domingo, 12 de marzo de 2017

2 Dom de Cuaresma; ESCUCHAR A JESÚS; J. A. Pagola; Mzo 12 '16

El centro de ese relato complejo, llamado tradicionalmente la «transfiguración de Jesús», lo ocupa una voz que viene de una extraña «nube luminosa», símbolo que se emplea en la Biblia para hablar de la presencia siempre misteriosa de Dios, que se nos manifiesta y, al mismo tiempo, se nos oculta.
La voz dice estas palabras: «Este es mi Hijo, en quien me complazco. Escuchadlo». Los discípulos no han de confundir a Jesús con nadie, ni siquiera con Moisés o Elías, representantes y testigos del Antiguo Testamento. Solo Jesús es el Hijo querido de Dios, el que tiene su rostro «resplandeciente como el sol».
Pero la voz añade algo más: «Escuchadlo». En otros tiempos, Dios había revelado su voluntad por medio de los «diez mandamientos» de la Ley. Ahora la voluntad de Dios se resume y concreta en un solo mandato: «Escuchad a Jesús». La escucha establece la verdadera relación entre los seguidores y Jesús.
Al oír esto, los discípulos caen por los suelos «aterrados de miedo». Están sobrecogidos por aquella experiencia tan cercana de Dios, pero también asustados por lo que han oído: ¿podrán vivir escuchando solo a Jesús, reconociendo solo en él la presencia misteriosa de Dios?
Entonces Jesús «se acerca, los toca y les dice: “Levantaos. No tengáis miedo”». Sabe que necesitan experimentar su cercanía humana: el contacto de su mano, no solo el resplandor divino de su rostro. Siempre que escuchamos a Jesús en el silencio de nuestro ser, sus primeras palabras nos dicen: «Levántate, no tengas miedo».
Muchas personas solo conocen a Jesús de oídas. Su nombre les resulta tal vez familiar, pero lo que saben de él no va más allá de algunos recuerdos e impresiones de la infancia. Incluso, aunque se llamen cristianos, viven sin escuchar en su interior a Jesús. Y sin esa experiencia no es posible conocer su paz inconfundible ni su fuerza para alentar y sostener nuestra vida.
Cuando un creyente se detiene a escuchar en silencio a Jesús, en el interior de su conciencia escucha siempre algo como esto:
«No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en el misterio de Dios. Tu poca fe basta. No te inquietes. Si me escuchas, descubrirás que el amor de Dios consiste en estar siempre perdonándote. Y, si crees esto, tu vida cambiará. Conocerás la paz del corazón».
En el libro del Apocalipsis se puede leer así: «Mira, estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa». Jesús llama a la puerta de cristianos y no cristianos. Podemos abrirle la puerta o rechazarlo. Pero no es lo mismo vivir con Jesús que sin él.


José Antonio Pagola

2 domingo de Cuaresma; 12 de marzo del 2017; Homilía FFF.

Génesis 121-4; Salmo 32; 2ª Timoteo 18-10; Mateo 171-9

Sin duda que la Cuaresma es un tiempo de lucha interior; de búsqueda de la voluntad de Dios –como lo hizo Jesús en el desierto-, pero de una búsqueda no pacífica, ni idílica. San Ignacio nos habla de 2 banderas opuestas a muerte en un campo de batalla. El Mal Espíritu con su bandera intenta confundirnos para no encontrar lo que Dios quiere de nosotros. Seguir a Jesús, con su mensaje de salvación, es el resultado de la otra bandera. Nosotros somos el campo de batalla; y la confusión, montada en las estructuras de pecado que nuestro mundo de consumo e injusticia nos presenta, es un manjar apetitoso. Es más fácil dejarse llevar por lo fácil, por lo cómodo, por las inercias del mundo en que vivimos, que remontar la corriente intentando cambiar las estructuras injustas que a tantos y tantos están llevando al sufrimiento y a la muerte. El pecado se oculta tras las ofertas engañosas con las que el Mal Espíritu intenta desviarnos del mensaje de salvación; es justo la tentación. Ir contra ella es una lucha; una verdadera lucha que habremos de librar, si queremos encontrar el camino que Dios quieres para sus hijos, especialmente los más destruidos por esa bandera de codicia, vano honor y soberbia.
Las  3 lecturas de este domingo están en el marco de la invitación que Dios nos hace a seguirlo, cueste lo que cueste; pues sabemos que no es fácil.
La primera, del Génesis, resuena en nuestro corazón cuando escuchamos cómo Yahvé Dios invita a Abram a dejarlo todo: “Deja a tu país, a tu parentela y la casa de tu padre…”, porque quiere que vaya a otro sitio, a otra tierra que le “mostrará”. Entonces, hasta el mismo Abram “será una bendición” para todo su pueblo. Encontrar a Dios, dejarse llevar por su voluntad, implica una maravillosa promesa; pero también un desprendimiento total: dejarlo todo. Y eso ha de ser una actitud permanente para los seguidores de Jesús: no podemos aferrarnos a nada, a ningún bien, a ninguna situación, sino sólo a Dios y su oferta de salvación; siempre en una búsqueda constante; en esa dialéctica de dejar y encontrar; para volver a dejar y seguir buscando.
El futuro siempre es confuso; por ello, lo radical es la libertad que se necesita para seguir a Jesús. El que entra en la órbita del Padre y de su Hijo Jesucristo, entra en un profundo misterio; en una libertad radical; en un dejarse llevar confiadamente por el camino que Él nos va mostrando. Poseer, aferrarse a las cosas, es muy fácil; soltar, desprenderse de todo, vivir con esa actitud permanente, es una invitación que sólo quien ama a Jesús y se ha comprometido con su Reino, puede realizar.
La segunda lectura de Pablo a Timoteo saca una primera conclusión para los que eso realizan: “la predicación del Evangelio” comporta sufrimientos y, como lo dirá en otras cartas, persecución, destierro, cárcel, hasta llegar a la muerte. Sin embargo, no vamos solos. El que nos “ha llamado a que le consagremos nuestra vida”, nos sostiene; cada seguidor del Reino es “sostenido por la fuerza de Dios”: ni más ni menos. Dios mismo va con nosotros en esa tarea que a los ojos humanos se experimenta imposible: ¿Realmente podemos dejarlo todo, vivir en permanente libertad sin aferrarnos a nada, ni a la propia vida, sólo para vivir consagrando nuestra vida a Dios en la construcción del Reino? Como dice el Evangelio, lo que parece imposible para el hombre, no lo es para Dios. “Si Dios está con nosotros –como también afirma Pablo-, ¿quién contra nosotros?”
Lo más maravilloso es que Pablo considera este llamado, esta vocación que tenemos los cristianos, como un “don”, como un regalo “que Dios nos ha concedido por medio de Cristo Jesús desde toda la eternidad”; y verdaderamente es un “don”, porque los que creemos en Dios y entregamos la vida por Él, participaremos de su misma suerte, pues Él “destruyó la muerte” y nos ha dado la inmortalidad “por medio del Evangelio”, de la que también participaremos. Servir a Jesús, entregar la vida por Él, definitivamente es un don, una gracia, algo que tenemos que agradecer profundamente; para nada es una carga o un destino maldito.
Nada fácil, pero sí muy esperanzador. Es lo que se muestra en el evangelio de este domingo. Jesús se transfigura en el monte delante de los 3 discípulos más cercanos. En medio de la lucha a muerte que librará Él al igual que sus seguidores, la presencia deslumbrante, abrumadora, indescriptible de Dios, les permite atisbar la inmensidad de su Gloria para seguir hasta el final. Pedro quiere quedarse; la consolación de Dios es tan fuerte, que sin duda todo lo dejamos con tal de participar de ese maravilloso misterio trascendente de la Divinidad que envuelve. Pero no; hay que seguir hasta el fin, a pesar de la renuncia y el sufrimiento que sin duda viene a los Seguidores “del Camino”.
Pero fundamental y necesario experimentar que en el Seguimiento de Jesús no todo es cuesta arriba, dolor, sufrimiento, renuncia… San Pablo dirá que no es posible ni siquiera describir con palabras la experiencia del encuentro con Dios, como la tuvo él. La consolación maravillosa que de ahí surge, es el mayor aliento para responder a la vocación que, como “don”, hemos recibido de Dios. Vendrá su muerte –dice Jesús-, pero con ella la Resurrección y el triunfo definitivo del peor enemigo del ser humano, pues en la cruz fue destruida la misma muerte.
La liturgia nos sigue preparando para la Pascua. “Reflictamos” –dice San Ignacio- para sacar provecho y responder generosamente a la invitación que Dios tiene, particularmente, para cada uno de nosotros.


lunes, 6 de marzo de 2017

NUESTRA GRAN TENTACIÓN; Homilía del P. J. A. Pagola; 1er Domingo de Cuaresma; Mzo 5 '17

La escena de “las tentaciones de Jesús” es un relato que no hemos de interpretar ligeramente. Las tentaciones que se nos describen no son propiamente de orden moral. El relato nos está advirtiendo de que podemos arruinar nuestra vida, si nos desviamos del camino que sigue Jesús.
La primera tentación es de importancia decisiva, pues puede pervertir y corromper nuestra vida de raíz. Aparentemente, a Jesús se le ofrece algo bien inocente y bueno: poner a Dios al servicio de su hambre. “Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”.
Sin embargo, Jesús reacciona de manera rápida y sorprendente: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de boca de Dios”. No hará de su propio pan un absoluto. No pondrá a Dios al servicio de su propio interés, olvidando el proyecto del Padre. Siempre buscará primero el reino de Dios y su justicia. En todo momento escuchará su Palabra.
Nuestra necesidades no quedan satisfechas solo con tener asegurado nuestro pan. El ser humano necesita y anhela mucho más. Incluso, para rescatar del hambre y la miseria a quienes no tienen pan, hemos de escuchar a Dios, nuestro Padre, y despertar en nuestra conciencia el hambre de justicia, la compasión y la solidaridad.
Nuestra gran tentación es hoy convertirlo todo en pan. Reducir cada vez más el horizonte de nuestra vida a la mera satisfacción de nuestros deseos; hacer de la obsesión por un bienestar siempre mayor o del consumismo indiscriminado y sin límites el ideal casi único de nuestras vidas.
Nos engañamos si pensamos que ese es el camino a seguir hacia el progreso y la liberación. ¿No estamos viendo que una sociedad que arrastra a las personas hacia el consumismo sin límites y hacia la autosatisfacción, no hace sino generar vacío y sinsentido en las personas, y egoísmo, insolidaridad e irresponsabilidad en la convivencia?
¿Por qué nos estremecemos de que vaya aumentando de manera trágica el número de personas que se suicidan cada día? ¿Por qué seguimos encerrados en nuestro falso bienestar, levantando barreras cada vez más inhumanas para que los hambrientos no entren en nuestros países, no lleguen hasta nuestras residencias ni llamen a nuestra puerta?
La llamada de Jesús nos puede ayudar a tomar más conciencia de que no sólo de bienestar vive el hombre. El ser humano necesita también cultivar el espíritu, conocer el amor y la amistad, desarrollar la solidaridad con los que sufren, escuchar su conciencia con responsabilidad, abrirse al Misterio último de la vida con esperanza.

José Antonio Pagola

Homilía del Papa Francisco en la Santa Misa de Miércoles de Ceniza; ROMA, 01 Mar. ‘17

 «Volved a mí de todo corazón… volved a mí» (Jo 2,12), es el clamor con el que el profeta Joel se dirige al pueblo en nombre del Señor; nadie podía sentirse excluido: llamad a los ancianos, reunid a los pequeños y a los niños de pecho y al recién casado (cf. v. 6). Todo el Pueblo fiel es convocado para ponerse en marcha y adorar a su Dios que es «compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (v.13).
También nosotros queremos hacernos eco de este llamado; queremos volver al corazón misericordioso del Padre. En este tiempo de gracia que hoy comenzamos, fijamos una vez más nuestra mirada en su misericordia. La cuaresma es un camino: nos conduce a la victoria de la misericordia sobre todo aquello que busca aplastarnos o rebajarnos a cualquier cosa que no sea digna de un hijo de Dios. La cuaresma es el camino de la esclavitud a la libertad, del sufrimiento a la alegría, de la muerte a la vida.
El gesto de las cenizas, con el que nos ponemos en marcha, nos recuerda nuestra condición original: hemos sido tomados de la tierra, somos de barro. Sí, pero barro en las manos amorosas de Dios que sopló su espíritu de vida sobre cada uno de nosotros y lo quiere seguir haciendo; quiere seguir dándonos ese aliento de vida que nos salva de otro tipo de aliento: la asfixia sofocante provocada por nuestros egoísmos; asfixia sofocante generada por mezquinas ambiciones y silenciosas indiferencias, asfixia que ahoga el espíritu, reduce el horizonte y anestesia el palpitar del corazón. El aliento de la vida de Dios nos salva de esta asfixia que apaga nuestra fe, enfría nuestra caridad y cancela nuestra esperanza. Vivir la cuaresma es anhelar ese aliento de vida que nuestro Padre no deja de ofrecernos en el fango de nuestra historia.
El aliento de la vida de Dios nos libera de esa asfixia de la que muchas veces no somos conscientes y que, incluso, nos hemos acostumbrado a «normalizar», aunque sus signos se hacen sentir; y nos parece «normal» porque nos hemos acostumbrado a respirar un aire cargado de falta de esperanza, aire de tristeza y de resignación, aire sofocante de pánico y aversión.
Cuaresma es el tiempo para decir «no». No, a la asfixia del espíritu por la polución que provoca la indiferencia, la negligencia de pensar que la vida del otro no me pertenece por lo que intento banalizar la vida especialmente la de aquellos que cargan en su carne el peso de tanta superficialidad. La cuaresma quiere decir «no» a la polución intoxicante de las palabras vacías y sin sentido, de la crítica burda y rápida, de los análisis simplistas que no logran abrazar la complejidad de los problemas humanos, especialmente los problemas de quienes más sufren.
La cuaresma es el tiempo de decir «no»; no, a la asfixia de una oración que nos tranquilice la conciencia, de una limosna que nos deje satisfechos, de un ayuno que nos haga sentir que hemos cumplido. Cuaresma es el tiempo de decir no a la asfixia que nace de intimismos excluyentes que quieren llegar a Dios saltándose las llagas de Cristo presentes en las llagas de sus hermanos: esas espiritualidades que reducen la fe a culturas de gueto y exclusión.
Cuaresma es tiempo de memoria, es el tiempo de pensar y preguntarnos: ¿Qué sería de nosotros si Dios nos hubiese cerrado las puertas? ¿Qué sería de nosotros sin su misericordia que no se ha cansado de perdonarnos y nos dio siempre una oportunidad para volver a empezar? Cuaresma es el tiempo de preguntarnos: ¿Dónde estaríamos sin la ayuda de tantos rostros silenciosos que de mil maneras nos tendieron la mano y con acciones muy concretas nos devolvieron la esperanza y nos ayudaron a volver a empezar?
Cuaresma es el tiempo para volver a respirar, es el tiempo para abrir el corazón al aliento del único capaz de transformar nuestro barro en humanidad. No es el tiempo de rasgar las vestiduras ante el mal que nos rodea sino de abrir espacio en nuestra vida para todo el bien que podemos generar, despojándonos de aquello que nos aísla, encierra y paraliza. Cuaresma es el tiempo de la compasión para decir con el salmista: «Devuélvenos Señor la alegría de la salvación, afiánzanos con espíritu generoso para que con nuestra vida proclamemos tu alabanza»; y nuestro barro —por la fuerza de tu aliento de vida— se convierta en «barro enamorado».
Aporte de la Mesa de Profetismo y Compromiso Ciudadano para el Miércoles de Cenizas 2017.