En una
sociedad abierta, en una democracia, se puede y se debe disentir. Pero eso no
significa necesariamente que sepamos disentir. El caso de la polémica desatada
en torno a los matrimonios igualitarios —que es un asunto fundamentalmente de
derechos— es un claro ejemplo de ello. Los
embates, las diatribas, los insultos y las amenazas que han surgido son,
en verdad, preocupantes. Hace unos días (EL UNIVERSAL, 22/08/2016), un
compañero columnista nos compartió en estas páginas el mensaje que recibió de
un Frente Nacional, que aparentemente es real, y que a la letra decía: “Vamos
todos unidos a subordinar al lobby homosexual… Y de ser necesario nos levantaremos
en armas como alguna vez ya lo hicimos…” ¿En serio? De ser cierto, el asunto es
muy grave.
Un día le
comenté al filósofo Fernando Savater, a propósito de algún otro tema polémico,
que todas las opiniones eran respetables. Me atajó de inmediato. Eso no es
cierto, las personas son respetables, pero no necesariamente todas sus
opciones. Tiene toda la razón. Mucho de lo que hemos escuchado en los últimos
días, al respecto del tema que nos ocupa, lo confirma.
Es increíble
que, entre los argumentos de quienes insisten en discriminar ante la ley a
personas con orientaciones sexuales diversas y en segregarlas socialmente, se
esgriman supuestas razones de salud física o psicológica. Para empezar, toda
forma de discriminación está explícitamente prohibida en la Constitución, y
pretender que por razones de salud esto pudiera justificarse en algún caso, es
no sólo improcedente sino, además, inadmisible. ¿Sobre qué bases? Sólo desde el
oscurantismo se podría sostener semejante postura. La Suprema Corte de Justicia
de la Nación también ha sido explícita: el derecho a contraer matrimonio es
parejo para todos, más allá de las preferencias sexuales.
Desde 1973,
gracias en buena medida a los trabajos del Dr. Robert Spitzer, quien fue
profesor de psiquiatría en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y con
quien tuve oportunidad de colaborar años después en un proyecto de
clasificación de enfermedades mentales, la homosexualidad dejó de ser
considerada una enfermedad. No había, no hay, ningún sustento científico que
acredite que lo sea. Era un prejuicio al que la ciencia puso en evidencia, como
a tantas otras cosas. En buena hora: el conocimiento a favor de los derechos
humanos y de la dignidad de las personas.
La etiqueta
de enfermos, por fortuna, desapareció formalmente, pero no así el
hostigamiento, el rechazo, la presión social y la violencia de los que son
objeto los no heterosexuales. Lo estamos constatando en estos días. Ese es el
verdadero origen de su angustia: el estrés al que los someten, empezando a veces
por la propia familia, la escuela, el médico inepto, la iglesia, la comunidad.
La responsable es, en el fondo, la ignorancia. Quizá por eso se pretenda ahora,
además, justificar tales embates por razones de salud, esgrimiendo diagnósticos
inexistentes, en aras de proteger a los niños de supuestas agresiones. Otra
barbaridad.
Como es de
suponerse, el impacto en la salud mental de los niños adoptados por parejas del
mismo sexo (y de las comunidades no heterosexuales en general), ha sido motivo
de numerosos estudios en muy diversos países. No hay evidencia científica que
haya podido demostrar diferencias significativas en la autoestima, el
neurodesarrollo, la capacidad de adaptación, el rendimiento escolar o alguna
forma de patología mental entre estos niños y aquellos que han sido criados por
parejas heterosexuales. Las investigaciones rigurosas son las que permiten
comparar a unos con otros, para poder llegar a conclusiones sólidas y no
meramente especulativas.
En 2013, la
Academia Americana de Pediatría expresó su respaldo a los matrimonios civiles
del mismo sexo y al derecho que les asiste de adoptar hijos si así lo desean.
La mejor forma de proveer seguridad y estabilidad, dice el documento técnico,
es a través del matrimonio de los padres independientemente de su orientación
sexual. Unos meses después, fue la Academia Americana de Psiquiatría Infantil y
de la Adolescencia la que reconoció que no hay diferencias en la salud mental
entre los hijos de padres heterosexuales y aquellos criados por padres pertenecientes
a la comunidad LGBT (en referencia a la población lésbico, gay, bisexual y
transexual). Si bien estos afrontan retos mayores por el ambiente hostil y la
discriminación con el que se enfrentan con frecuencia, no difieren en su
identidad sexual, ni en su comportamiento adaptativo, ni tienen mayor riesgo de
ser víctimas de abuso sexual. En suma, no hay diferencia entre unos y otros. Es
la calidad de la relación entre padres e hijos la que afecta su desarrollo.
La evidencia
acumulada, analizada y publicada por diversas instituciones académicas cuyos
expertos han estudiado el tema a profundidad, es cada vez mayor. En 2014 el
prestigiado Colegio Real de Psiquiatría de Londres, publicó otro importante
documento de consenso. Ahí se reitera que la homosexualidad no es una
enfermedad y que no hay razón alguna para que estos no tengan exactamente los
mismos derechos y responsabilidades que el resto de los ciudadanos: el acceso a
los servicios de salud, el derecho al matrimonio, a la procreación, a la
adopción y a la tutela de los niños. Por cierto, también se señala, con base en
una abrumadora cantidad de información generada por décadas de investigación,
que la orientación sexual es resultado de una combinación de factores
biológicos y ambientales y que su diversidad es compatible con la salud mental.
Por su parte,
el Colegio de Psiquiatras de Australia y Nueva Zelanda ha documentado
explícitamente, que lo que más afecta la salud mental de la comunidad no
heterosexual (en la que se incluye también con frecuencia a la población
travesti, transgénero e intersexual) es la inequidad legislativa, la
marginación y la discriminación interpersonal. Su recomendación no deja dudas:
apoyar el matrimonio igualitario por razones de salud mental. Reconoce
asimismo, la conclusión a la que ha llegado el grupo de expertos convocado por
la Organización Mundial de la Salud con miras a la nueva Clasificación
Internacional de Enfermedades y que es también contundente: ni la perspectiva
clínica, ni la de la salud pública o de la investigación, justifican una
clasificación diagnóstica basada en la orientación sexual de las personas.
El matrimonio
igualitario, por el contrario, ha mostrado ser un factor de estabilidad
emocional entre los miembros de una comunidad que ha sido históricamente
segregada. Confiere, no sólo protección legal, es decir, derechos, sino también
aprobación social y, al ser tratados por igual ante la ley, se incide
positivamente en la salud mental tanto individual como colectiva. Es decir, no
sólo la de los directamente afectados, sino también de la comunidad a la que
pertenecen y del entorno en el que viven. La negación de este derecho, que
constituye un injusto rechazo social, es capaz de generar temores y ansiedad, y
es eso lo que genera algunas formas de patología más severa como la depresión y
la angustia, entre otras. Quienes se empeñan, pues, en excluir a la comunidad
no heterosexual de sus derechos, del acceso a una vida social respetada y
respetable, se convierten así en una suerte de vectores de trastornos mentales.
Hay que
aprovechar mejor los espacios que ofrece nuestra democracia para disentir, para
debatir, para defender ideas y para esgrimir razones pero sin amenazas, sin
tanta especulación, sin agraviar al otro. Y ahí donde haya ciencia que nutra el
debate y ahuyente los dogmas, pues hay que aprender a usarla, para despejar
dudas y erradicar prejuicios. La orientación sexual de las personas es diversa,
como diversa es nuestra forma de pensar y de entender la vida. Esa es parte de
la esencia de nuestra naturaleza.
Profesor de
Psiquiatría, Facultad de
Medicina,
UNAM