domingo, 18 de junio de 2017

Homilía del Corpus Christi, J.A. Pagola, Junio '17

Reavivar la memoria de Jesús
La crisis de la misa es, probablemente, el símbolo más expresivo de la crisis que se está viviendo en el cristianismo actual. Cada vez aparece con más evidencia que el cumplimiento fiel del ritual de la eucaristía, tal como ha quedado configurado a lo largo de los siglos, es insuficiente para alimentar el contacto vital con Cristo que necesita hoy la Iglesia. El alejamiento silencioso de tantos cristianos que abandonan la misa dominical, la ausencia generalizada de los jóvenes, incapaces de entender y gustar la celebración, las quejas y demandas de quienes siguen asistiendo con fidelidad ejemplar, nos están gritando a todos que la Iglesia necesita en el centro mismo de sus comunidades una experiencia sacramental mucho más viva y sentida.
Sin embargo, nadie parece sentirse responsable de lo que está ocurriendo. Somos víctimas de la inercia, la cobardía o la pereza. Un día, quizás no tan lejano, una Iglesia más frágil y pobre, pero con más capacidad de renovación, emprenderá la transformación del ritual de la eucaristía, y la jerarquía asumirá su responsabilidad apostólica para tomar decisiones que hoy no nos atrevemos ni a plantear.
Mientras tanto no podemos permanecer pasivos. Para que un día se produzca una renovación litúrgica de la Cena del Señor es necesario crear un nuevo clima en las comunidades cristianas. Hemos de sentir de manera mucho más viva la necesidad de recordar a Jesús y hacer de su memoria el principio de una transformación profunda de nuestra experiencia religiosa.
La última Cena es el gesto privilegiado en el que Jesús, ante la proximidad de su muerte, recapitula lo que ha sido su vida y lo que va a ser su crucifixión. En esa Cena se concentra y revela de manera excepcional el contenido salvador de toda su existencia: su amor al Padre y su compasión hacia los humanos, llevado hasta el extremo.
Por eso es tan importante una celebración viva de la eucaristía. En ella actualizamos la presencia de Jesús en medio de nosotros. Reproducir lo que él vivió al término de su vida, plena e intensamente fiel al proyecto de su Padre, es la experiencia privilegiada que necesitamos para alimentar nuestro seguimiento a Jesús y nuestro trabajo para abrir caminos al Reino.
Hemos de escuchar con mas hondura el mandato de Jesús: "Haced esto en memoria mía". En medio de dificultades, obstáculos y resistencias, hemos de luchar contra el olvido. Necesitamos hacer memoria de Jesús con más verdad y autenticidad.
Necesitamos reavivar y renovar la celebración de la eucaristía.

José Antonio Pagola

11° domingo del Tiempo Ordinario; 18 de junio del 2017; Homilía FFF

Éxodo 192-6; Salmo 99; Romanos 56-11; Mateo 936-108

A partir de este domingo comienza la liturgia a exponer la vida de Jesús, en el momento en que comienza su misión. Con una conciencia progresiva de su propia identidad y con una clara llamada a anunciar al Padre, su Padre, que recibió en el Bautismo, Jesús inicia la proclamación del Reino de los Cielos.
Sin embargo, una cosa notable es que desde el principio no se lanza solo a realizar el encargo recibido. A diferencia de los profetas del Antiguo Testamento, línea que Él mismo había decidido seguir, Jesús rompe con la tradición de ellos invitando desde el inicio a gente del pueblo, para que lo acompañaran.
Llama mucho la atención este rasgo. No va solo; su acción no se va a reducir a lo que Él pueda hacer mientras esté en este mundo; entiende el llamado que recibió de su Padre, más que como un hito transitorio para impulsar un tiempo la historia de salvación, como algo permanente a través de los siglos; pero no será Él el que esté físicamente con ellos al frente de la Comunidad hasta el final de los tiempos, sino ese puñado de hombres y mujeres, sus seguidores, a quienes les confiará la continuidad de su Misión. Serán ellos quienes formarán posteriormente la “eclessía”, la “comunidad”, porque habiendo experimentado el “llamado”, se entregarán en cuerpo y alma a continuar lo que Él había comenzado.
Siendo Dios en sí mismo una comunidad de amor, Jesús no podía realizar en soledad su Misión. Además, siendo verdaderamente hombre, su vida estaba marcada por las mismas condiciones de cualquier ser humano. Es decir, su vida tendría un período de tiempo, más o menos corto o largo, pero igual que cualquier otra persona. De ahí su coherencia con lo que Él mismo vivió en el seno de la Santísima Trinidad. La experiencia de amor que surge de Dios al realizarse en las tres personas divinas, es justo lo que le lleva a determinar la forma como Él debía realizar su trabajo, desde el “amor” y en “comunidad”.
Ni podía ir solo ni podía ser el único protagonista de la historia de salvación, por más importante que fuera su acción sobre su pueblo. Jesús no será un “lobo solitario”. Maravillosa prueba de su humanidad. Como ser humano era plenamente consciente de que no viviría toda la eternidad en la tierra y consciente de que si quería que su obra siguiera adelante, tendría que buscar seguidores; personas que pudieran asumir la estafeta y continuarla, ahí sí, hasta el final de los tiempos.
De ahí lo significativo que después del bautismo y de su experiencia en el desierto en el que clarificó la forma como quería su Padre que Él realizara la misión, su primera acción –antes de cualquier otra- fue comenzar a llamar a sus seguidores, a aquellos que convertiría en discípulos, para luego enviarlos y transformarlos en los “apóstoles” (“enviados”) que continuarían la Misión, sabiendo que Él ya no estaría con ellos.
La estrategia de Jesús estaba clara desde este punto de vista: Él tenía que enseñar a sus discípulos “los misterios del Reino”; enseñarles la forma como debían realizar la Misión; mostrarles con acciones qué significaba que el “Reino estaba llegando” y que pedía conversión. Dos claves surgen, entonces, de su estrategia:
La primera, realizar con acciones, mostrar a sus discípulos al igual que a los pobladores de Israel, que el Reino estaba llegando con Jesús. Como dice el Evangelio de Mateo en este domingo, Jesús envía a sus discípulos a curar toda enfermedad y dolencia, a liberar a los poseídos por el diablo y a resucitar a los muertos. El Reino no es otra cosa que dar vida, y vida en abundancia; es regresar de alguna manera a la utopía del Paraíso perdido, en el que le vida estaba en plenitud. Jesús estaba restaurando, no el Reino histórico y limitado de Israel –como querían los judíos-, sino la naturaleza caída y destruida por el pecado de toda la humanidad, devolviéndole la vida que había perdido.
Y la segunda era enseñar a sus seguidores a realizar lo mismo que Él estaba haciendo ante sus ojos. Como auténtico maestro, su quehacer fue hacer que sus discípulos verdaderamente comprendieran y realizaran lo que Él estaba haciendo: la proclamación en obras y en palabras del Reino.
Así fue como comenzó la vida pública de Jesús: realizando el Reino y enseñando al puñado de seguidores que iban con Él, a realizar lo mismo, para que una vez que Jesús no estuviera, la Misión continuara.
Esa es la profunda invitación que hoy nos sigue haciendo el Maestro: a realizar obras que den vida y la den en abundancia, desde una comunidad de amor a imagen y semejanza como la de la Trinidad, en seguimiento de Jesús.


domingo, 11 de junio de 2017

Domingo de la Stma. Trinidad; J.A. Pagola; Junio 11 '17

El Cristiano Ante Dios

No siempre se nos hace fácil a los cristianos relacionarnos de manera concreta y viva con el misterio de Dios confesado como Trinidad. Sin embargo, la crisis religiosa nos está invitando a cuidar más que nunca una relación personal, saa y gratificante con él. Jesús, el Misterio de Dios hecho carne en el Profeta de Galilea, es el mejor punto de partida para reavivar una fe sencilla.
¿Cómo vivir ante el Padre? Jesús nos enseña dos actitudes básicas. En primer lugar, una confianza total. El Padre es bueno. Nos quiere sin fin. Nada le importa más que nuestro bien. Podemos confiar en él sin miedos, recelos, cálculos o estrategias. Vivir es confiar en el Amor como misterio último de todo.
En segundo lugar, una docilidad incondicional. Es bueno vivir atentos a la voluntad de ese Padre, pues sólo quiere una vida más digna para todos. No hay una manera de vivir más sana y acertada. Esta es la motivación secreta de quien vive ante el misterio de la realidad desde la fe en un Dios Padre.
¿Qué es vivir con el Hijo de Dios encarnado? En primer lugar, seguir a Jesús: conocerlo, creerle, sintonizar con él, aprender a vivir siguiendo sus pasos. Mirar la vida como la miraba él; tratar a las personas como él las trataba; sembrar signos de bondad y de libertad creadora como hacía él. Vivir haciendo la vida más humana. Así vive Dios cuando se encarna. Para un cristiano no hay otro modo de vivir más apasionante.
En segundo lugar, colaborar en el Proyecto de Dios que Jesús pone en marcha siguiendo la voluntad del Padre. No podemos permanecer pasivos. A los que lloran Dios los quiere ver riendo, a los que tienen hambre los quiere ver comiendo. Hemos de cambiar las cosas para que la vida sea vida para todos. Este Proyecto que Jesús llama "reino de Dios" es el marco, la orientación y el horizonte que se nos propone desde el misterio último de Dios para hacer la vida más humana.
¿Qué es vivir animados por el Espíritu Santo? En primer lugar, vivir animados por el amor. Así se desprende de toda la trayectoria de Jesús. Lo esencial es vivirlo todo con amor y desde el amor. Nada hay más importante. El amor es la fuerza que pone sentido, verdad y esperanza en nuestra existencia. Es el amor el que nos salva de tantas torpezas, errores y miserias.
Por último, quien vive "ungido por el Espíritu de Dios" se siente enviado de manera especial a anunciar a los pobres la Buena Noticia. Su vida tiene fuerza liberadora para los cautivos; pone luz en quienes viven ciegos; es un regalo para quienes se sienten desgraciados.


La Santísima Trinidad; 11 de junio del 2017; Homilía de FFF

Éxodo 344-6. 8-9; Daniel 3; 2ª Corintios 1311-13; Juan 316-18

La festividad que hoy celebramos es la de la Santísima Trinidad, con la que la liturgia concluye los grandes misterios del cristianismo. A partir de aquí comenzarán los domingos ordinarios en los que se irá desplegando ante nuestra mirada la vida de Jesús y su camino, hasta el inicio del tiempo del Adviento.
Abrirnos al misterio de la Trinidad nos lleva al corazón de Dios, a su esencia más profunda, revelada por y en Jesucristo. Pero antes de tratar de balbucear algunos de sus rasgos más importantes, hay que subrayar la palabra “misterio”, pues la realidad de Dios, al ser lo absolutamente otro, no puede ser comprendida por la mente y el corazón humanos. Nos podemos acercar a Él, pero sólo –según afirma San Pablo- “como a través de un cristal oscuro”, “como por medio de un espejo”.
Lo que sabemos se nos ha revelado en primer lugar a través de la historia de Israel y la imagen de Dios que ellos nos dejaron; luego, a través de Jesús y su evangelio, como la Palabra del Padre y, en este sentido, como la concepción más aproximada que tenemos de Dios. Finalmente, a través del Espíritu, a lo largo de los siglos, a través de su acción que acompaña y gruía al grupo de seguidores de Jesús, los Cristianos.
Sin embargo, lo que tantos filósofos y literatos han expresado se verifica justo en Dios: lo esencial es invisible a los ojos, pero experimentable con el corazón. Nunca podremos comprender a cabalidad lo que Dios es; pero sin duda todos “los seguidores del Camino” hemos experimentado esa realidad de alguna manera; especialmente los místicos. San Pablo, después de las vivencias que tuvo cuando fue arrebatado al Cielo, no tuvo otra forma de expresar lo que vivió, sino diciendo que fue algo que “que ni el ojo vio, ni el oído oyó”. No obstante, todos nosotros, gracias a la fe, podemos experimentar de alguna manera –dentro de nuestra mediocridad de seguidores de Jesús-, a ese Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo.
Entonces, con “temor y temblor” –según afirmó San Pablo-, ¿qué podremos afirmar de Dios? Como tal, dos aspectos fundamentales: que el corazón de Dios, lo más vital de Él, lo que lo constituye, es el Amor. “Dios es amor”, lo dice con toda claridad San Juan; y el “que permanece en el amor, permanece en Dios”.
Pero, lo segundo, que la esencia de ese amor es “referencia a otro”; es decir, que Dios no es un ser único, cuya realidad más profunda fuera la “individualidad”, sino que Dios es “comunidad”; es Trinidad; referencia a otro, a otros, en su estructura más profunda. De ahí que si eso más profundo de Dios es “el amor”, entonces tiene que haber, cuando menos otro, como receptor de ese dinamismo. Dios se convierte en “Padre” que al amar al “Hijo”, plasma la relación entre los dos como “Espíritu”; como espíritu de amor, cuya fuerza integra todo lo que Dios es.
Nada fácil ni de explicar ni de comprender; pero cuando menos nos pueden quedar claros esos dos aspectos: que Dios es amor y que ese amor es comunión, comunidad de 3 personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en una sola realidad, Dios.
Veamos ahora algunos rasgos de cada una de las personas de esa Trinidad.
El Padre, es el padre de nuestro Señor Jesucristo; la fuente del amor; el que escuchó el sufrimiento del pueblo, su clamor, y decidió liberarlo; el que vio el desvío de la humanidad y decidió hacer redención para recuperarla. Es el Padre de la misericordia, de la bondad, del perdón; el que se alegra más por un pecador arrepentido que por mil justos que viven una vida mediocre; el que hace llover sobre buenos y malos; el que no busca la muerte del pecador, sino que se convierta.
Jesus es la palabra del Padre: el que vino a manifestarnos los misterios del Reino; el que transformó la imagen del Dios justiciero y vengador de una de las tradiciones del Antiguo Testamento, en la imagen del Padre del Hijo pródigo: un Padre capaz de perdonar 70 veces 7. Un Jesús que nos mostró cómo tener ojos para ver al que sufre, para acercarnos a él y transformar su vida; que se convirtió para nosotros en el “camino, la verdad y la vida”; y que nos amó tanto que con su amor pudo reconciliar a la humanidad con su Padre.
Y el Espíritu Santo, el don mayor que Jesús nos entregó al morir por nosotros. No nos dejó abandonados, sino que nos envió al Paráclito, al Consolador, al que nos guía y habrá de guiarnos a través de toda la historia de la comunidad de seguidores de Jesús; el que transforma nuestro corazón; el que es capaz de arrancar ese corazón de piedra que muchas veces tenemos y convertirlo en un corazón de carne.
En conclusión, vivamos esta invitación que el mismo Dios nos hace a celebrar agradecidamente su amor y seamos cada vez más parecidos a Él.


domingo, 4 de junio de 2017

Pentecostés; VIVIR A DIOS DESDE DENTRO; Junio 4 '17; J.A. Pagola

Hace unos años, el gran teólogo alemán, Karl Rahner, se atrevía a afirmar que el principal y más urgente problema de la Iglesia de nuestro tiempo es su "mediocridad espiritual". Estas eran sus palabras: el verdadero problema de la Iglesia es "seguir caminando con resignación y aburrimiento cada vez mayores caminos comunes de una mediocridad espiritual."
El problema no ha hecho más que agravarse en estas últimas décadas. De poco han servido los intentos de reforzar las instituciones, salvaguardar la liturgia o vigilar la ortodoxia. En el corazón de muchos cristianos se está apagando la experiencia interior de Dios.
La sociedad moderna ha apostado por "el exterior". Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, casi sin detenerse en nada ni en nadie. La paz no encuentra rendijas para penetrar hasta nuestro corazón. Vivimos casi siempre en la corteza de la vida. Se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro. Por ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad.
Es triste observar que tampoco en las comunidades cristianas sabemos cuidar y promover la vida interior. Muchos no saben lo que es el silencio del corazón, no se enseña a vivir la fe desde dentro. Privados de la experiencia interior, sobrevivimos olvidando nuestra alma: escuchando palabras con los oidos y pronunciando oraciones con los labios, mientras nuestro corazón está ausente.
En la Iglesia se habla mucho de Dios, pero, ¿dónde y cuándo escuchamos los creyentes la presencia callada de Dios en lo más profundo del corazón? ¿Dónde y cuándo acogemos al Espíritu del Resucitado en nuestro interior? ¿Cuándo vivimos en comunión con el Misterio de Dios desde dentro?
Acoger el Espíritu de Dios quiere decir dejar de hablar sólo con un Dios al que casi siempre colocamos lejos y fuera de nosotros, y aprender a escucharlo en el silencio del corazón. Dejar de pensar a Dios con la cabeza, y aprender a percibirlo en lo más íntimo de nuestro ser.
Esta experiencia interior de Dios, real y concreta, transforma nuestra fe. Uno se sorprende de cómo ha podido vivir sin descubrirlo antes. Ahora sabe por qué es posible creer incluso en una cultura secularizada. Ahora conoce una alegría interior nueva y diferente. Me parece muy difícil de mantener por mucho tiempo la fe en Dios en medio de la agitación y la frivolidad de la vida moderna, sin conocer, aunque sea de manera humilde y sencilla, alguna experiencia interior del Misterio de Dios.


Pentecostés; 4 de junio del 2017, Homilía FFF

Hechos de los Apóstoles 21-11; Salmo 103; 1 Corintios 123-7. 12-13; Juan 2019-23

La festividad de Pentecostés o del Espíritu Santo es una de las más grandes de la tradición cristiana; es la celebración de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; es el reconocimiento del Espíritu como intermediario entre Dios como el Padre y Jesús como el Hijo, para el bien de la humanidad.
Su presencia en el Evangelio y en la construcción de la primitiva comunidad de los seguidores de Jesús, termina por revelarnos a un Dios que es comunidad; lo que desde el catecismo decíamos como un solo Dios y tres personas distintas. No se trata sólo de la pareja del Padre y el Hijo; sino de una trinidad, de una verdadera comunidad constituida por el Espíritu, que es la relación de amor entre ambos. En otras palabras, el Espíritu es el Amor personificado que estructura lo más profundo de Dios, que es justo el amor; figurativamente, podríamos hablar que Dios es “familia”, cuyo polo central es el amor; no es sólo “pareja”.
Cierto, se trata de una pluralidad, pero en la unidad de Dios, pero no de un dios individual, autosuficiente en sí mismo; sino de un Dios que desde su unidad constitutiva se expande en 3 personas indisociables para manifestar que en la unidad está la comunidad; y con eso descubrir nuestra propia esencia: somos individuos cuya esencia más profunda es ser parte de un Dios comunidad: aislados no somos nada; nuestra esencia es la relación, es el ser para el otro y el ser desde el otro, cuya unidad última y radical es la unidad comunitaria que es ese Dios Trinidad.
No podía no existir el Espíritu; no podía no ser. Para decirlo en términos coloquiales, Dios-Padre es el que está en el cielo; Dios-Hijo es el que vino a la tierra; es la “Palabra”, el “Logos” de Dios que puso “su tienda entre nosotros” y nos dio el acceso a su propia divinidad; a la misma divinidad del Padre: “Felipe –le dice Jesús- quien me ve a mí ve al Padre”. Y el Espíritu es la conexión más honda, profunda, entre ambos: es la fuerza y el poder de Dios por el que el Padre se hace presente y hace presente su amor en nuestra historia. El Espíritu es el que crea el mundo; el que lo renueva radicalmente en la nueva humanidad que es Jesús, la nueva creación; pero también el Espíritu es el que permanentemente sostiene toda la realidad; el que guía y acompaña la vida de Jesús; el que sostuvo a la primera comunidad y sigue sosteniendo a la Iglesia: es el mediador entre Dios y los hombres desde la presencia histórica de Jesús, para el bien de la humanidad.
Ésta es la maravilla de nuestro Dios: un dios no encerrado en sí mismo, sino expansivo, como el amor. El amor no es el regodeo entre dos personas, sino la generatividad que da vida; la fuerza que lleva hacia fuera, para dar “de lo que cada uno tiene y puede”, como dice San Ignacio.
Podríamos decir que el amor de Dios es tan potente que no podía quedarse encerrado en sí mismo, amándose sólo entre sí, en sus 3 personas. De ahí la creación del mundo, como fruto de la capacidad generativa de Dios que lo llevó hacia fuera; a crear un espacio, un lugar, en el que otros seres que sin ser “dioses” pudieran vivir el amor; pudieran ser de tal forma creados que consiguieran relacionarse con el “totalmente otro” que es Dios, gracias a una simple y sencilla realidad: el amor. Por eso somos “creados a imagen y semejanza de Dios”, como dice la Biblia; creados desde el amor, para el amor y en el amor.
Pero, una vez que Jesús murió y resucitó y subió a los Cielos, no quedamos solos. Éste es el otro gran sentido del Espíritu y del amor maravilloso de Dios: El Padre nos llama a la realidad, nos da la existencia; Jesús nos señala el camino, la verdad, y nos da la clave para encontrar la vida; y el Espíritu es el que nos acompaña y acompañará todos los días de nuestra vida, es el “Consolador”, es el amor de Dios presente en la historia que nos sostiene en su rescoldo, nos guía en el camino y nos da la fuerza para realizarnos plenamente como hijos de Dios, a fin de llegar de nuevo –al final de nuestros días- a la plenitud del amor, la Santísima Trinidad, de donde surgimos.
Para San Ignacio, el Espíritu es el que va inspirando y guiando el centro más profundo de nuestras vidas, depositando ahí las mociones espirituales con las que Dios mismo nos va indicando el camino; nos va manifestando lo que quiere y espera de nosotros; aquello que nos llevará a la verdadera y auténtica felicidad. Y la consolación del Espíritu que experimentamos al ir respondiendo a la voluntad de Dios, es la forma como nos va confirmando el camino elegido.
El Espíritu no sólo creó el mundo en el origen, sino también a Jesús, como la “nueva humanidad”; y desde entonces guía nuestros pasos, nos sostiene y crea la posibilidad de experimentar a Dios, de comunicarnos con Él, de recibir la plenitud de su amor.
Dejemos que el Espíritu inunde nuestro corazón y seamos fieles a sus mociones, las únicas que nos podrán llevar a la plenitud de la vida.