Jeremías 3314-16; Salmo 24; 1ª Tesalonicences 312-42;
Lucas 2125-28. 34-36
Comenzamos
el tiempo de adviento; tiempo de esperanza, de espera, de ilusión, de alegría;
pero, ciertamente, enmarcado en la realidad histórica y concreta en la que
vivimos. No podemos soltar las campanas al vuelo y cegarnos ante lo que pasa a
nuestro alrededor. Es la postura que tienen tanto Jeremías en la Primera Lectura, como Lucas en el Evangelio.
La
esperanza la ubican justo en medio de las crisis sociales que vivía el pueblo
de Israel o de la lucha que tendrá que darse para que llegue el Hijo del Hombre
a instaurar la paz y la esperanza en el mundo por el que dio la vida. En
realidad lo que nos están diciendo es que, nos guste o no nos guste, siempre
estarán mezclados lo bueno y lo malo, la esperanza y el fracaso. Jesús lo decía
ya en sus parábolas: siempre habrá trigo y cizaña.
Y
ese es el reto más difícil que nos pone este “tiempo de espera” de lo que ha de
venir, del “Adviento”. Es muy fácil vivir la esperanza cuando todo son
resultados y éxitos; cuando en la vida siempre nos va bien, cuando se nos dan
las cosas. Pero cuando los problemas se nos cruzan en el camino, como puede ser
pérdida del empleo, quiebras económicas, problemas con los hijos, enfermedades,
muertes, etc., etc., entonces esa actitud de fondo a la que nos invita este
tiempo litúrgico, se nos esfuma, y aparece una actitud negativa de rechazo,
frustración, coraje, porque las cosas no salen como queremos; o, como muchas
veces lo vivimos, porque pensamos que siempre nos tiene que ir bien; que la vida
nos debe la felicidad siempre y en todo momento. Partimos de una falsa hipótesis
de que “nos merecemos” que todo vaya bien en nuestras vidas; que alguien –puede
ser Dios, la sociedad, los demás, etc.- nos tienen que ofrecer el camino del éxito.
Pero
como bien lo señalan ambas lecturas, nuestro mundo no es de blancos o negros,
sino de “claroscuros”; y para esta realidad es para la que debemos estar
preparados, con un fundamento inconmovible de esperanza. San Ignacio, en sus
Ejercicios lo señala: debemos tener paz, aun cuando perdamos la riqueza, la
salud, la buena fama o incluso la vida.
Pero
esto no se consigue nada más con voluntarismo. La Escritura nos señala
constantemente que debemos estar preparados con las lámparas encendidas, con el
aceite suficiente, rebosantes de amor mutuo –como señala San Pablo- y de amor “hacia
todos los demás”. “Vivan como conviene” –nos dice-. Y Jesús invita a “estar
alertas, para que los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida
no entorpezcan la mente” y cuando llegue la crisis no “nos sorprenda
desprevenidos”. Y para ello nos invita a “velar y orar”, a fin de que cuando
las realidades oscuras de la vida aparezcan, no nos quiten ni la paz ni la
esperanza.
Ahora bien, ¿quién puede soportar las
grandes crisis de la vida sin perder la paz? ¿Quién puede tener esperanza después
de los fracasos, de las enfermedades, de la muerte? La respuesta del Evangelio
es: el que está abierto al don de Dios, a su gracia; quien mira la vida como un
regalo; quien se deja tomar por las manos del Padre; quien vive la vida desde
la gratuidad y no desde la tarea y el esfuerzo. No nos ganamos ni la vida, ni
la salvación, ni la salud…; todo es gracia; todo es regalo de Dios. Por eso la
fe está implicada en esta actitud; por eso se nos pide orar y velar; amar a los
demás; confiar, experimentar la bondad y amor de Dios mismo.
En la vida tenemos muchas tareas que
realizar, y por eso esperamos que las cosas nos salgan bien. La “espera” es lo
concreto, muchas veces fruto de nuestro propio esfuerzo. Pero la “esperanza” es
otra cosa. Ésta es una dimensión teologal; es la actitud básica del cristiano
que está abierto a la trascendencia; que ha experimentado a Dios; que sabe que
lo acompaña, como el Buen Pastor, por valles y cañadas; de día o de noche; en
las buenas o en las malas.
Tal “esperanza” es la que ahora
alimenta este primer domingo de Adviento. “Dios hará nacer –afirma Jeremías- del
tronco de David un vástago santo, que ejercerá la justicia y el derecho en la
tierra”. Entonces dirán “el Señor es nuestra justicia”. Lo mismo que se anuncia
en el Evangelio: el Hijo del Hombre vendrá “con gran poder y majestad”. E
incluso parece decirnos que cuando las cosas estén realmente mal, cuando se
acerca lo más profundo de la noche, es cuando el día ya va a despuntar; es
cuando “se acerca la hora de la liberación”.
Adviento,
pues, implica una actitud radical de apertura al misterio, de confianza absoluta
en Dios; de recrear de nuevo la “esperanza” en que de arriba nos viene la
salvación; es una invitación radical a vivir la vida como “don” y no como “tarea”,
aunque ésta también esté presente.
Cultivemos esta actitud, como la
mejor manera de prepararnos para la Navidad.