Ezequiel 3411-12. 15-17; Salmo 22; 1ª Corintios 1520-26.
28; Mateo 2531-46
Hoy celebramos una de las fiestas más importantes de la liturgia cristiana
que cierra el ciclo litúrgico de todo el año: la fiesta de “Cristo Rey”. Y en
ella encontramos aspectos fundamentales del Evangelio de Jesucristo Nuestro
Señor, de la “Buena Noticia del Reino”. En esta fiesta encontramos elementos
claves, indicadores (por así decirlo), que nos harán saber dónde estamos: si en
la dinámica del Reino o fuera de ella.
Comencemos por la parábola del “Juicio Final”, como se le ha llamado a este texto del Evangelio de Mateo. El contenido lo sabemos: el que
ayuda a su prójimo, se salva; el que lo ignora, se condena.
Aparentemente el mensaje es brutal y sin matices: aquí no hay de
otra: si actuamos bien, tendremos participación en el Reino; y si no, quedaremos
apartados de él para siempre. Sin embargo, surge una pregunta: ¿Es éste el
verdadero mensaje de la perícopa? ¿Qué está subrayando este texto: la salvación
y condenación, o alguna otra enseñanza? ¿Qué es más importante: el buscar
nuestra propia salvación o ayudar al otro, especialmente al pobre, al
desvalido, al marginado, al que sufre?
Si leemos la parábola en el contexto de las otras dos lecturas de
este domingo, caeremos en la cuenta de que el énfasis verdadero, profundo y
radical, no está en la preocupación por salvarnos o no, sino en la invitación
radical a sumarnos a la acción de Jesucristo de aliviar el dolor del mundo, de
sus hijos, de la raza humana, no importando quiénes sean, a qué religión
pertenezcan, o si son buenos o malos.
En la Primera lectura, el gran Profeta Ezequiel nos descubre lo más hondo del corazón misericordioso de
nuestro Dios, de Yahvé, que para nada habla de la condenación de sus hijos,
sino de la preocupación de que todos se
salven, de que todos entren al Reino. Las palabras del Profeta son un gran
aliento para nosotros y, con un poco de sensibilidad que tengamos, veremos la
gran ternura y amor de nuestro creador. Ante el exilio y la traición del pueblo,
ante el cúmulo de infidelidades que el pueblo escogido ha cometido, la reacción
de Yahvé no es la de quien desde la “justicia divina” borrará a todos de la
existencia y los condenará al Sëol. No, el comportamiento de su Dios es otro,
es la respuesta a su infinita misericordia: “Esto
dice el Señor Dios –afirma Ezequiel-:
Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y velaré
por ellas…; iré por ellas a todos los lugares por donde se dispersaron un día
de niebla y oscuridad”.
Pero no sólo las buscará, sino las “apacentará”. Nada de reclamos ni condenaciones, como continua el
texto: “Yo mismo las apacentaré…, las haré
reposar…, dice el Señor Dios. Buscaré a la oveja perdida y haré volver a la
descarriada: curaré a la herida, robusteceré a la débil… Yo las apacentaré con
justicia”.
Entonces, ¿de qué se trata? ¿Cuál es el mensaje radical que la
festividad de este día, la de Cristo Rey, está dándonos? ¿La de salvación o la
de condenación? Cuando menos el énfasis en el texto de Ezequiel que hoy nos ofrece la liturgia, es absolutamente de
cariño, cuidado, misericordia, en una sola palabra, de amor salvador, redentor.
Pero no sólo es Ezequiel. Algo más radical escribe San Pablo en su primera carta a los Corintios. Con una lógica de salvación, compara
las consecuencias de las decisiones de Adán y de Cristo. Por el primero “vino la muerte”; por el segundo, “vendrá la resurrección”. “En efecto –continúa Pablo- así como en Adán todos mueren, así en Cristo
todos volverán a la vida”. Por el pecado de Adán entró la muerte a toda la
humanidad; por el acto de amor y de entrega de Jesús, entraron la vida, la
salvación; llegaron igualmente para toda la humanidad: buenos y malos, creyentes
y no creyentes; todos somos hijos de Dios, todos somos ovejas del mismo redil.
Dios es nuestro pastor, nuestro salvador, y todos seremos salvados en Él y por Él.
Según Pablo, la acción de Cristo no es aniquilar al pecador, sino
salvarlo. Lo que se aniquila son “todos
los poderes del mal”. Jesús “tiene
que reinar hasta que el Padre ponga bajo sus pies a todos sus enemigos. El último
de los enemigos en ser aniquilado, será la muerte… Así, al final…, Dios será
todo en todas las cosas”. No se trata de aniquilar al ser humano, sino a
sus enemigos.
El contexto, entonces, de ambas textos nos permite hacer una
lectura acertada, profunda y más verdadera del mensaje de Mateo: lo radical no
es la condenación de los que no actúan en solidaridad con sus hermanos; sino la
importancia y radicalidad del compromiso cristiano: tenemos que hacer lo
imposible porque la humanidad no siga sufriendo; estamos invitados, como el
Padre, a apacentar el rebaño, a cuidar a las ovejas, a garantizar que haya
pasto para todas, a que nadie sufra.
Pero, entonces, ¿nadie será condenado? ¿Por qué entonces este
juicio final donde se afirma que los corderos irán a la salvación y los
cabritos, no? Simplemente porque no se trata de un “texto parabólico”, sino “hiperbólico”.
Es decir, se trata de acentuar exageradamente las tintas, para que los oyentes
caigan en la cuenta de la radicalidad e importancia que tiene la solidaridad con
los hermanos abandonados. No se trata de subrayar la condenación, sino de
exigir la ayuda solidaria al otro. Esto es lo verdaderamente radical. Y el
texto menciona las cosas de esta forma, como para sacudirnos la indiferencia y
apatía con la que muchas veces tomamos las invitaciones del Evangelio; es un
recurso de la oratoria de Jesús, para que tomemos en serio la invitación que Él
nos hace: el compromiso con el pobre y el marginado.
A cada uno nos toca ver cómo queremos responder a esta invitación
radical que se nos hace en este domingo de Cristo Rey.