arrupe en términos que siguen siendo actuales. Para el cambio que necesita la Compañía, hay que “cortar los lazos afectivos que nos atan a ciertas obras o instituciones o a cierto modo de gestionarlas que ya no son de actualidad en términos apostólicos, romper finalmente con todos los intereses creados que atentan contra la gratuidad de nuestra labor apostólica”. (Citado por KOLVENBACH, Selección de escritos, 1991-2001; A la Congregación de Procuradores. Discurso final. p. 122-123) Cortar y romper. Sin poda, hecha por otros o por nosotros mismos, no hay creatividad, ni futuro.
3. La crueldad de la poda y el cuidado del agricultor.
Cuando se poda la vid, se la despoja de todas las ramas, los sarmientos. Sólo queda un tronco áspero y oscuro, sin la más mínima hoja verde. Cualquiera que no sepa de podas, dirá que la vid está absolutamente muerta en medio del invierno. Sólo quedan pegados al tronco unos centímetros de algunas ramas que dieron fruto en otro tiempo y que ahora parecen muñones sin futuro.
A mediados del siglo XVIII pertenecían a la Compañía cerca de veintitrés mil hombres y se extendían por el mundo con la universalidad de nuestro carisma. La presencia educativa y pastoral estaba muy consolidada. Había científicos jesuitas reconocidos y obras pioneras como las reducciones en América, de gran impacto religioso y sociopolítico. Los esfuerzos de inculturación de la fe en China y en la India, aunque los ritos chinos fueron prohibidos por Benedicto XIV en 1742 y los malabares en 1744, nacieron de una gran creatividad y todavía hoy nos siguen inspirando. La forma como se ejecutó la sentencia de expulsión en Portugal, Francia, España y sus colonias, fue de suma crueldad, un verdadero golpe de hacha inesperado. Reunían a la comunidad cuando estaban durmiendo, les daban unas horas para recoger algo de sus pertenencias y salían como si fuesen delincuentes, custodiados por soldados armados hasta los puertos para ser embarcados y deportados hacia el exilio. En algunos lugares de América Latina, tuvieron que recorrer cientos de kilómetros en situaciones tan precarias que muchos murieron por el camino.
Desde el momento en que comenzó la expulsión en Portugal, hasta el decreto papal de supresión de la Compañía, vivieron los jesuitas marcados por la deshonra, la indigencia hasta el hambre y en la incertidumbre sobre su futuro. En España incluso se trató de eliminar su memoria. En el año de 1768, un cronista anónimo de Valladolid escribía: «A principios del mes de agosto vino orden para borrar todos los escudos del Jesús, así de piedra, yeso, madera o pintura o en cualquier manera que se hallen, así en iglesias como en casas y demás haciendas, y en su lugar se pongan los escudos de armas reales». (TEÓFANES EGIDO (Coord.), JAVIER BURRIEZA SÁNCHEZ, MANUEL REVUELTA GONZÁLEZ. Los jesuitas en España y en el mundo hispano, Marcial Pons, Ediciones de Historia, S. A., Madrid 2004, p. 272)
Dice el historiador Enrique DUSSEL:
“El hecho capital y decisivo en el siglo XVIII, para la historia de la Iglesia latinoamericana, fue la expulsión de los jesuitas… Partieron de América Latina más de 2.200 padres, lo más selecto del clero misionero y de la inteligencia latinoamericana. Sus reducciones fueron objeto de la rapiña de los colonos y simplemente del abandono de la obra por parte de los indios. ¡Nunca podrá lamentarse bastante la importancia que dicha expulsión tuvo para los destinos de América Latina!” (E. DUSSEL, Historia de la Iglesia de América Latina, p. 114)
Es impactante el testimonio del humanista P. Francisco Xavier Clavijero, mejicano desterrado en Bolonia, en un sermón pronunciado ante sus compañeros jesuitas en febrero de 1773, pocos meses antes del decreto de Clemente XIV. Describe el clima que respiraban en ese momento: (Francisco Xavier CLAVIJERO, Sermón ante los jesuitas desterrados en Bolonia, Artes de México, Nº 92, diciembre 2008).
“Pues estos males gravísimos nos amenazan, el riesgo es inminente. Cinco reyes demandan nuestra ruina, varios príncipes eclesiásticos la aprueban y la solicitan, el mundo nos la anuncia y el vicario de Jesucristo, apurados ya todos los arbitrios de la prudencia, procura sosegar la tempestad, temeroso de un grave cisma en la Iglesia y deseoso de restituir la tranquilidad al cristianismo, y se ve precisado a dar el último fallo”.
El P. Clavijero lee la posible supresión de la Compañía por el Papa en la fe, en el espíritu del mayor servicio, de la mayor gloria de Dios:
“Reflexionemos atentamente en la presencia divina que si la Compañía se acaba es porque Dios, su autor y fin, ya no quiere usar della: acaso querrá excitar en su lugar otra religión más perfecta, que le sirva con mayor fervor, y promueva con más ventajas los intereses de su gloria. Si el amor que profesamos a la Compañía de Jesús es como debe ser, bien ordenado, debemos prontamente sacrificarlo a la voluntad del Señor adorando y respetando los inefables secretos de su Providencia”.
El 21 de julio de 1773 el Papa Clemente XIV promulga el breve “Dominus ac Redemptor”, suprimiendo la Compañía. Seguiría la tarea de extirpar el jesuitismo, que parecía ser difícil, pues como dijo Moñino unos meses después del breve de supresión, los jesuitas “han sido, son y serán inquietos mientras existan sus cenizas” (Enrique GIMÉNEZ LÓPEZ, “Portugal y España contra Roma”, Artes de México, Nº 92, diciembre 2008, p. 79).
En la vid, no sólo se podan las ramas fértiles. También se cortan las que no dan fruto, las que crecen mucho, llaman la atención porque son brillantes y ostentosas, exhiben protagonismo, ocupan espacio al sol, absorben la savia que sube por el tronco, pero son estériles. Los campesinos dicen sabiamente de estas ramas que se “van en vicio”. En algunas partes las llaman de manera gráfica, “chupones”.
A la Compañía no sólo le cortaron obras de indudable calidad cultural, educativa y pastoral, sino también expresiones de orgullo y de superioridad, plasmadas a veces en prácticas pastorales y obras ostentosas, alejadas del pueblo sencillo, y desviadas del espíritu del Jesús pobre y humilde del evangelio, tantas veces contemplado en los Ejercicios.
Jesús nos dice en la parábola que el Padre es el agricultor, que poda para tener más vida, pero Él no manejó el hacha ni las tijeras. Los que empuñaron el hacha con crueldad cortaron la Compañía para aniquilarla, lo mismo que hicieron las autoridades judías y romanas en tiempo de Jesús. Pero si Dios no puede atar el brazo del que corta ni detener el filo del hacha, sí puede transformar la destrucción en una poda en la que la vid dará mejores frutos. Él puede orientar hacia la vida un golpe dirigido hacia la muerte. Él es el agricultor que ama su viña y siempre trabaja en el fondo del humus de la realidad con creatividad infinita.
La parábola de Jesús es completamente actual. La poda siempre será necesaria. Todo lo nuevo que emprendemos erosiona su coherencia inicial, porque lleva dentro una dosis de ambigüedad personal e institucional escondida en la brillantez de las motivaciones y de los proyectos, pero que sólo se manifiesta precisamente cuando las ramas crecen en toda su grandeza y muestran su fecundidad o su esterilidad.
4. El duelo necesario y la queja estéril.
Cuando se poda una rama, pueden seguir saliendo por los cortes pequeñas gotas de savia como si llorasen la perdida, buscando desorientadas el mismo camino de siempre que ya no existe.
Lo importante es acoger la poda, hacer el duelo, despedirse de lo perdido, y no enquistarse en una queja obsesiva que gira sobre sí misma paralizando el futuro. Si no se hace duelo y se asume la pérdida, las heridas se prolongan en el tiempo y dejan una estela de dolor que nunca cicatriza, como decía el P. Francisco X. Clavijero a sus compañeros desterrados en Bolonia:
“El dolor que padecemos es justo…, pero no son justificables los excesos de nuestro dolor. ¿Qué excesos? Una fatal tristeza que nos haga intolerable la vida y nos inhabilite hasta las funciones de la racionalidad y del espíritu…, una habitual amargura del corazón que nos haga morder los instrumentos de la Providencia, un temor congojoso de lo futuro que traiga nuestro ánimo en perpetua inquietud, representando una serie de males a que estamos expuestos”.
Los jesuitas lloraron el despojo, escondidos en las heridas del crucificado, “dentro de tus llagas escóndeme” (Alma de Cristo), en destierros, y en algunas situaciones en pobreza de auténticos mendigos. Algunos murieron o enloquecieron en cárceles de suma crueldad, como las mazmorras subterráneas del Rey de Portugal, o el castillo de Sant´Angelo donde expiró el General P. Ricci, encarcelado por el mismo Clemente XIV, afirmando hasta el final la inocencia de la Compañía, y abrumado por el misterio de tener que obedecer con amor, al mismo que los cortaba de raíz, pero también confiado pues moría ofreciendo su vida por la restauración de la Compañía, convencido de que “nada es imposible a Aquel que dispersata congregat, congregata restaurat, restaurata conservat” (congrega a los dispersos, restaura a los congregados y conserva a los restaurados). (Víctor CODINA, La restauración de la Compañía (1814). Reflexión y cuestionamientos).
“Es admirable saber que comenzando por el Prepósito General de la Compañía de Jesús y la gran mayoría de los jesuitas, acataron con el corazón desgarrado, la decisión de Clemente XIV. No hubo resistencias organizadas de parte de los jesuitas, no se tramó absolutamente nada. En todos los lugares en donde la Compañía era suprimida, los jesuitas no manifestaban sino acatamiento. La “pasividad” jesuita a ojos de muchos fue sorprendente e ininteligible”. (Manuel HURTADO S.J. La supresión de la Compañía de Jesús. Historia y actualización. Belo Horizonte, 2012) 7
La mayoría de los jesuitas no se quedaron encerrados en la cárcel del propio lamento. La queja recurrente no espera resurrección de las heridas. Llorada la pérdida, siguieron trabajando en la viña del Señor, con el espíritu de los Ejercicios en los que habían sido formados y que constituía el centro de su persona. Ya San Ignacio había dicho: “Si el Papa deshiciese la Compañía del todo y aun así con esto yo pienso que si un cuarto de hora me recogiese en oración quedaría tan alegre y más que antes» (Memorial de G. da CÁMARA, n. 182).
Después de la visión de la Storta se preguntaba Ignacio si serían crucificados en Roma. Él preveía que una dimensión de conflictividad atravesaría siempre a la Compañía por su mismo carisma de crear vida nueva en las fronteras de la sociedad y de la iglesia.
5. Vida nueva en el escondimiento de la interioridad y en la lejanía de las periferias.
Durante semanas en la vid podada no sucede nada por fuera, pero dentro, célula a célula, se va gestando la primavera con procesos diminutos e invisibles. El ritmo es lento y no responde a las impaciencias del agricultor ni a la hostilidad del clima que la rodea. Todo el trabajo es interior y silencioso.
Lejos de las cortes borbónicas, en las periferias de la cristiandad, en la distancia sin protagonismos de primer plano en los escenarios donde se había movido con tanto reconocimiento, se mantuvo la Compañía mínima, alejada de los centros del poder, con resonancias bíblicas de “pequeño resto”, que en tantas ocasiones ha sido el comienzo de realidades radicalmente nuevas como sorpresa de Dios.
Catalina II la Grande, una zarina ortodoxa, y Federico II de Prusia, un rey protestante, se negaron a promulgar en sus dominios el breve para suprimir la Compañía. En otras naciones, alejadas de Portugal, España, Francia y de sus colonias, varios centenares de jesuitas fieles a su identidad original, siguieron trabajando y viviendo en comunidad según distintas estrategias. En Nápoles primero y después en Roma, el P. José Pignatelli representa a los jesuitas que siguieron creyendo en la Compañía, se mantuvieron fieles a su identidad y prepararon el futuro.
La restauración de la Compañía se fue preparando en la fidelidad del silencio, en la confianza de que Dios sigue trabajando en la tierra de la realidad en la que había nacido, siendo fieles al carisma ignaciano. Indudablemente cada jesuita tuvo que volver a las meditaciones claves de los Ejercicios, como se siente en el texto paradigmático del P. Clavijero. Nunca pensaron que su ofrecimiento para seguir al Jesús pobre, humillado y crucificado del Evangelio tendría una concreción tan dura. En ese mismo volver a las “raíces” del propio carisma, se fue purificando el corazón de la Compañía, la comprensión de sí misma. Se fue preparando una nueva etapa en la que volvieron a sentir, como Ignacio en los inicios, que la Compañía, que no se instituyó “por medios humanos” (Co 812), sería restaurada y llevada adelante por el Señor de la misma manera que la fundó.
6. La indetenible primavera de la debilidad.
Cuando llega la primavera, frágil pero indetenible, la corteza reseca y endurecida de la vid empieza a abrirse desde dentro por la fortaleza de la vida que ha crecido en su interior. El rigor del frío se va alejando de su entorno. Aparecen los brotes, las ramas, las hojas, y los racimos de uvas. Es tiempo de sorpresa, una toma de conciencia de una vitalidad asombrosa en su pequeñez y vulnerabilidad, que ya es imposible de esconder y detener bajo la cáscara.
El Papa Pío VII el 7 de agosto de 1814, restauró la Compañía con la bula “Sollicitudo Omnium Ecclesiarum”. En la carta sobre el P. Pignatelli dice el P. Nicolás: “Frente a algunas voces que le apremiaban a reavivar una Compañía de Jesús gloriosa, su actitud fue rotunda y clara: dar continuidad a la “mínima Compañía”, estrechamente vinculada al Santo Padre, tal como la había entendido San Ignacio. Intuía, con certeza, la frecuente tentación que en nuestra historia habíamos sufrido, de un poder y un éxito que no siempre fueron necesariamente garantía de espíritu evangélico. Por eso hoy sigue siendo un reto para nosotros el redescubrir lo que “mínima Compañía” significó para San Ignacio”.
La Congregación General de 1820 fue muy importante pues supuso “la declaración solemne de la identidad de la antigua con la nueva Compañía” (M. REVUELTA GONZÁLEZ S.J. “El restablecimiento de la Compañía de Jesús”, ed. Mensajero, 2013, p. 201). La Compañía se fue reconstruyendo de manera oficial a partir de grupos de jesuitas con formación y trayectorias existenciales muy diferentes. Los primeros compañeros de Ignacio vivieron en primer lugar, el fuerte impacto inspirador recibido a través de los Ejercicios, y de ahí fue naciendo el Instituto. Ahora el proceso fue diferente. Ya estaban las constituciones y todos los documentos oficiales, pero para unificar e inspirar tantos grupos diferentes, en el espíritu original, el P. Roothaan el 27 de diciembre de 1834, urge a los jesuitas para tener una completa comprensión del texto autógrafo de los Ejercicios Espirituales, tanto para afinar la identidad personal y comunitaria, como para la misión apostólica.
La Compañía empezó a reorganizarse en una realidad nueva. La Revolución Francesa propagó las ideas que derribaron a las mismas monarquías que antes habían provocado la extinción de la Compañía. Las revoluciones en el resto de Europa, en Norte y Sudamérica, cambiaron la composición social y política del tiempo de la supresión. Hoy comprendemos que la Compañía no siempre acertó a dialogar con esta nueva realidad tan compleja y dura, con el mismo profetismo que vivió en sus inicios. Sin embargo, en la Compañía restaurada se formaron grandes hombres que prepararon el Vaticano II. Para algunos autores, sólo con el P. Arrupe la Compañía recuperó la dimensión más profética que tuvo en sus inicios. (Víctor CODINA, Diario de un teólogo del posconcilio, Ed. San Pablo, Colombia, 2013, p. 252). Este dinamismo profético ya apareció en el P. Juan B. Janssens con la propuesta de abrir en las Provincias de América Latina los “Centros de investigación y acción social” (CIAS).
7. Los frutos maduros y el vino nuevo.
Las uvas maduras son atractivas, pero no hay que abalanzarse con codicia compulsiva sobre el fruto. Jesús comparó el reino de Dios al vino nuevo, no a las uvas maduras, tan sabrosas al paladar, brillantes a la mirada y seductoras.
Jesús dice a los discípulos: “Yo los elegí y los destiné a ir y dar fruto, un fruto que permanezca (Jn 15,16). Pero las uvas maduras son perecederas, no resisten el paso del tiempo. A las uvas les falta la duración y la inspiración del vino que se hace más grato al paladar a medida que pasan los años. Las uvas tienen que convertirse en el vino de una nueva cosecha, en la fermentación ardiente, surgiendo por el centro de sus propias entrañas, y en el reposo escondido dentro de las barricas inmóviles de roble. El vino lleva dentro una historia de intimidad transformada en procesos escondidos de silencio. No hay vino nuevo de calidad, con color, cuerpo, sabor y aroma propios sin el paso por la pasividad de las bodegas.
Los jesuitas y sus obras brillantes y reconocidas no alcanzan la calidad evangélica mientras no pasan por la pascua personal e institucional en seguimiento del Jesús humillado y tenido por loco (Co 101), que las purifican de la apropiación, de la autosuficiencia, de la pretensión de limitarlas al pobre control de calidad de lo que se considera exitoso en el contexto cultural en que nos movemos, e incluso de catalogarlas con demasiada facilidad, como “la mayor gloria de Dios”. La interioridad de las personas y de las actividades, tiene que abrirse al misterio de la pascua, que nos purifica y esclarece mucho más profundamente que nuestros discernimientos, propuestas y evaluaciones. La pascua no la elegimos, es ella la que nos escoge a nosotros.
La novedad del reino de Dios crea contradicción con lo establecido, tanto dentro de nuestras propias costumbres personales, comunitarias, institucionales y eclesiales, como con los poderes que configuran la dimensión estructural de la sociedad. El reino tiene una proa contracultural inevitable. ¿Cómo vivir el conflicto de manera pascual, creadora?
Ignacio fue sometido a ocho procesos de la Inquisición. “Fue acusado de alumbrado en Alcalá (1526 y 1527), de erasmista en Salamanca (1527), de “seductor de estudiantes” en París (1529 y 1535), de católico desviado en Venecia (1537), de “lobo luterano disfrazado de oveja romana” (1538), y de transgresor de las normas con las arrepentidas en Roma (1546)”. (IGNACIO CACHO NAZABAL, Íñigo de Loyola, el heterodoxo, Universidad de Deusto, 2006). La restauración y crecimiento de la Compañía estuvieron marcados por fuertes contradicciones. “Desde el año oficial de la supresión la Compañía ha sufrido al menos unas 30 supresiones y expulsiones” (Manuel HURTADO S.J. La supresión de la Compañía de Jesús. Historia y actualización).
El P. Arrupe conectó la Compañía actual con el espíritu innovador de sus inicios y con el profetismo anterior a la supresión. Nosotros vivimos hoy en ese impulso asumiendo un gran desafío. Como dijo Kolvenbach en el traslado de los restos de Arrupe al Gesù: “S. José Pignatelli y el P. Arrupe, se adentran en el misterio de una voluntad de Dios que exige sacrificios por la vida de la Iglesia y que algunas veces impone el deber de sufrir con amorosa humildad, a manos de la Iglesia”. (GIANNI LA BELLA, (ed.); Manuel ALCALÁ, La dimisión de Arrupe, Ed. Sal Terrae - Mensajero, 2007, p. 953).
El vino no llega al final de su transformación cuando le pegan desde fuera en el lomo de la botella la etiqueta de una marca con prestigio en el mercado, sino cuando lleva dentro de sí mismo el sabor y el aroma. El vino nuevo del reino, lleva dentro el sabor de la consolación que sólo puede venir del resucitado al final de las pasividades pascuales.
8. En el centro de nuestra espiritualidad: permanecer en el Jesús podado.
Una palabra se repite once veces en una parábola tan breve: permanecer. Es como una obsesión que teje todo el texto, la clave que todo lo explica. En las podas lo importante es permanecer pegados al tronco de donde nos llega la vida, aunque todo parece muerte.
Cuando caen los primeros golpes del hacha, el peligro es dispersarse como los discípulos al comienzo de la noche en el huerto de Getsemaní. La “nada” del sarmiento cortado destinado al fuego, se opone al “mucho fruto” duradero del que permanece en el amor creador que nunca deja de llegar desde Jesús al lado de las mismas cicatrices de la poda.
La supresión y la restauración nos sitúan en el centro de nuestro carisma que es al mismo tiempo, íntimo e histórico, creador y pascual, de obediencia al Papa y de fidelidad al futuro del reino. Si muchos jesuitas no hubiesen vivido la supresión y restauración en este espíritu evangélico, la Compañía se hubiese convertido en cenizas en el fuego de la persecución como los sarmientos quemados, y no hubiese emergido cuarenta años más tarde con tanta fortaleza. Resucitamos desde la misma profundidad en la que morimos.
En los Ejercicios Espirituales la meditación de las tres maneras de humildad constituye un punto de inflexión. Ahí se abre una puerta contemplativa que nos lleva a situar nuestra vida en el misterio de la locura del Dios vuelto hacia nosotros, encarnado en el Hijo. Es necesario escuchar las palabras de Ignacio en toda su fuerza y su desmesura: “Por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo” (EE 167).
Al acercarnos al Diario Espiritual de Ignacio comprendemos mejor la relación con Dios que está implicada en esa forma de humildad. Es “la humildad amorosa” con Dios, “no temerosa”, (DE 178), que debe extenderse a nuestra relación con todas “las criaturas” (DE 179). Tal vez hoy la frase que mejor resume esta actitud no sea tanto “a mayor gloria de Dios”, muy marcada por la historia ambigua de nuestras grandezas, sino “en todo amar y servir” uniéndonos a la humildad de Dios en su relación con nosotros, pues Dios en la historia es nuestra servidor.
Vivimos la humildad, no simplemente en el nombre de la Trinidad, ante su vista, siguiendo la dirección que nos señala desde una distancia infinita su índice extendido, sino sumergiéndonos en su misterio de humillación y de humildad, que es misterio de vida para nosotros, surgiendo desde el abajo más destruido de la realidad.
9. Cuando somos echados al basurero de la historia, somos arrojados al corazón de Dios.
Con la supresión, la Compañía no sólo fue sacada de circulación, sino que la ejecutaron con tanta exhibición de fuerza y crueldad, con tanta ignominia, que sus enemigos pretendían que su memoria quedase enlodada para siempre, que no pudiese resurgir nunca más, y que en las futuras relecturas de la historia no fuese posible rehabilitarla.
Pero al ser humillada y arrastrada al basurero de la historia, la Compañía también fue arrojada al misterio de la humildad de Dios, al humus fecundo de la realidad donde el “Padre siempre trabaja” (Jn 5, 17), acogiendo el dolor de las víctimas, y asumiendo también la violencia de los victimarios. Al rodar por el lodo, al ser socialmente eliminada y religiosamente condenada, al bajar a la muerte, la Compañía se encontró con el Padre que acoge a todas las víctimas, de la misma manera que acogió a Jesús en el grito desamparado de la cruz y en el silencio de la sepultura clausurada con los sellos del poder imperial. Sin saberlo sus enemigos, al echar la Compañía a la fosa, la arrojaron al corazón de Dios, a su latido creador, a su vientre fecundo. El dolor de la Compañía se convirtió en el dolor de Dios, que es amor, y el Amor transforma el dolor en ternura y la muerte en vida nueva.
Además de la parábola de la poda, en el evangelio de Juan, Jesús ilumina su pasión con dos imágenes muy gráficas. La pascua se parece al grano de trigo echado a la tierra que cae sobre él y lo sepulta, pero da mucho fruto, (Jn 12,23-26), y a una mujer que sufre con la incertidumbre y la estrechez del parto, pero se alegra con la vida nueva que trae al mundo (Jn 16, 21). El tiempo de silencio de Dios en la historia, cuando el mal triunfa y parece que Dios no hace nada, los victimarios celebran y el servidor se muerde los labios, en realidad es tiempo de gestación de lo nuevo que se desarrolla protegido de los enemigos por la discreción de Dios, en el respeto a la libertad de las personas y al ritmo de los procesos de la historia (Is 42,14).
Somos fecundos en la humildad de Dios, si tenemos nuestras raíces bien plantadas en la realidad donde Él está oculto y desde donde todo lo rehace porque su amor al mundo y su imaginación para abrir la historia a posibilidades nuevas siempre se actualiza en cada coyuntura. Nuestro futuro sólo es posible si está enraizado en la humildad de Dios, “que es el más profundo de sus misterios” (F. VARILLON, L´humilité de Dieu, Le Centurion, Paris 1974, 37) La humildad fecunda de Dios se oculta en la larga historia que va desde el dolor de la poda, hasta el sabor del vino de la nueva cosecha que compartimos. Dios no nos dice como si fuese un ídolo: “Humíllate ante mí”, sino “humíllate conmigo”, recorre de mi mano los escondidos procesos de la pascua que todo lo rehace.
Lo realmente nuevo viene de la cruz. Sólo los que han muerto y resucitan pueden renovar la tierra, porque experimentan en su propia carne lo más bajo de la condición humana, lo más injusto y frágil, pero al mismo tiempo resucitan por una fuerza que les llega desde más allá de ellos mismos, que transforma lo muerto en una posibilidad sin estrenar. No resucitamos como un proceso de recuperación de lo antiguo, sino como la encarnación de un don inédito de Dios.
Lo mismo que la supresión de la Compañía con la sanción de la autoridad religiosa y a bayoneta calada, también la crucifixión de Jesús fue un espectáculo estremecedor, público, bien visible, con exhibición de poder, con sentencias, uniformes, soldados, armas y rituales de muerte. Sin embargo la resurrección de Jesús fue humilde, silenciosa, sin ninguna imposición, ofrecida en la intimidad al “ver creyente” de sus amigos, y su misión sigue creciendo viva en la carne frágil de sus seguidores.

En resumen podemos afirmar, que el golpe de los enemigos no busca podar sino destruir, pero el Padre transforma ese hachazo de muerte en ramas humildes y tiernas. La supresión y restauración de la Compañía, la “mínima Compañía”, puede ser una gran parábola para asumir nuestros tiempos actuales de poda con “fidelidad creativa”, personal e institucional, en las “fronteras existenciales” de la realidad donde nos encontramos al lado del pueblo de Dios, podado más cruelmente que nosotros, que camina por la historia mutilado y resucitado al estilo de Jesús.

Frases de Mons. Romero y la Biblia

a)    Que no digan, pues que no leemos la Biblia. No solo la leemos, sino que la analizamos, la celebramos, la encarnamos y la queremos hacer vida nuestra.
b)   Si venimos a ratificar nuestra fe en la Misa dominical, que la Palabra de Dios sea como espada penetrante y que no nos deje tranquilos, que penetre las coyunturas más íntimas de nuestro ser, que nos problematice, que nos cuestione, que no nos deje dormir tranquilos, mientras no hagamos algo por el Reino de Dios y su Evangelio
c)    La Fe no solo consiste en creer con la cabeza lo que nos dice el Evangelio, sino entregarse con el corazón y la vida.
d)   Lástima que nuestra religión a veces ha traicionado el Evangelio.
e)    El Éxodo es un libro precioso para que aprendamos qué es la Dignidad del hombre y de la Mujer.
f)     No tenemos que traer el Evangelio literal de hace veinte siglos, sino el Evangelio que la Iglesia, arrancando de aquel Evangelio de Cristo, va aplicando a las circunstancias de cada tiempo.
g)   Devotos de la Justicia: Cada uno de nosotros tiene que ser un devoto enardecido de la justicia, de los Derechos Humanos, de la libertad, de la igualdad, pero mirándolos a la luz del Evangelio Servir a las mayorías pobres: Hay que combatir el egoísmo que se esconde en quienes no quieren ceder de lo suyo  para que alcance para los demás. Hay que volver encontrar la profunda verdad evangélica de que debemos servir a las mayorías pobres.
h)   El que quiera estar demasiado bien, el que quiera salvar su vida -eso quiere decir expresión- estar bien, salvar la vida, no comprometerse, no meterse en líos, en problemas, pues ese la va a perder. Hermanos, esta es una sentencia de Cristo.
i)     La Liberación: El grito de Liberación de este pueblo es un clamor que sube hasta Dios y que ya nada ni nadie pueden detener.
j)     La Biblia: La Biblia es el libro modelo para aprender allí a vivir esa relación maravillosa de la Fe y la Política.
k)    Injusticia social: No hay pecado más diabólico que quitarle el pan al que tiene hambre.
l)     Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre, al sufrimiento y la dolor, como Cristo, no para sí, sino para la Justicia y la Paz a nuestro Pueblo.
m) La Palabra de Dios, pues, según San Pablo en la lectura de hoy, tiene que ser  una Palabra que arranque de la eterna antigua Palabra de Dios pero que toque la llaga presente, las injusticias de hoy, los atropellos de hoy, y esto es lo que crea problemas. Esto es ya decir: “La Iglesia se está metiendo en política, la Iglesia se está metiendo a comunista”. Ya aburren con esa acusación.
n)   No podemos jugar con la palabra de Dios, no podemos adaptar la palabra de Dios a nuestros caprichos y conveniencias, no podemos hacer de la Palabra quemante de la Biblia una Palabra  “que puede sonar en cualquier parte del mundo porque no es de ninguna parte del mundo”.
El 24 de marzo de 1980 fue asesinado Mons. Romero en el Salvador, cuando celebraba la Eucaristía.


22° domingo Ordinario; 31 de agosto del 2014

Jeremías 207-9; Salmo 62; Romanos 121-2; Mateo 1621-27

El tema central de este domingo está orientado hacia la voluntad de Dios. La salvación, el encontrar la vida, consiste en “seguir a Jesús” y no en adelantarnos a Él, en querer imponerle nuestra voluntad, como Pedro.
Y es fácil entender por qué nos pasa esto: porque el camino de Jesús no siempre es fácil; siempre implica una cierta dosis de renuncia, de dolor, de desconcierto; pero como señala el Evangelio, ese es el camino de la vida verdadera, es la forma de ganarla. Y esto no es una cuestión “masoquista” del cristianismo; sino una condición de la vida misma. El conseguir la autenticidad, el ser fiel a los valores, el crecer, madurar, implican mucha renuncia. No es fácil llegar a ser una persona libre, auténtica, fiel a sus valores. Es más fácil dejarse arrastrar por el río, que nadar en su contra. En el fondo, dejarse llevar por las pasiones es mucho más fácil, que ordenarlas, que ponerles cauce.
Esto es lo que testimonia el gran Profeta Jeremías. Él quisiera “ya no acordarse del Señor ni hablar más en su nombre”. ¿Por qué? Porque se ha convertido en la burla de todos y las amenazas de muerte en su contra crecen momento a momento. Él ha tenido que “anunciar a gritos violencia y destrucción”, justamente porque el pueblo de Israel se había apartado del camino de la vida.
Hacer la voluntad de Dios no es fácil, a pesar que lo que Él quiere es simplemente que sepamos amar; que “salgamos –como diría San Ignacio- de nuestro propio amor, querer e interés”, a fin de encontrarnos con Dios. Amar implica una renuncia, implica orden, implica fidelidad, constancia; y eso cuesta; pero éste es el único camino que nos garantiza “vida verdadera”; lo otro nos lleva a una felicidad aparente, a una falsa vida, que a final de cuentas termina con la muerte. Como dice el Evangelio de hoy, “el que no renuncie a sí mismo, pierde su vida. Y si la pierde, ¿con qué la podrá recuperar?”
Por eso resulta muy complicado hacer la voluntad de Dios, y preferimos tomar el camino fácil para no complicarnos;  aunque, ya sabemos, que al final el costo será demasiado alto.
Jeremías vive esta contradicción: Dios lo llama a denunciar el pecado de su pueblo; pero eso lo llevará a la muerte. ¿Qué hacer? Se resiste; incluso piensa en “olvidarse del Señor y dejar de hablar en su nombre”. Pero, ¿por qué no lo hace? Justo porque Dios lo ha seducido. Simplemente. Él está enamorado de su Señor y esa experiencia lo hace seguir adelante pase lo que pase. Experiencia terrible que la vive como un “fuego ardiente”, “encerrado en sus huesos”; algo que él se esforzaba por contener, pero que no podía.
Este es el verdadero drama de los  seguidores de Jesús. Hay que actuar o asumir situaciones que nos comprometen con costos muy altos; pero si hemos experimentado “el fuego ardiente”, saldremos victoriosos.
En Jesús pasa algo parecido. Anuncia que “tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho”, pero su cuerpo se resiste, como en la oración del huerto en la que pide a su Padre que lo libre de ese cáliz. Por eso, cuando Pedro le dice que eso no lo permita Dios, Jesús explota, identificando a Pedro con Satanás. Esa es justo la peor tentación que Jesús ha sufrido a lo largo de toda su vida: realizar su Misión sin denuncias, sin confrontación y, a final de cuentas, sin muerte. Pero, ¿la alternativa es dejar todo como estaba? Imposible. Su fuego interior hace parar en seco a Pedro, única forma como Jesús supera la tentación. Él seguirá adelante hasta su entrega total.
La actitud de  Pedro nos revela la esencia del discernimiento. Él no escucha a Jesús; no le gusta el camino de “perder la vida”. Pedro quiere lo fácil: casi diríamos el camino de los milagros, de la multiplicación de los panes, del Jesús poderoso que manda sobre el mar y los vientos; pero no quiere al Jesús débil que sea torturado a manos de sus adversarios. Pedro no sigue a Jesús, sino se le adelanta; le quiere marcar el camino; no escucha; no acepta un camino diferente al que él acaricia.
Finalmente, San Pablo en la carta a los Romanos nos da unas pistas muy concretas para realizar el discernimiento:
1.      Éste sucede en el contexto de quien se ofrece como ofrenda a Dios. Es decir, de quien decide vivir entregado al proyecto del Reino. Éste es el verdadero culto.
2.      Implica no acomodarse a los criterios de este mundo. Es decir, a sus valores, a sus intereses, a sus conveniencias.
3.      Lo que supone el siguiente reto: renovar la mente; cambiar nuestra mentalidad por  la del Evangelio; dejar que una nueva manera de pensar nos transforme internamente.
4.      Entonces tendremos capacidad para distinguir cuál es la voluntad de Dios:
a.       Lo que es bueno;
b.      Lo que le agrada;
c.       Lo perfecto.

Que estas lecturas dramáticas nos ayuden a “en todo buscar, hallar y hacer la voluntad de Dios”, como nos invitan los Ejercicios de San Ignacio.

domingo, 17 de agosto de 2014

LOS CORRUPTOS VAMOS A MISA; Lunes, 4 de agosto del 2014

José M. Castillo, sj.
        Hay dos clases de corruptos. Los corruptos activos y los corruptos pasivos. Activos son los que matan, roban, mienten, ofenden o hacen daño de la manera que sea. Pasivos son los que se callan o se cruzan de brazos ante los atropellos y las injusticias que cometen otros y que se tendrían que denunciar, pero los corruptos pasivos se callan o se quedan quietos, para no complicarse la vida. Con la actividad de unos y la pasividad de otros se produce la sociedad corrupta, engendro de todas las violencias y causa de indecibles sufrimientos. Cuando se llega a este extremo, ya no se trata solamente de que, en un país concreto, haya personas corruptas. Eso siempre ha ocurrido. Pero cuando la corrupción se generaliza, ya sea por la acción de unos o por la omisión de los demás, entonces - y es el caso de lo que estamos viviendo ahora mismo en España - lo que ocurre es que el tejido social se daña hasta el extremo de tener que hablar, con todo derecho, de una sociedad corrupta.
        Como es lógico, en una situación así, se echa mano de la codicia de unos, de la ambición de otros, de la desvergüenza de los poderosos, del miedo de los cobardes, etc, etc. Y todo eso es verdad. Pero, no sé si para aportar algo de solución o quizá para echar más leña al fuego, a todo lo dicho, yo quiero añadir un elemento más. Me refiero a la religión. Y digo esto porque se me antoja que la religión está desempeñando, en esta desdichada situación, un papel más importante de lo que quizá podemos sospechar.
        ¿Por qué digo esto? Porque resulta inevitablemente sospechoso que los países del Sur de la UE, que son los países tradicionalmente más cristiano-católicos, son precisamente los países que se han hundido más en la crisis. Porque ha sido en estos países donde la corrupción económica ha dado la cara de forma más generalizada y con hechos más repugnantes y groseros. ¿Cómo se explica que sectores tan “tradicionalmente católicos” de nuestra “católica España” sean sectores tan escandalosamente corruptos?
        Mi punto de vista, en este asunto, es el siguiente. La observancia de prácticas religiosas y la fidelidad a rituales sagrados conlleva inevitablemente una consecuencia que puede resultar peligrosa y hasta suele tener efectos perniciosos. ¿A qué me refiero? Me refiero ante todo a que, con demasiada frecuencia, los rituales religiosos tranquilizan la conciencia inquieta del delincuente. Por ejemplo, un empresario que está ganando más cada año, si esas ganancias se explican (en buena medida) porque paga sueldos que no llegan a los quinientos euros al mes, sin duda alguna ese empresario es un delincuente, por más que sus papeles esté en regla y de acuerdo con lo que otros delincuentes han legislado. Pero, si a todo esto añadimos que el tal empresario, además de delincuente, es religioso - por poco religioso que sea -, entonces  “estamos perdidos”. Y el que cobra un sueldo de miseria, que se olvide de salir de su miseria. La observancia religiosa se encargará de decirle al delincuente que “dios es bueno” y perdona nuestras miserias y pecados. Así funcionan los rituales religiosos. Y así funciona la conciencia humana en demasiados casos.
        Termino con una pregunta. ¿Por qué no pocos obispos (y hay honrosas excepciones) tienen la lengua tan suelta cuando se trata de asuntos relacionados con el aborto o la homosexualidad, al tiempo que esa misma lengua está tan calladita en cuanto afecta a los desahucios, el maltrato a los inmigrantes, los parados, los jóvenes sin futuro, los políticos que organizan la economía de forma que unos cuantos se forran de millones mientras que la clase media se hunde y los trabajadores van perdiendo la esperanza de recuperar los derechos perdidos? Es más (ampliando la pregunta): ¿por qué quienes decimos que somos personas religiosas estamos tan calladitos y tan sumisos a este estado de cosas tan inhumano y tan deshumanizador? Me temo que, como ya dijo lúcidamente Martin Luther King, “el silencio de las buenas personas” es lo que más daño nos hace a todos. Sin duda alguna, los corruptos pasivos nos llevamos la parte del león       


20° domingo Ordinario; 17 de agosto del 2014

Isaías 561.6-7; Salmo 66; Romanos 1113-15. 29-32; Mateo 1521-28

De alguna manera podemos afirmar que el tema de fondo de la liturgia de este domingo gira en torno a la universalidad de la salvación. Ésta es para todos los hombres, sin importar la condición que tengan o, incluso, la religión que profesen.
La contraposición que hacen las 3 lecturas utiliza el paradigma “judío-pagano”; “cercano-lejano”; “santo-pecador”. Y desde aquí se van desprendiendo las enseñanzas que  nos puede dejar este domingo.
La primera surge de la Carta de Pablo a los Romanos: en realidad todos somos partes del binomio anterior. ¿Quiénes no hemos tenido rasgos de santidad; pero, simultáneamente, rasgos de pecadores? Parece que estas figuras objetivadas físicamente en diversas personas o grupos humanos, de hecho sólo son parte constitutiva de nuestra propia interioridad. Así somos: no hay personas totalmente puras, ni totalmente pecadoras; puede haber personas destruidas, pero éste es otro asunto. Desde aquí una primera conclusión fundamental es que, si somos conscientes de nuestra condición humana, no podemos albergar en nuestro corazón ni la soberbia (por sentirnos totalmente puros) ni la desesperanza (por vernos en algunos momentos de nuestra vida sumidos en el pecado).
Pero San Pablo va incluso más lejos: de alguna manera la traición del pueblo judío (los buenos) provocó la conversión de los paganos, pues los apóstoles –ante las persecuciones- tuvieron que ir a predicar a otros pueblos. Y viceversa. San Pablo utiliza la conversión de los pueblos paganos, como acicate para los judíos, a fin de lograr que recapaciten y comprendan al mensaje del Evangelio.
Pero, sea como sea, la propia experiencia de conversión de Pablo lo lleva a afirmar que Dios mismo es quien permitió que todos cayéramos en rebeldía, para manifestarnos ampliamente su misericordia. Dios ha permitido que entráramos en la contradicción, a fin de manifestar más ampliamente su perdón. Como que sólo esta experiencia dialéctica, contradictoria, nos puede poner en el justo medio para no ensoberbecernos, pero también para no desesperarnos ante la fuerza del pecado y la debilidad de nuestra respuesta. Gracia y pecado: es la consigna del cristiano, a fin de poder reconocer a Dios como el único Señor, el único lugar de donde viene la salvación.
Sin embargo, como señala Isaías en la primera lectura, señalando la universalidad de la salvación (cosa extraña en el pueblo de Israel), expone con toda claridad las condiciones que permitirán o no estar dentro del “pueblo de Dios”: no importa quién sea uno ni de dónde venga, ni la religión que  profese. Si “velamos por los derechos de los demás y practicamos la justicia”, nuestras ofrendas y sacrificios serán gratos a los ojos de Dios; el Templo “será casa de oración para todos los pueblos”.
Esta es la verdadera religión: el sacrificio, el holocausto, los ritos, las ceremonias religiosas, no valen nada en sí mismas, separadas de los comportamientos personales que tengamos en nuestra relación con los demás. Lo que hace que nuestras prácticas religiosas sean agradables a Dios, es que vivamos la justicia y protejamos los derechos, especialmente de aquellos que los tienen particularmente conculcados: los pobres, los afligidos, los marginados... Fe y vida; culto y justicia, jamás pueden estar divorciados.
Finalmente, la maravillosa escena descrita en el Evangelio de Mateo, evidencia con toda claridad la progresiva comprensión que Jesús fue viviendo de lo que el Padre quería de Él. Hasta cierto punto este texto es escandaloso. ¿Cómo Jesús, conociendo a Isaías y otros textos del Antiguo Testamento, que ya hablaban de la salvación universal más allá del pueblo judío, se  niega a atender la angustia de la mujer cananea, desesperada por la enfermedad de su hija? La escena tiene que ser histórica, pues difícilmente los evangelistas hubieran podido decir eso de Jesús, si no hubiera habido una base real de historicidad.
Primero, la mujer, con gritos, le pide compasión a Jesús; pero Él no la escucha. El evangelio dice: “Jesús no le contestó ni una sola palabra”. Más bien son los discípulos se hacen solidarios del dolor de la mujer que va gritando detrás de ellos. Pero Jesús sigue obstinado: “Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Sin embargo, la mujer no se da por vencida, a pesar de ser comparada con los perros. Sabe lo que quiere y está dispuesta a conseguirlo, aunque tenga que hacer su orgullo a un lado. No le importa. Finalmente Jesús se conmueve, le concede el milagro y termina reconociendo la gran fe de la mujer.
Para nosotros lo más sorpresivo es que esa mujer cananea opera una conversión en Jesús. Ahí es donde Jesús entiende que el Padre también lo es para los que no son judíos,; que el Padre lo es particularmente para todos los que sufren y con gran fe acuden a Él. No importa, de nuevo, la religión ni el pueblo al que se pertenece. Lo que importa es si se cree en Dios con la radicalidad con la que esa mujer lo hizo.

La fe de esa mujer, pues, desarma a Jesús, cayendo en la cuenta que Él también es para todos. De ahí en adelante la convicción será clara: el amor de Dios por los pequeños, por los que sufren, por los desvalidos, va más allá de cualquier frontera social que los seres humanos hemos puesto. El imperativo es claro: hacer el bien al que sufre; defender los derechos de los otros; obrar la justicia. Todos  somos justos y pecadores; judíos y paganos; pero todos amados por el Padre, comprometido con nuestra felicidad.