domingo, 12 de junio de 2016

11 domingo ordinario; No apartar a nadie de Jesús; José Antonio Pagola

Vete en paz.
Según el relato de Lucas, un fariseo llamado Simón está muy interesado en invitar a Jesús a su mesa. Probablemente, quiere aprovechar la comida para debatir algunas cuestiones con aquel galileo que está adquiriendo fama de profeta entre la gente. Jesús acepta la invitación: a todos ha de llegar la Buena Noticia de Dios.

Durante el banquete sucede algo que Simón no ha previsto. Una prostituta de la localidad interrumpe la sobremesa, se echa a los pies de Jesús y rompe a llorar. No sabe cómo agradecerle el amor que muestra hacia quienes, como ella, viven marcadas por el desprecio general. Ante la sorpresa de todos, besa una y otra vez los pies de Jesús y los unge con un perfume precioso.

Simón contempla la escena horrorizado. ¡Una mujer pecadora tocando a Jesús en su propia casa! No lo puede soportar: aquel hombre es un inconsciente, no un profeta de Dios. A aquella mujer impura habría que apartar rápidamente de Jesús.

Sin embargo, Jesús se deja tocar y querer por la mujer. Ella le necesita más que nadie. Con ternura especial le ofrece el perdón de Dios, luego le invita a descubrir dentro de su corazón una fe humilde que la está salvando. Jesús sólo le desea que viva en paz: «Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado. Vete en paz».

Todos los evangelios destacan la acogida y comprensión de Jesús a los sectores más excluidos por casi todos de la bendición de Dios: prostitutas, recaudadores, leprosos... Su mensaje es escandaloso: los despreciados por los hombres más religiosos tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios. La razón es sólo una: son los más necesitados de acogida, dignidad y amor.
Algún día tendremos que revisar, a la luz de este comportamiento de Jesús, cuál es nuestra actitud en las comunidades cristianas ante ciertos colectivos como las mujeres que viven de la prostitución o los homosexuales y lesbianas cuyos problemas, sufrimientos y luchas preferimos casi siempre ignorar y silenciar en el seno de la Iglesia como si para nosotros no existieran.

No son pocas las preguntas que nos podemos hacer: ¿dónde pueden encontrar entre nosotros una acogida parecida a la de Jesús? ¿a quién le pueden escuchar una palabra que les hable de Dios como hablaba él? ¿qué ayuda pueden encontrar entre nosotros para vivir su condición sexual desde una actitud responsable y creyente? ¿con quiénes pueden compartir su fe en Jesús con paz y dignidad? ¿quién es capaz de intuir el amor insondable de Dios a los olvidados por todas las religiones?


11° domingo ordinario; 12 de junio del 2016; Homilías Fdo Fdz, sj

Samuel 127-10. 13; Salmo 31; Gálatas 216. 19-21; Lucas 736-83

La liturgia de este domingo toca directo el tema de la misericordia y el perdón; y deja colgando el tema del “castigo”. ¿Basta con perdonar o también hay que castigar al pecador? ¿Basta con perdonar al criminal o tiene que purgar su pena? Es quizá uno de los temas más complicados que toca el Evangelio y que se contrapone al deseo natural y espontaneo del ser humano de castigo y venganza. En los términos de nuestra sociedad diríamos: “todo aquel que comete un crimen, tiene que pagarlo”.
El Evangelio de este domingo, sin duda, propone otro camino radicalmente distinto, aunque quizá –ante nuestros ojos- inviable. La página de Lucas es insuperable y maravillosa. Jesús es invitado a comer por un fariseo. Una mujer “de mala vida” se entera y se lanza a buscarlo. Se pone detrás de Jesús; llora; moja sus pies con sus lágrimas; los enjuga; y no deja de besarlos. El fariseo se escandaliza y en su pensamiento desacredita a Jesús: “Si fuera profeta, sabría qué clase de mujer lo está tocando”.
Tres son los personajes en juego puestos en una relación sumamente compleja. El Fariseo se siente justo; pero quizá es el de mayor pecado. La soberbia, la autosuficiencia, el juicio sobre los demás desde sus parámetros, y no desde los de Dios, es su pecado. La mujer es pecadora; no es una santa. Para la ley judía, era de los peores pecados: tocarlas era quedar contaminado.
Jesús el que está en medio de los dos. Siente la mirada condenatoria del Fariseo; pero prescinde de ella; se deja tocar por la Mujer; Él va más allá de su exterior pecaminoso, para encontrar un corazón herido, dolido, arrepentido, amante. La mujer, solamente llora; besa; trata de amar de manera diferente a como había amado en su vida anterior.
Pero su arrepentimiento no puede ser captado por el Fariseo: tiene ojos y no ve; porque en su corazón no hay misericordia; sólo existe “la Ley”. Ve la paja en el ojo ajeno, pero no ve la viga que tiene en el suyo. Mientras la mujer ama, el Fariseo condena.
Jesús está atrapado en medio de dos frentes: la misericordia y la justicia; el perdón o la condena; la absolución o el castigo. Pero, ¿cómo tratar a una persona que lo ha invitado a comer, que se ha mostrado bondadoso con Él, que sin duda lo ha buscado porque quiere conocerlo? Quizá también está conmovido como la mujer, pero aún no sabe cómo recibir y vivir la radical novedad que trae Jesús con su mensaje del Reino. ¿Qué puede decir o hacer Jesús que responda a las lágrimas de la mujer y, al mismo tiempo, que comprenda el momento en el que el Fariseo se encuentra en ese camino hacia la conversión?
Magistralmente Jesús tiende el lazo que hará posible comprender la realidad de cada uno de los actores que se encuentran en esa tensión contradictoria. Con la misma misericordia con la que se dirigirá a la Mujer, ahora se dirige a Simón: “¿Has visto lo que ha hecho esta mujer? Pues has tú lo mismo”. Ella ha amado por encima de su propia realidad de prostituta, de la condena de la ley mosaica, del rechazo de su propio pueblo; se arriesgó al peor fracaso de su vida: la posibilidad de ser rechazada por Jesús era algo real; y entonces sí, ninguna esperanza le hubiera quedado en la vida. Pero, no; como el mismo Maestro le reconocerá: su fe la salvó. Como dirá San Pablo, ella “creyó contra toda esperanza”; ¡y ganó! Pero no sólo creyó. Creer fue la condición para el siguiente paso: amar hasta el extremo: porque creyó que no iba a ser rechazada, se lanzó a amar. Y ese amor le abrió las puertas del Reino de Dios, las puertas de una vida que hasta ahora no había no sólo experimentado, sino ni siquiera soñado.
Jesús la rescata; y la rescata contra la condena de Simón el Fariseo: con una bondad y delicadeza extraordinaria, describe perfectamente los signos que revelaron su amor infinito: lloró, lavó, besó, ungió. Pero también el Maestro rescata a Simón: no lo condena, sino le hace ver lo que ha de estar en el fondo de la relación con Dios: no el cumplimiento de la Ley; sino el amor a una persona. El pecado de la pecadora se convierte ahora en causa de su propio perdón.
Y aquí Jesús juega con una doble dialéctica: al que mucho se le perdona, mucho ama; pero también, porque ama mucho, se le perdona todo. El recibir el perdón, nos lanza a amar incondicionalmente; pero el amar de esa forma, nos obtiene el perdón.
El Fariseo estaba entrampado en el cumplimiento de la Ley; pero tenía un atisbo de esperanza en lo que había escuchado y conocido del Maestro. Jesús también lo perdona; lo invita a amar poniéndole el ejemplo de la Pecadora. Cosa aberrante para un fariseo, pero no para los seguidores del Camino, para los que quieren entrar al Reino. “Los pecadores y las prostitutas nos aventajarán en el Reino de los Cielos”.
En su perdón a la pecadora, no le cierra tampoco las puertas al Fariseo: lo invita a dar el paso que quizá él mismo estaba buscando, pero no sabía cómo darlo o no se atrevía a hacerlo. A ambos perdona Jesús y así maravillosamente va trazando las líneas que conformarán el Reino: misericordia, amor, perdón, fe. Y para nada “el cumplimiento de la Ley”. En la 2ª Lectura lo dirá San Pablo: “El hombre no llega a ser justo por cumplir la ley, sino por creer en Jesucristo”.
Las lecturas terminan sin castigo para nadie; sólo con la invitación de no volver la vista atrás. En nuestra sociedad deseamos el castigo y la pena para el criminal: no hay remisión si no se cumple la condena. Pero, ¿eso ha resuelto algo? Parece, de acuerdo al Evangelio, que mientras no se toque el corazón del pecador, ningún castigo ni cumplimiento de la ley, lo hará cambiar sus conductas.


domingo, 5 de junio de 2016

10° domingo ordinario; 5 de junio del 2016; José Antonio Pagola

EL SUFRIMIENTO HA DE SER TOMADO EN SERIO
Jesús llega a Naín cuando en la pequeña aldea se está viviendo un hecho muy triste. Jesús viene del camino, acompañado de sus discípulos y de un gran gentío. De la aldea sale un cortejo fúnebre camino del cementerio. Una madre viuda, acompañada por sus vecinos, lleva a enterrar a su único hijo.
En pocas palabras, Lucas nos ha descrito la trágica situación de la mujer. Es una viuda, sin esposo que la cuide y proteja en aquella sociedad controlada por los varones. Le quedaba solo un hijo, pero también este acaba de morir. La mujer no dice nada. Solo llora su dolor. ¿Qué será de ella?
El encuentro ha sido inesperado. Jesús venía a anunciar también en Naín la Buena Noticia de Dios. ¿Cuál será su reacción? Según el relato, «el Señor la miró, se conmovió y le dijo: No llores». Es difícil describir mejor al Profeta de la compasión de Dios.
No conoce a la mujer, pero la mira detenidamente. Capta su dolor y soledad, y se conmueve hasta las entrañas. El abatimiento de aquella mujer le llega hasta dentro. Su reacción es inmediata: «No llores». Jesús no puede ver a nadie llorando. Necesita intervenir.
No lo piensa dos veces. Se acerca al féretro, detiene el entierro y dice al muerto: «Muchacho, a ti te lo digo, levántate». Cuando el joven se reincorpora y comienza a hablar, Jesús «lo entrega a su madre» para que deje de llorar. De nuevo están juntos. La madre ya no estará sola.
Todo parece sencillo. El relato no insiste en el aspecto prodigioso de lo que acaba de hacer Jesús. Invita a sus lectores a que vean en él la revelación de Dios como Misterio de compasión y Fuerza de vida, capaz de salvar incluso de la muerte. Es la compasión de Dios la que hace a Jesús tan sensible al sufrimiento de la gente.
En la Iglesia hemos de recuperar cuanto antes la compasión como el estilo de vida propio de los seguidores de Jesús. La hemos de rescatar de una concepción sentimental y moralizante que la ha desprestigiado. La compasión que exige justicia es el gran mandato de Jesús: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».
Esta compasión es hoy más necesaria que nunca. Desde los centros de poder, todo se tiene en cuenta antes que el sufrimiento de las víctimas. Se funciona como si no hubiera dolientes ni perdedores. Desde las comunidades de Jesús se tiene que escuchar un grito de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado socialmente como algo normal pues es inaceptable para Dios. Él no quiere ver a nadie llorando.


10° domingo ordinario; 6 de junio del 2016; Homilía de Fdo Fdz, sj

1° Reyes 1717-24; Salmo 29; Gálatas 111-19; Lucas 711-17

Más allá de los hechos que narran la Primera lectura y el Evangelio –la resurrección de dos niños-, a donde nos llevan estas lecturas es al misterio de Dios, de su actuar, de su presencia en el mundo, a través de Elías o de Jesús, como también de San Pablo en la explicación que él mismo da de la forma como adquirió el conocimiento de Cristo.
En el fondo, la pregunta es por qué Dios actúa de esa forma: ¿podemos balbucear las claves de comportamiento de Dios, respecto a la salvación de la humanidad? En los tres casos, su intervención es para beneficiar a personas concretas, pero –más allá de eso que, sin duda, es fundamental- su intervención es para transmitir un mensaje de salvación; para hacerse presente y hacer que las personas puedan dar el brinco a la dimensión divina. Son comportamientos que, mediante signos extraordinarios, nos hacen caer en la cuenta de que hay un Dios, un Dios paterno-materno que busca intervenir en la historia de la humanidad, a fin de que las personas puedan caer en la cuenta que no sólo lo que vemos es la única realidad, sino –más aún- que la verdadera realidad no se agota en nuestra existencia o en la existencia del mundo, sino que va más allá.
Estamos creados con una inteligencia y un corazón para que podamos descubrir la trascendencia, la divinidad, a Dios mismo, presente en nuestra historia tanto de vida como de muerte, y así vivir de forma diferente, no sólo en cuanto a los comportamientos éticos o morales, sino a nuestro sentido de vida más profundo. Estamos hechos para Dios, y esta vida se nos dio para conocerlo y para decidir libremente si queremos que toda nuestra existencia esté envuelta –ya desde ahora- en Él; es como la oportunidad que se nos da para trascender una existencia chata, encerrada en sí misma, asfixiada en la materialidad de cada día, y abrirla al horizonte amplio y fresco de la divinidad. Es como tener la alternativa de vivir en un horizonte limitado y encerrado, o en otro abierto e infinito; es como solamente estar mirando a la tierra o abrirse a la inmensidad del Cosmos, a la belleza infinita e inconmensurable del Firmamento.
En la existencia de cada uno, siempre Dios se va haciendo presente de mil formas a fin de ofrecernos la posibilidad de que, libremente, optemos o no por Él. Dios pasa constantemente a nuestro lado dejando caer su invitación a vivir la vida con la intensidad y pasión que conlleva el decidir la vida junto a Él. Obvio, podemos no verlo, no caer en la cuenta que ahí va, a un lado; como también podemos verlo y decidir vivir sin Él, cuando menos con toda la pasión y revolución que podría implicar su presencia en nuestras vidas.
En la casa donde se hospeda Elías muere el hijo de la Señora que lo albergó. Para ella, la muerte es signo de castigo y no de la presencia de Dios; y el Profeta es el culpable. Tampoco Elías entiende la muerte del menor como una oportunidad maravillosa de entrar en una dimensión diferente de la existencia humana, de ahondar en su relación con Dios. En su oración, Elías le reclama a Dios; de muchas formas, ya lo había hecho. La relación del Profeta con Yahvé, no fue fácil; parecía una lucha entre ambos: entre el poder de Dios y el orgullo de Elías. En su oración, chantajea a Dios, y Dios accede: le devuelve la vida al menor; y al tomar de nuevo a su hijo, la mujer entra en esa dimensión de fe, en esa experiencia de Dios que, mediante la vuelta a la vida de su hijo muerto, ella también accede a una vida en Dios, que no tenía; ella también resucita: “ahora sé que eres un hombre de Dios” –le dice.
Con Jesús pasó algo semejante. Ve un entierro del hijo único de una viuda. Se compadece; se acerca; toca el féretro; y le ordena al joven muerto que se levante. Una vez resucitado, se lo entrega a su madre. La motivación de Jesús para hacer el milagro fue la compasión; pero el hecho fue más allá, se convirtió en un signo; fue más allá de un niño que vuelve a la vida: fue la oportunidad de abrirse a un Dios que camina nuestra historia y en su actuar nos ofrece la oportunidad para reconocerlo y vivir la vida con otra dimensión: la del creyente que ha tocado la divinidad y puede ver cómo “Dios ha visitado a su pueblo” y alivia el sufrimiento.
Finalmente, Pablo. De ser un perseguidor de la naciente iglesia de Jesús, es tocado por Él mismo y su vida se transforma totalmente: su pensar, su vivir, su actuar, todo cambia. Ahora conoce la verdadera doctrina que no recibió por medio de hombre alguno, ni siquiera de Jesús; sino por la revelación de la que fue objeto; y de la aceptación radical que el mismo Pablo hizo de esa oferta que Dios le hacía. Entró en una dimensión que hasta ahora –a pesar de ser creyente de la religión judía- no había encontrado.
Así es Dios: con un sinnúmero de acontecimientos, unos más evidentes y otros más ocultos, va tocando a nuestra puerta, va caminando junto con nosotros, siempre invitándonos a ahondar y a ir más allá de la existencia rutinaria de cada día. La vida se nos ha dado para buscar a Dios; y cada día tendríamos que ir acercándonos más a Él y dejándonos atrapar por Él. Vivir la vida divina ya desde ahora, es otra dimensión que desgraciadamente no siempre experimentamos o vivimos con la intensidad que contiene.