domingo, 20 de agosto de 2017

JESÚS ES DE TODOS; 20 Dom. Ordinario; Ag. 20 '17; Homilía de J. A. Pagola

Una mujer pagana toma la iniciativa de acudir a Jesús aunque no pertenece al pueblo judío. Es una madre angustiada que vive sufriendo con una hija “atormentada por un demonio”. Sale al encuentro de Jesús dando gritos: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”.
La primera reacción de Jesús es inesperada. Ni siquiera se detiene para escucharla. Todavía no ha llegado la hora de llevar la Buena Noticia de Dios a los paganos. Como la mujer insiste, Jesús justifica su actuación: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”.
La mujer no se echa atrás. Superará todas las dificultades y resistencias. En un gesto audaz se postra ante Jesús, detiene su marcha y de rodillas, con un corazón humilde pero firme, le dirige un solo grito: “Señor, socórreme”.
La respuesta de Jesús es insólita. Aunque en esa época los judíos llamaban con toda naturalidad “perros” a los paganos, sus palabras resultan ofensivas a nuestros oídos.: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Retomando su imagen de manera inteligente, la mujer se atreve desde el suelo a corregir a Jesús: “Tienes razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los señores”.
Su fe es admirable. Seguro que en la mesa del Padre se pueden alimentar todos: los hijos de Israel y también los perros paganos. Jesús parece pensar solo en las “ovejas perdidas” de Israel, pero también ella es una “oveja perdida”. El Enviado de Dios no puede ser solo de los judíos. Ha de ser de todos y para todos.
Jesús se rinde ante la fe de la mujer. Su respuesta nos revela su humildad y su grandeza: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! que se cumpla como deseas”. Esta mujer le está descubriendo que la misericordia de Dios no excluye a nadie. El Padre Bueno está por encima de las barreras étnicas y religiosas que trazamos los humanos.
Jesús reconoce a la mujer como creyente aunque vive en una religión pagana. Incluso encuentra en ella una “fe grande”, no la fe pequeña de sus discípulos a los que recrimina más de una vez como “hombres de poca fe”. Cualquier ser humano puede acudir a Jesús con confianza. Él sabe reconocer su fe aunque viva fuera de la Iglesia. Siempre encontrarán en él un Amigo y un Maestro de vida.
Los cristianos nos hemos de alegrar de que Jesús siga atrayendo hoy a tantas personas que viven fuera de la Iglesia. Jesús es más grande que todas nuestras instituciones. Él sigue haciendo mucho bien, incluso a aquellos que se han alejado de nuestras comunidades cristianas.


20° domingo del Tiempo Ordinario; Ag. 20 '17; Homilía FFF

Isaías 561. 6-7; Salmo 66; Romanos 1113-15. 29-32; Mateo 1521-28

La liturgia de este domingo toca unos de los temas que más en boga están en nuestros tiempos, y lo toca mirándolo desde la óptica de la salvación de Dios, que es para todos. Se trata de la discriminación o exclusión que hacemos como seres humanos entre nosotros mismos, por diversas razones, sean desde las más sencillas hasta las más complejas. Además, el evangelio lo trata de una manera sorprendente, pues nos deja entrever una especie de “conversión” del mismo Jesús. Veamos.
Él sale de su centro de acción en los alrededores de Cafarnaúm y camina hacia la comarca de Tiro y Sidón. Va con sus discípulos. La narración señala que “Jesús se retiró”, sin decirnos para qué o con qué intenciones. Podemos intuir que es una de esas salidas estratégicas, en la que quiere estar con los 12 a fin de seguirlos instruyendo, más allá de la demanda desbordante de la gente del pueblo, que no le permitía tener ni un minuto de descanso. Y, justo, cuando ya está fuera del alcance de la multitud, una señora cananea lo aborda desesperadamente a fin de que tuviera compasión de ella y expulsara a un demonio que atormentaba a su hija.
Por el diálogo que se da, parece que esa petición de la madre desesperada lo pone de malas; como si le echara a perder sus planes. Para nuestra sorpresa, Jesús no le contesta una sola palabra. Simplemente la ignora de forma grosera; su actitud escandaliza; pues, ¿cómo el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, la persona más íntegra, bondadosa, misericordiosa de la historia de la humanidad, es capaz de actuar de esa forma ante una madre que le pide angustiosamente un favor para que su hija deje de sufrir?
Por el contrario, lo que ahora sorprende muy positivamente es la reacción de los discípulos. Como si pudiéramos decir: “Finalmente, ellos han entendido el mensaje de liberación de su Maestro y actúan correctamente, teniendo el valor de confrontarlo”. Ellos decididamente abogan por esa madre sufriente.
Sin embargo, Jesús no cede; sigue en su rechazo escandaloso y de forma grosera le niega el favor, aludiendo que no está bien quitarles a los hijos el pan para echárselo a los perros. Él Mesías ha sido enviado sólo a las ovejas de la casa de Israel; a aquellos que se habían desviado; pero no a los extranjeros, a los que no pertenecían a su pueblo.
Y de pronto, parece que por primera vez, alguien le gana la partida a Jesús. Por eso es tan sorprendente este pasaje. La Mujer, desesperada por la enfermedad de su hija, le responde muy hábilmente, sin importarle sufrir la humillación a la que el Maestro la estaba sometiendo, y le dice: “También los perritos tienen derecho a comer las migajas que caen de la mesa de los amos”. Impresionante la astucia y el valor de la Mujer, sólo comprensible por la necesidad tan grande que sentía por ayudar a su hija. Es justo el ejemplo de lo que una madre es capaz de hacer. Finalmente, Jesús accede, le hace el milagro y termina ponderando su fe.
¿Por qué reacciona así Jesús? Sin duda, no deja de ser un misterio; pero intuyendo algún camino de respuesta, podemos señalar que Él estaba capturado por la tradición judía y no terminaba de comprender que la salvación era para todos, con independencia de cualquier condición que hiciera diferente a la otra persona. Después de siglos de señalar que Yahvé era sólo Dios para su Pueblo, ahora tendría que romper esa tradición y aceptar que también la salvación estaba llegando para los que no eran parte del pueblo.
El brinco es sumamente fuerte, pero muy esperanzador para toda la humanidad. Más allá de personas, sexo, razas o creencias, Jesús ha sido enviado para llevar la buena noticia, el Evangelio, a todos los rincones de la tierra. Ninguna razón vale para discriminar a alguna persona de la salvación que Dios, el Padre, quiere para todos sus hijos. Algo semejante a lo que esa mujer siro-fenicia quería pasa su hija.
Ruptura muy interesante en las concepciones del mismo Mesías que señalan con toda claridad cómo era verdaderamente hombre, ser humano, e iba descubriendo la voluntad de su Padre de diversas formas. Jesús tiene que tragarse sus palabras y aceptar que ahí, su Padre, le estaba pidiendo dar un paso más; lo estaba invitando a ir más allá de Israel, para llevar la salvación a todo el mundo.
En la primera lectura de Isaías, hay ya algún atisbo de que Yahvé quería la salvación para toda la humanidad, con tal de que los extranjeros que se acercaran “velaran por los derechos de los demás y practicaran la justicia”, además de realizar los actos simbólicos en los que se expresaba la fe del Pueblo. Respeto a los derechos y realización de la justicia: sorprendente manera de subrayar lo esencial para que cualquier persona entre en la órbita de la salvación.
Finalmente, San Pablo también reafirma que el mensaje de Cristo es tanto para los judíos como para los gentiles. En la nueva órbita de la revelación de Dios, no hay ninguna condición que justifique el marginar a los otros, a los que “no son como nosotros”. Lo único que se exige, es respetar los derechos de los demás y realizar la justicia.
Ojalá que en estos tiempos convulsos de tanta diversidad, podamos aprender de la misma conversión que tuvo Jesús en su camino de fidelidad al Padre.







domingo, 13 de agosto de 2017

19 Dom. Ordinario; 13 de agosto del 2017; Miedo a Jesús; J. A. Pagola.

Mateo ha recogido el recuerdo de una tempestad vivida por los discípulos en el mar de Galilea para invitar a sus lectores a escuchar, en medio de las crisis y conflictos que se viven en las comunidades cristianas, la llamada apremiante de Jesús a confiar en él. El relato describe de manera gráfica la situación. La barca está literalmente «atormentada por las olas», en medio de una noche cerrada y muy lejos de tierra. Lo peor es ese «viento contrario» que les impide avanzar. Hay algo, sin embargo, más grave: los discípulos están solos; no está Jesús en la barca.
Cuando se les acerca caminando sobre las aguas, los discípulos no lo reconocen y, aterrados, comienzan a gritar llenos de miedo. El evangelista tiene buen cuidado en señalar que su miedo no está provocado por la tempestad, sino por su incapacidad para descubrir la presencia de Jesús en medio de aquella noche horrible.
La Iglesia puede atravesar situaciones muy críticas y oscuras a lo largo de la historia, pero su verdadero drama comienza cuando su corazón es incapaz de reconocer la presencia salvadora de Jesús en medio de la crisis, y de escuchar su grito: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
La reacción de Pedro es admirable: «Si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua». La crisis es el momento privilegiado para hacer la experiencia de la fuerza salvadora de Jesús. El tiempo privilegiado para sustentar la fe no sobre tradiciones humanas, apoyos sociales o devociones piadosas, sino sobre la adhesión vital a Jesús, el Hijo de Dios.
El narrador resume la respuesta de Jesús en una sola palabra: «Ven». No se habla aquí de la llamada a ser discípulos de Jesús. Es una llamada diferente y original, que hemos de escuchar todos en tiempos de tempestad: el sucesor de Pedro y los que estamos en la barca, zarandeados por las olas. La llamada a «caminar hacia Jesús», sin asustarnos por «el viento contrario», sino dejándonos guiar por su Espíritu favorable.
El verdadero problema de la Iglesia no es la secularización progresiva de la sociedad moderna, ni el final de la "sociedad de cristiandad" en la que se ha sustentado durante siglos, sino nuestro miedo secreto a fundamentar la fe sólo en la verdad de Jesucristo.
No nos atrevemos a escuchar los signos de estos tiempos a la luz del Evangelio, pues no estamos dispuestos a escuchar ninguna llamada a renovar nuestra manera de entender y de vivir nuestro seguimiento a Jesús. Sin embargo, también hoy es él nuestra única esperanza. Donde comienza el miedo a Jesús termina nuestra fe.


19° domingo del Tiempo Ordinario; 13 de agosto del 2017; Homilía FFF.

1er Reyes 199. 11-13; Salmo 84; Romanos 91-5; Mateo 1422-33

El evangelio inicia inmediatamente después de la multiplicación de los panes y deja entrever una situación realmente conflictiva en la vida de Jesús, y que poco toman en cuenta las reflexiones teológicas. El Señor realiza el milagro de los panes, pero no sólo para saciar el hambre de las personas que lo han seguido; sino para evidenciar el verdadero “signo” del Reino, de la llegada del Mesías: “la vida como banquete”, en el que el compartir, disfrutar la comida, la abundancia, son el verdadero milagro.
Sin embargo, el pueblo no trasciende; no capta el mensaje principal que Jesús quiere ofrecerles. Ellos sólo ven el beneficio personal e inmediato que han recibido. Su reflexión es muy pedestre: “si hay alguien que nos da de comer milagrosamente, pues hagámoslo Rey; y así se habrán terminado nuestros afanes”.
Por la reacción tan violenta de Jesús, se adivina que esta propuesta del pueblo se convierte en una verdadera tentación: qué bueno sería ser Rey de ellos y utilizar el poder para atraer a las masas; y así evitar lo conflictivo que será el mesianismo profético al que el Padre le había invitado.
El Evangelio transmite un cierto nerviosismo en Él; una prisa, un verdadero malestar; y una necesidad de refugiarse lo más pronto posible en el monte y orar. Frente a esta tentación –que sabemos que fue recurrente-, Jesús despide a la multitud, lo mismo que a sus discípulos, para quedarse solo. El encuentro con su Padre tras largas horas de oración, le devuelven la claridad del camino: no puede quedarse con el halago inmediato de la gente, cuando ese medio no ayuda a captar el verdadero mensaje del Reino. Después de la reacción del pueblo ante el milagro de los panes, termina frustrado, desconcertado; y por eso acude a la oración, para volver a clarificar lo que Dios, su Padre, quiere y espera de Él; intuye que no puede quedar atrapado en el gozo inmediato, el halago y la atracción de un mesianismo tranquilo y sin conflictos.
Y ahí descubre una nueva estrategia para transmitir la misión que el Padre le ha encomendado: se dedicará con más esmero a los 12 a quienes había escogido como discípulos y quienes serán los encargados de continuar con su obra.
Reconfortado por la oración, se les aparece en medio de la tormenta, caminando sobre el mar embravecido, justo con el deseo de que entiendan que Él es el hijo de Dios y que la “misión” no se queda en dar de comer al pueblo, sino en mucho más: a final de cuentas, en luchar contra todo aquello que daña a ese rebaño golpeado por los poderes opresores de la tierra.
Por eso, Jesús realiza este nuevo milagro: los discípulos tendrán que convencerse de que Él es el verdadero Mesías, el Hijo de Dios, el Cristo que habría de venir; pues sólo desde esa convicción profunda, podrán ellos ser los continuadores de la Misión del Señor, sea cual sea la tribulación que los aseche.
Sin embargo, Pedro, al verlo sobre las aguas, no cree; simplemente lo identifica con un fantasma. Y en lugar de abrirse a la fe, pone a prueba a Jesús: “Si eres, mándame ir a ti”. Jesús no le reprocha la osadía desafiante, pues él solo pronto caerá en la cuenta de su afrenta y de su falta de fe; lo mismo que los demás discípulos. Comienza a caminar sobre las aguas, pero ante el viento, las olas, la tormenta, su fe desfallece y se hunde.
Sabemos cómo Jesús le tiende la mano, suben a la barca, ordena al mar que se calme y todo vuelve a la normalidad; sin embargo, en los discípulos se ha operado el verdadero milagro: se han dado un paso muy importante en su fe, aunque todavía les faltará caminar mucho para creer en Jesús como el verdadero Hijo de Dios. A ellos se tendrá que dedicar más, pues ellos serán quienes continúen con su labor. Aún les falta mucho; apenas comienzan la vida con Jesús y mucho más tendrán que aprender; pero han superado una crisis más.
El caso de Elías es diferente, aunque la escena también sucede en medio de una de sus crisis más severas, al ver que su misión está siendo un fracaso. Elías no está comenzando, si no que va casi al final de su profetismo. El pueblo no le ha hecho caso; se siente frustrado, pero también abandonado por Yahvé. Por eso, en el culmen de su desesperación se mete a una cueva y se desea la muerte: no tiene caso seguir adelante; ya no puede más. Sin embargo, Dios no lo deja; le pide salir de la cueva donde se ha abandonado; y contra su voluntad, pero acepta salir. De alguna manera lo mueve la esperanza de volverse a encontrar con Yahvé y renovar sus fuerzas; pero no sabe cómo Dios lo va a consolar y devolver las fuerzas para seguir adelante. Pasan varios signos poderosos, como la tormenta, el viento, el fuego, los temblores; pero Elías los va descartando; ahí no está Dios, a pesar de su angustia y urgencia que tiene de Él. Contradictoria y curiosamente será en la brisa suave y no en lo extraordinario, en donde encontrará a Dios.
Pedro al inicio del seguimiento de Jesús; Elías casi al final; pero ambos pasan por una fuerte crisis de fe; y Dios los sostiene a cada uno de manera diferente; pero a ambos los devuelve a la fe y les da la fuerza necesaria para que continúen con la misión.
El camino de seguimiento y la realización de la misión que nos ha encomendado Jesús no estarán libres ni de tentaciones que querrán ofrecernos caminos más fáciles y sensacionalistas, ni de crisis en las que experimentaremos que ya no hay camino ni futuro. Pero, ahí se manifestará la fidelidad de Dios. Él jamás nos abandonará. A nosotros nos toca aprender de las crisis y reforzar la fe “contra viento y marea”, para seguir adelante en el Proyecto del Reino, al que nos hemos sentido invitados por Jesús, por más complicado y cuesta arriba que nos resulte.









domingo, 6 de agosto de 2017

La Transfiguración, EL RIESGO DE INSTALARSE, J. A. Pagola, Ag. 5 '17

Tarde o temprano, todos corremos el riesgo de instalarnos en la vida, buscando el refugio cómodo que nos permita vivir tranquilos, sin sobresaltos ni preocupaciones excesivas, renunciando a cualquier otra aspiración.
Logrado ya un cierto éxito profesional, encauzada la familia y asegurado, de alguna manera, el porvenir, es fácil dejarse atrapar por un conformismo cómodo que nos permita seguir caminando en la vida de la manera más confortable.
Es el momento de buscar una atmósfera agradable y acogedora. Vivir relajado en un ambiente feliz. Hacer del hogar un refugio entrañable, un rincón para leer y escuchar buena música. Saborear unas buenas vacaciones. Asegurar unos fines de semana agradables…
Pero, con frecuencia, es entonces cuando la persona descubre con más claridad que nunca que la felicidad no coincide con el bienestar. Falta en esa vida algo que nos deja vacíos e insatisfechos. Algo que no se puede comprar con dinero ni asegurar con una vida confortable. Falta sencillamente la alegría propia de quien sabe vibrar con los problemas y necesidades de los demás, sentirse solidario con los necesitados y vivir, de alguna manera, más cerca de los maltratados por la sociedad.
Pero hay además un modo de «instalarse» que puede ser falsamente reforzado con «tonos cristianos». Es la eterna tentación de Pedro, que nos acecha siempre a los creyentes: «plantar tiendas en lo alto de la montaña». Es decir, buscar en la religión nuestro bienestar interior, eludiendo nuestra responsabilidad individual y colectiva en el logro de una convivencia más humana.
Y, sin embargo, el mensaje de Jesús es claro. Una experiencia religiosa no es verdaderamente cristiana si nos aísla de los hermanos, nos instala cómodamente en la vida y nos aleja del servicio a los más necesitados.
Si escuchamos a Jesús, nos sentiremos invitados a salir de nuestro conformismo, romper con un estilo de vida egoísta en el que estamos tal vez confortablemente instalados y empezar a vivir más atentos a la interpelación que nos llega desde los más desvalidos de nuestra sociedad.


La Transfiguración; 5 de agosto del 2017; Homilía de FFF.

Daniel 79-10; Salmo 96; 2ª Pedro 116-19; Mateo 171-9

El hecho central de este domingo se ubica en el Evangelio. Se trata de la “Transfiguración del Señor”. De nuevo, Jesús llama a los 3 discípulos en quienes más se apoya, Pedro, Santiago y Juan, y los lleva consigo al Monte. Ahí, en medio de la oración, se da un acontecimiento realmente extraordinario: Jesús aparece con dos de los más grandes personajes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, cuyo papel fundamental de su profetismo había sido, para el primero, la liberación del pueblo de Israel y la lucha por mantener al pueblo en su fidelidad al Dios verdadero; y para el segundo, la denuncia permanente del pueblo por romper el compromiso ético de la antigua ley mosaica al alejarse de Yahvé e inclinarse ante los dioses de otros pueblos, como Baal.
En la “Transfiguración” no aparecen otros grandes personajes del Antiguo Testamento, como podría haber sido algún patriarca, como Abraham, o algún gran sacerdote, como Melquisedec. De donde surge la primera gran evidencia de este acontecimiento: el mesianismo de Jesús está en línea directa con esos grandes profetas y con sus luchas: la liberación, la denuncia y la búsqueda de la congruencia ética con las enseñanzas de la ley mosaica. Es decir, en ese acontecimiento, se confirma la misión que ha venido teniendo Jesús: la denuncia a todo poder establecido que oprima a los hijos de Dios, aunque esto le pueda costar la vida, como sucedió en la tradición de los mismos profetas. Jesús es confirmado como el nuevo Moisés, el nuevo liberador del pueblo, y el nuevo Elías, como el gran profeta que busca de todas las formas posibles la fidelidad a Yahvé y, al final de su vida, es arrebatado por un carro de fuego.
Jesús no será especialista en la Ley ni sacerdote del templo: su ministerio será llevar el amor y la misericordia de Dios a los oprimidos por el poder fáctico de los grandes dominadores de la sociedad de su tiempo. Su mesianismo será profético, de denuncia de toda opresión y de anuncio de un Reino del Padre, de verdad y de justicia.
En segundo lugar, algo fundamental es que el resplandor que le viene a Jesús no le viene por haber visto a Dios, como sucedía con Moisés; sino porque él mismo es Dios. El brillo surge desde su interior. Él mismo provoca ese resplandor para indicar que es el Hijo de Dios, que no está en el mismo nivel que Moisés y Elías, por más grandes personajes que hayan sido en la vida. Jesús es Dios mismo; “su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se pusieron blancas como la nieve”. Jesús da continuidad a la línea profética, pero la supera. Él estará por encima de dos de los más grandes representantes del Antiguo Testamento. Lo que resulta sumamente importante para la revelación de Dios que se da en Jesucristo: no hay ruptura con el Antiguo Testamento, pero ya no es la revelación más importante de Dios para su pueblo: ahora, esa se encuentra en Jesucristo: alguien mayor a cualquier actor de la historia que le precedió; además, en Jesús comenzará una nueva historia –como lo atestigua todo el Nuevo Testamento- en la que la revelación y salvación de Dios ya no será exclusivamente para el pueblo de Israel, sino para toda la humanidad. Algo extraordinario ha comenzado en Jesús.
Pero, en tercer lugar, la gran consolación y experiencia divina que experimentan los mismos discípulos que trastorna la racionalidad de Pedro, pues lo lleva a decir cosas sin sentido, como el ofrecerles tres tiendas para que Jesús, Moisés y Elías se queden ahí, oculta también la gran contradicción que pronto vivirá Jesús y que se convertirá en una realidad incomprensible para los discípulos. Esa manifestación extraordinaria del poder de Dios y de la fuerza de Jesús de colocarse por encima de esos dos profetas, ahora entrará en conflicto por el anuncio de la próxima crucifixión y muerte de Jesús. La gloria que ahí se manifiesta va a tener que pasar por la “kénosis” (el vaciamiento) de Jesús, ya descrito en la carta de Pablo a los Filipenses que, con otras palabras, pero retoma el mismo hecho: “El cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su parte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Filipenses 26-8).
Jesús les da a probar algo de lo que será la maravilla de la realidad divina cuando la veamos “cara a cara”; y eso los transforma; los anima; les permite gozar de la misma gloria de Dios de una forma extraordinaria, ofreciéndoles una consolación como no la habían tenido ni la volverán a tener sino hasta la Resurrección.
Pero ese ánimo y fuerza, esa gran consolación, sólo serán la fuerza que Jesús les ofrece a los discípulos en ese momento, a fin de que puedan superar la gran prueba que les vendrá por la muerte en cruz de su Maestro.  Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios; pero tendrá que pasar por la muerte; y sin embargo, no por eso dejará de ser el “Hijo”; sino justamente por eso; por esa obediencia que lo llevó a manifestar el amor de Dios por la humanidad hasta el extremo, incluso más allá de la tortura y la muerte que no evadió por su gran compromiso por los pequeños del Reino hasta el final.
La realidad humana comprende vida y muerte; pero que sólo se puede vivir desde la experiencia de Jesús muerto y resucitado.