Artículo
en la Revista Nexos de Luis Ángel Monroy Gómez
Franco
Usualmente cuando
se habla de pobreza se le piensa en términos materiales, ya sea en términos de
si se tienen o no los suficientes recursos para comprar los bienes y servicios
que satisfacen las necesidades básicas, o en términos de si se tiene acceso a
ciertos derechos sociales, como la vivienda, la salud, la educación, la
seguridad social y la alimentación.1 Esto
ha hecho que la mayoría de los economistas nos enfoquemos en analizar los
efectos materiales de la misma. Es decir, la prioridad ha sido analizar cómo es
que la condición de ser pobre –o no– afecta el desarrollo fisiológico de las
personas, cómo impacta en el desarrollo de vida de las personas (ya sea
educativa o profesionalmente), cómo reduce la cantidad de bienes a los que se
puede tener acceso y cómo impacta eso a las personas. Hasta hace muy poco no
existían investigaciones sistemáticas sobre cómo la pobreza afecta a algo mucho
más crucial que todo lo anterior: la forma en que las personas toman
decisiones.
Ser pobre o no
implica contextos radicalmente diferentes bajo los cuales se toman decisiones.
Específicamente, las personas en situación de pobreza toman todas sus
decisiones en un contexto de escasez, mientras que las no pobres no lo
hacen necesariamente. La escasez, o percepción de escasez, se refiere a
tener o no los recursos (monetarios o de otra índole) necesarios para
satisfacer nuestros deseos. Bajo esa definición es posible decir que todo mundo
sufre de escasez en al menos una dimensión: no se tiene dinero suficiente para
comprar el coche que se desea o no se tiene el tiempo suficiente para hacer todas
las actividades que queremos realizar en vacaciones, por poner dos ejemplos.
Sin embargo, no es lo mismo pensar o decir “no tengo dinero suficiente para
comprar un coche” que “no tengo dinero suficiente para comprar la comida”, o
“no tengo suficientes vacaciones para ver todo lo que quiero ver” que “no tengo
suficiente tiempo para cuidar a mi hijo enfermo”. La diferencia es que en el
caso de la primera opción de cada una de las comparaciones se hace referencia a
una situación sobre la cual las personas pueden optar por ajustar sus deseos,
mientras que en el segundo caso se trata de situaciones o necesidades sobe las
cuales no se puede hacer un ajuste. Y es a estas últimas a las que más se
enfrentan los pobres.
Sendhil
Mullainathan y Eldar Shafir, en su libro Escasez: ¿Por qué
tener tan poco significa tanto?, publicado en español por el Fondo de
Cultura Económica, resumen buena parte de la investigación más reciente sobre
los efectos que tiene la escasez en la toma de decisiones. Esta investigación
apunta a que la escasez distorsiona en dos sentidos la percepción de la
realidad. Por un lado, provoca “visión de túnel”: la visión de túnel es cuando
la persona en cuestión sólo se concentra en resolver aquella situación más
urgente para cuya resolución carece de recursos suficientes; es decir, enfrenta
escasez. Esto tiene un lado bueno, pues genera un bono de “productividad” en la
resolución del problema en cuestión. Es decir, ante un contexto de escasez,
somos más cautelosos y racionales en nuestras decisiones, buscando desperdiciar
lo menos posible los recursos. El lado malo es que quedan fuera de la atención
de la persona elementos menos urgentes, pero no menos importantes. La visión de
túnel a su vez distrae recursos cognitivos: la persona no deja de pensar en
aquello que tiene que resolver en un contexto de escasez, lo que deja menos
recursos cognitivos disponibles para otras actividades. La visión de túnel, por
tanto, cobra un impuesto cognitivo. Estas distorsiones no son voluntarias, son
reacciones al ambiente de escasez.
La literatura ha
identificado que dichas distorsiones aparecen en múltiples ámbitos de
escasez. Piénsese, por ejemplo, en la persona que tiene que pagar la
renta en una semana y no tiene suficiente dinero. Olvidará que en dos días
tiene una cita con el médico o la cancelará (visión de túnel), o incluso hará a
un lado otras cuentas pendientes. Explorará todas las opciones posibles y
optará por pedir un préstamo a una muy alta tasa de interés (“luego veré cómo
lo pago”, pensará). Antes de ir a solicitar ese préstamo, prestará menos
atención en el trabajo, o se enojará con mayor facilidad con su familia, pues
no deja de pensar en la renta (impuesto cognitivo). La situación posiblemente
resulte familiar, todos hemos enfrentado escasez de tiempo o de dinero. La
cuestión es que los pobres las enfrentan permanentemente. Vale la pena
parafrasear a Mullainathan y Shafir: la investigación reciente sugiere que no
es que los pobres sean diferentes a los no pobres, es que la pobreza hace
actuar diferente a las personas.
Si la escasez
afecta de manera tan acuciada los procesos cognitivos, es necesario considerar
otras dimensiones de la pobreza; la temporal, particularmente. La investigación
que hay sobre el tema para México2 apunta
a que los hogares que son pobres en términos materiales, también son
usualmente pobres de tiempo. Es decir, de las 24 horas del día, la mayor parte
de su tiempo se distribuye entre el trabajo no doméstico y el trabajo
doméstico, dejando sólo una mínima parte para actividades de descanso o
recreativas individuales o con la familia. Esto implicaría que las personas en
situación de pobreza no sólo se enfrentan a las restricciones materiales, sino
que también sufren de una fuerte escasez temporal, agravando los efectos arriba
señalados.
Los sesgos
cognitivos que se han identificado como inducidos por la escasez son
particularmente graves para los pobres, porque son sesgos que hacen más difícil
la superación de la pobreza. La visión de túnel implica que se prefiere aquello
que resuelve necesidades urgentes, pero que no necesariamente las resuelve de
manera permanente. Esto implica, por ejemplo, que se adquieran préstamos para
salir al paso, sin considerar que con cada nuevo préstamo se incrementa la
cantidad de deuda total a pagar en el futuro y, por tanto, se incremente la
escasez futura de dinero. En lugar de resolver el problema, la escasez hace
tomar decisiones que, como mencionan Mullainatan y Shafir, hacen que en un
futuro se incremente la escasez. Para las personas en pobreza esto implica que
los sesgos cognitivos provocados por la escasez empujan a decisiones que
generan mayor pobreza en el futuro.3
Y muchas veces las
consecuencias no se quedan en una generación. Si la escasez absorbe buena parte
de los flujos cognitivos de los padres pobres, éstos tendrán una menor
disposición a interactuar con sus hijos, o simplemente no tendrán el tiempo
libre para hacerlo. Las investigaciones sobe desarrollo infantil temprano
apuntan a que los estímulos tempranos que reciben los niños afectan de forma
persistente su desarrollo posterior. Si los padres pobres estimulan menos a sus
hijos como consecuencia de su propio agotamiento cognitivo causado por la
pobreza, sus hijos a su vez tienen una mayor probabilidad de desarrollar menos
sus habilidades cognitivas, lo que al interactuar con la pobreza vuelve más
difícil que salgan de ella.
Vale la pena
recalcar que las distorsiones cognitivas asociadas a la escasez ocurren lo
quiera o no la persona y no tienen que ver con la capacidad cognitiva, afectan
cómo se usa dicha capacidad. Son reacciones de la mente humana al contexto en
que tiene que decidir. Basta pensar, por ejemplo, en cómo se comporta cuando se
tiene una entrega de trabajo urgente ¿No se es acaso más distraído en lo que se
hace? ¿No se cometen más errores en cosas no relacionadas a lo urgente? ¿Esos
errores y esa distracción son intencionales? Ahora vale imaginar que
siempre se está en ese estado, y que todas las decisiones son cruciales. Eso es
la pobreza, un contexto de escasez permanente en el cual hay que tomar
decisiones vitales. Y ese contexto, al empujar a los pobres a ciertas
conductas, les estaría haciendo actuar de forma tal que sigan siendo pobres aun
en contra de sus deseos. Los pobres no siguen siendo pobres porque quieren, es
la pobreza la que no les permite dejar de serlo.
Marzo
2016.