Samuel 127-10. 13; Salmo 31; Gálatas 216. 19-21;
Lucas 736-83
La liturgia de este domingo toca directo el tema de la misericordia
y el perdón; y deja colgando el tema del “castigo”. ¿Basta con perdonar o también
hay que castigar al pecador? ¿Basta con perdonar al criminal o tiene que purgar
su pena? Es quizá uno de los temas más complicados que toca el Evangelio y que
se contrapone al deseo natural y espontaneo del ser humano de castigo y
venganza. En los términos de nuestra sociedad diríamos: “todo aquel que comete
un crimen, tiene que pagarlo”.
El Evangelio de este domingo, sin duda, propone otro camino radicalmente
distinto, aunque quizá –ante nuestros ojos- inviable. La página de Lucas es
insuperable y maravillosa. Jesús es
invitado a comer por un fariseo. Una
mujer “de mala vida” se entera y se lanza a buscarlo. Se pone detrás de Jesús;
llora; moja sus pies con sus lágrimas; los enjuga; y no deja de besarlos. El fariseo se escandaliza y en su
pensamiento desacredita a Jesús: “Si fuera profeta, sabría qué clase de mujer
lo está tocando”.
Tres son los personajes en juego puestos en una relación sumamente
compleja. El Fariseo se siente justo;
pero quizá es el de mayor pecado. La soberbia, la autosuficiencia, el juicio
sobre los demás desde sus parámetros, y no desde los de Dios, es su pecado. La mujer es pecadora; no es una santa. Para
la ley judía, era de los peores pecados: tocarlas era quedar contaminado.
Jesús el que está en medio de los dos. Siente la mirada condenatoria
del Fariseo; pero prescinde de ella; se deja tocar por la Mujer; Él va más allá
de su exterior pecaminoso, para encontrar un corazón herido, dolido,
arrepentido, amante. La mujer, solamente llora; besa; trata de amar de manera
diferente a como había amado en su vida anterior.
Pero su arrepentimiento no puede ser captado por el Fariseo: tiene
ojos y no ve; porque en su corazón no hay misericordia; sólo existe “la Ley”. Ve
la paja en el ojo ajeno, pero no ve la viga que tiene en el suyo. Mientras la
mujer ama, el Fariseo condena.
Jesús está atrapado en medio de dos frentes: la misericordia y la
justicia; el perdón o la condena; la absolución o el castigo. Pero, ¿cómo
tratar a una persona que lo ha invitado a comer, que se ha mostrado bondadoso
con Él, que sin duda lo ha buscado porque quiere conocerlo? Quizá también está
conmovido como la mujer, pero aún no sabe cómo recibir y vivir la radical
novedad que trae Jesús con su mensaje del Reino. ¿Qué puede decir o hacer Jesús
que responda a las lágrimas de la mujer y, al mismo tiempo, que comprenda el
momento en el que el Fariseo se encuentra en ese camino hacia la conversión?
Magistralmente Jesús tiende el lazo que hará posible comprender la
realidad de cada uno de los actores que se encuentran en esa tensión
contradictoria. Con la misma misericordia con la que se dirigirá a la Mujer,
ahora se dirige a Simón: “¿Has visto lo que ha hecho esta mujer? Pues has tú lo
mismo”. Ella ha amado por encima de su propia realidad de prostituta, de la
condena de la ley mosaica, del rechazo de su propio pueblo; se arriesgó al peor
fracaso de su vida: la posibilidad de ser rechazada por Jesús era algo real; y
entonces sí, ninguna esperanza le hubiera quedado en la vida. Pero, no; como el
mismo Maestro le reconocerá: su fe la salvó. Como dirá San Pablo, ella “creyó
contra toda esperanza”; ¡y ganó! Pero no sólo creyó. Creer fue la condición
para el siguiente paso: amar hasta el extremo: porque creyó que no iba a ser
rechazada, se lanzó a amar. Y ese amor le abrió las puertas del Reino de Dios,
las puertas de una vida que hasta ahora no había no sólo experimentado, sino ni
siquiera soñado.
Jesús la rescata; y la rescata contra la condena de Simón el
Fariseo: con una bondad y delicadeza extraordinaria, describe perfectamente los
signos que revelaron su amor infinito: lloró, lavó, besó, ungió. Pero también
el Maestro rescata a Simón: no lo condena, sino le hace ver lo que ha de estar
en el fondo de la relación con Dios: no el cumplimiento de la Ley; sino el amor
a una persona. El pecado de la pecadora se convierte ahora en causa de su
propio perdón.
Y aquí Jesús juega con una doble dialéctica: al que mucho se le
perdona, mucho ama; pero también, porque ama mucho, se le perdona todo. El
recibir el perdón, nos lanza a amar incondicionalmente; pero el amar de esa
forma, nos obtiene el perdón.
El Fariseo estaba entrampado en el cumplimiento de la Ley; pero
tenía un atisbo de esperanza en lo que había escuchado y conocido del Maestro. Jesús
también lo perdona; lo invita a amar poniéndole el ejemplo de la Pecadora. Cosa
aberrante para un fariseo, pero no para los seguidores del Camino, para los que
quieren entrar al Reino. “Los pecadores y las prostitutas nos aventajarán en el
Reino de los Cielos”.
En su perdón a la pecadora, no le cierra tampoco las puertas al
Fariseo: lo invita a dar el paso que quizá él mismo estaba buscando, pero no
sabía cómo darlo o no se atrevía a hacerlo. A ambos perdona Jesús y así
maravillosamente va trazando las líneas que conformarán el Reino: misericordia,
amor, perdón, fe. Y para nada “el cumplimiento de la Ley”. En la 2ª Lectura lo
dirá San Pablo: “El hombre no llega a ser justo por cumplir la ley, sino por
creer en Jesucristo”.
Las lecturas terminan sin castigo para nadie; sólo con la invitación
de no volver la vista atrás. En nuestra sociedad deseamos el castigo y la pena
para el criminal: no hay remisión si no se cumple la condena. Pero, ¿eso ha
resuelto algo? Parece, de acuerdo al Evangelio, que mientras no se toque el
corazón del pecador, ningún castigo ni cumplimiento de la ley, lo hará cambiar
sus conductas.