domingo, 25 de noviembre de 2018

Festividad de Cristo Rey: LO DECISIVO; Nov. 25 del 2018; J. A. Pagola

El juicio contra Jesús tuvo lugar probablemente en el palacio en el que residía Pilato cuando acudía a Jerusalén. Allí se encuentran una mañana de abril del año 30 un reo indefenso llamado Jesús y el representante del poderoso sistema imperial de Roma.
El evangelio de Juan relata el dialogo entre ambos. En realidad, más que un interrogatorio, parece un discurso de Jesús para esclarecer algunos temas que interesan mucho al evangelista. En un determinado momento Jesús hace esta solemne proclamación: "Yo para esto nací y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que pertenece a la verdad, escucha mi voz".
Esta afirmación recoge un rasgo básico que define la trayectoria profética de Jesús: su voluntad de vivir en la verdad de Dios. Jesús no solo dice la verdad, sino que busca la verdad y solo la verdad de un Dios que quiere un mundo más humano para todos sus hijos.
Por eso, Jesús habla con autoridad, pero sin falsos autoritarismos. Habla con sinceridad, pero sin dogmatismos. No habla como los fanáticos, que tratan de imponer su verdad. Tampoco como los funcionarios, que la defienden por obligación, aunque no crean en ella. No se siente nunca guardián de la verdad, sino testigo.
Jesús no convierte la verdad de Dios en propaganda. No la utiliza en provecho propio sino en defensa de los pobres. No tolera la mentira o el encubrimiento de las injusticias. No soporta las manipulaciones. Jesús se convierte así en "voz de los sin voz, y voz contra los que tienen demasiada voz" (Jon Sobrino).
Esta voz es más necesaria que nunca en esta sociedad atrapada en una grave crisis económica. La ocultación de la verdad es uno de los más firmes presupuestos de la actuación de los poderes financieros y de la gestación política sometida a sus exigencias. Se nos quiere hacer vivir la crisis en la mentira.
Se hace todo lo posible para ocultar la responsabilidad de los principales causantes de la crisis y se ignora de manera perversa el sufrimiento de las víctimas más débiles e indefensas. Es urgente humanizar la crisis poniendo en el centro de atención la verdad de los que sufren y la atención prioritaria a su situación cada vez más grave.

Es la primera verdad exigible a todos si no queremos ser inhumanos. El primer dato previo a todo. No podemos acostumbrarnos a la exclusión social y la desesperanza en que están cayendo los más débiles. Quienes seguimos a Jesús hemos de escuchar su voz y salir instintivamente en defensa de los últimos. Quien es de la verdad escucha su voz.

Festividad de Cristo Rey; Nov. 25 del 2018; FFF


Daniel 713-14; Salmo 92; Apocalipsis 15-8; Juan 1833-37

La Iglesia celebra hoy una de las fiestas más importantes de su tradición: la culminación de la vida de Jesús como Rey del Universo, como Cristo Rey. El Mesías enviado por Dios, su Padre, no sólo fue un hombre de carne y hueso como cualquiera de nosotros; sino también era Hijo de Dios, que en su entrega radical hasta la muerte rompió el poder de las tinieblas dominado por los reyes –los reyezuelos- de este mundo, e instauró un nuevo reinado, una nueva forma de establecer las relaciones entre los seres humanos dominada por el amor y el reconocimiento de Dios, a quien ese Reino pertenece.
¿Qué claridades nos deja esta celebración para nuestra vida de seguidores de Jesús?
Primera, que “ese Jesús a quien crucificaron”, ahora es el Rey del Universo; ese a quien los judíos mataron, ahora ha sido resucitado por el Padre y ha instaurado una nueva forma de vida para toda la humanidad: la del Resucitado. Jesucristo, Rey del Universo, no ha podido ser retenido por los poderes de este mundo; ni siquiera por la muerte. Él ha vencido; es el gran vencedor sobre todos los reyes y reinados de este mundo que hasta ahora tenían aprisionada a toda la humanidad. Jesucristo ha destruido al peor enemigo que teníamos, que era la muerte. Como dirá San Pablo, “¿dónde está muerte, tu victoria; dónde tu aguijón?”.
Segunda, que el Reino de Jesús “no es de este mundo”. Sin embargo, esta afirmación –desde mi punto de vista- se ha malinterpretado, justamente basándose en las “Bienaventuranzas”. Se dice que como el Reino de Dios es del otro mundo, entonces no nos queda más que resignarnos a la suerte que a cada uno le haya tocado y esperar la muerte para llegar a disfrutar del verdadero reino de Dios, en la otra vida: “Bienaventurados los que sufren –se afirma en el Evangelio-, porque ellos serán consolados”.
Pero, mientras tanto, ¿qué? ¿No les queda a los pobres y desdichados de este mundo aguantarse mientras vivan, para esperar algo después de la muerte? Nada más lejos del mensaje de Jesús y del sentido del Reinado que hoy celebramos. Al afirmar que el Reino de Jesús no es de este mundo, es obvio que su propuesta rompe con los esquemas que hasta aquel entonces regían el mundo (y que desgraciadamente aún lo siguen haciendo). El poder y el reinado de Jesús no podía ser como el de Pilatos, los Césares o la casta sacerdotal que regía la religión del pueblo judío. San Juan ya había condenado en su evangelio a este mundo.
  Por ello, la propuesta de Jesús es establecer un nuevo mundo, con otro tipo de relaciones entre los seres humanos, en donde sean la verdad, la justicia, la igualdad, las formas como se ejerza ese reinado. Jesús busca crear un nuevo mundo –también lo dice San Juan en el Apocalipsis: “vi un cielo nuevo y una tierra nueva”-, mediante una forma diferente de ejercer el poder; una forma diferente de ejecutar el acto de reinar. “No vine a ser servido, sino a servir”, afirma Jesús. “Vine –nos dice el evangelio de este domingo- para ser testigo de la verdad”; no de la mentira con la que se rigen los poderes contrarios al Evangelio.
            Así, entonces, las bienaventuranzas son la propuesta del nuevo reino que buscó Jesús y por el que dio la vida: un reino y un reinado donde no haya desigualdades sociales, mentiras, poderes de unos cuantos para oprimir a las mayorías; donde no haya dolor ni sufrimiento; donde haya misericordia, búsqueda de la justicia, aunque todo este lleve a la persecución y a la muerte, como también lo testimoniaron los primeros discípulos; pues instaurar el reinado de Dios no puede ser una acción que quede impune. Los poderes de este mundo, los reyezuelos que hoy dominan con sus afanes de lucro, de poseer, de oprimir, etc., no están dispuestos justamente a ceder lo que hasta ahora han conquistado sobre la injusticia y la mentira.
El Reinado de Dios que tiene a Cristo como Rey del Universo implica una invitación para secundar su proyecto en la búsqueda de una vía alternativa a los actuales poderes de este mundo; implica un reinado donde, ya desde ahora y no hasta la otra vida, los pobres y oprimidos sean bienaventurados; donde todos podamos gozar de los dones del Padre que dio a la humanidad al crear el mundo.
Obvio, que la afirmación de Jesús sigue manteniendo la trascendencia de su propuesta; pero entendida ahora de otra forma. Jesús vino para establecer un “reinado” donde otras sean las reglas del juego; no la de los poderes fácticos que sólo oprimen y buscan sus propios beneficios; en este mundo iniciamos ya el Reino de Dios, pero su culminación será hasta en la otra vida; ahí se plenificará todo lo que en esta vida hayamos comenzado.
Hoy tenemos que hacer real la invitación de Jesús en el “Padre Nuestro”: que todos nos reconozcamos como hijos del mismo Padre y hermanos entre nosotros; que haya pan cada día para todos; que sepamos perdonarnos como el mismo Dios nos perdona; sin embargo, esto es sólo el inicio de una plenitud que se colmará en la otra vida. El Reino de Dios comienza acá, pero termina “allá”, como lo testimonió la Resurrección del mismo Jesús.
Esta es la fiesta que hoy celebramos, pero que también implica un gran compromiso de nuestra parte. Tenemos que ser solidarios con el Reino que Jesús inauguró. Él marcó los derroteros; ahora somos nosotros quienes tenemos que seguirlos, incluso hasta la muerte, como el P. Pro quien murió gritando “¡Viva Cristo Rey!”, por luchar contra un gobierno injusto y opresor.
Que, en esta festividad el Señor nos conceda la gracia de trabajar apasionadamente por este nuevo reinado que Jesús inauguró.


domingo, 4 de noviembre de 2018

31 Dom. Ordinario; Nov. 4 '18: LO DECISIVO, J. A. Pagola.

Amarás...
A Jesús le hicieron muchas preguntas. La gente lo veía como un maestro que enseñaba a vivir de manera sabia. Pero la pregunta que esta vez le hace un «letrado» no es una más. Lo que le plantea aquel hombre preocupaba a muchos: ¿qué mandamiento es el primero de todos?, ¿qué es lo primero que hay que hacer en la vida para acertar?
Jesús le responde con unas palabras que, tanto el letrado como él mismo, han pronunciado esa misma mañana al recitar la oración «Shemá»: «Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser». A Jesús le ayudaban a vivir a lo largo del día amando a Dios con todo su corazón y todas sus fuerzas. Esto es lo primero y decisivo.
A continuación, Jesús añade algo que nadie le ha preguntado: «El segundo mandamiento es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Ésta es la síntesis de la vida. De estos dos mandatos depende todo: la religión, la moral, el acierto en la existencia.
El amor no está en el mismo plano que otros deberes. No es una «norma» más, perdida entre otras normas más o menos importantes. «Amar» es la única forma sana de vivir ante Dios y ante las personas. Si en la política o en la religión, en la vida social o en el comportamiento individual, hay algo que no se deduce del amor o va contra él, no sirve para construir una vida humana. Sin amor no hay progreso.
Se puede vaciar de «Dios» la política y decir que basta pensar en el «prójimo». Se puede vaciar del «prójimo» la religión y decir que lo decisivo es servir a «Dios». Para Jesús «Dios» y «prójimo» son inseparables. No es posible amar a Dios y desentenderse del hermano.

El riesgo de distorsionar la vida desde una religión «egoísta» es siempre grande. Por eso es tan necesario recordar este mensaje esencial de Jesús. No hay un ámbito sagrado en el que nos podamos ver a solas con Dios, ignorando a los demás. No es posible adorar a Dios en el fondo del alma y vivir olvidado de los que sufren. El amor a Dios, Padre de todos, que excluye al prójimo se reduce a mentira. Lo que va contra el amor, va contra Dios.

31° Dom. Tiempo Ordinario; Nov. 4 '18; Homilía FFF.


Deuteronomio 62-6; Salmo 17; Hebreos 723-28; Marcos 1228-34

El tema principal de este domingo se centra en “la ley”. En la tradición judaica, la ley era la columna vertebral de su experiencia religiosa; y eso se entendía, porque en su proceso de vertebración fue la presencia Dios quien los había constituido como pueblo. La vivencia real de Yahvé, los conformó como un pueblo fuerte: Él los había liberado de la esclavitud de Egipto “con mano fuerte y brazo poderoso”, los había guiado por el desierto y, finalmente, con su intervención poderosa los había llevado a la conquista de la “tierra prometida”. De ahí entonces, que la forma de corresponder a su Dios, era guardar la estructura legal, la “Torah”, que implicaba la conexión con Yahvé, que les daba sentido, normas de comportamiento, principios éticos y morales. Guardarla, entonces, no era una cosa menor; ahí se jugaba su existencia y la garantía de tener siempre la intervención divina a su favor.
Sin embargo, las cosas en el pueblo judío no siempre sucedieron como debería de ser. Dejar el politeísmo para reconocer a Yahvé como su “único Señor” y guardar realmente lo fundamental de la ley, no fue lo propio de los judíos. Fácilmente cambiaron a su Dios por ídolos construidos con sus propias manos y no siempre respondieron al sentido último de la ley. De ahí la constante crítica de Jesús, en el Evangelio, a la forma como ellos se habían comportado frente a la ley.
Ellos no entendieron que la ley por la ley no valía nada; que si la ley tenía una función era justamente el asegurar las condiciones para que el ser humano pudiera gozar de la felicidad a la que había sido llamado desde la creación. Cumplir los mandatos por cumplirlos, sólo llevaba al fariseísmo, a la egolatría exacerbada, a la comparación con los demás: “Yo sí cumplo; yo sí soy observante; no como los demás”; y ahí se perdió su sentido profundo. Antes que la ley y su cumplimiento, está la persona, el ser humano, lo que verdaderamente ayude a ser cada vez más hijo de Dios, más plenos como personas.
De ahí que –como dice la introducción del misal a las lecturas de este domingo- la validez de la ley no comienza por su cumplimiento, sino “por la escucha y la capacidad de acogerla en el corazón”. Al acoger la ley como un regalo de Dios y no como una obligación extrínseca al ser humano, entonces nos ponemos en la ruta correcta de comprender que la ley está hecha para el hombre y no –como señaló Jesús- “el hombre para la ley”. El cumplir la ley por la ley, no lleva a ningún lado; no realiza el designio de Dios sobre la humanidad. Por eso la invitación de Yahvé a su pueblo era que grabaran la ley en su corazón: hacer nuestro el deseo de Dios es el primer paso, el más fundamental, para posteriormente responder al sentido profundo de la ley; a su espíritu; no a su materialidad. Cumplir la ley por la ley, ha llevado a muchos a destruir al hermano.
Entonces, grabar la ley en el corazón implica a todo el ser humano, con todo lo que somos: corazón, mente, fuerzas, deseos, espíritu. Sólo así podremos realizar el deseo de Dios y encontrar la base fundamental de la ley, que no es otra cosa sino el amor. El pueblo de Israel se perdió en la multitud de normas y preceptos, de tal forma que –como nos relata Marcos en el evangelio de este domingo- los judíos ya no pudieron distinguir entre lo esencial de la ley y sus aspectos secundarios. Así fue como un escriba –autoridad en la ley judía- le pide a Jesús que le diga cuál es el primero de todos los mandamientos. Y la respuesta de Jesús fue contundente. Toda la ley se resume en una sola cuestión: amar, amar apasionadamente, amar a Dios sobre todas las cosas, amarse a uno mismo con el mismo amor con el que Dios nos ama y, finalmente, amar al prójimo. No hay más. Con esta respuesta Jesús rescata la centralidad de la ley y la clave que permitirá realizar el deseo de Dios; que el ser humano pueda vivir feliz, que la creación sea un anticipo del banquete del Reino, que vayamos adelantando la realidad indescriptible –como dice Pablo- del amor de Dios que sobrepasa cualquier medida y comprensión.
La primera lectura en el libro del Deuteronomio termina resaltando cómo cumplir la ley no es algo gravoso, pesado; no es un capricho de Dios para mantenernos sujetos a Él; sino la posibilidad de “prolongar la vida, de ser felices y de multiplicarse”.
Pensemos en la forma como hoy vivimos la ley y en si somos capaces de rescatar lo esencial de ella o seguimos apegados a la letra. La forma como Jesús realizó la misión que el Padre le confió es el paradigma que hemos de seguir en nuestro deseo de cumplir la ley: “El hombre no es para el sábado, sino el sábado para el hombre”.













domingo, 30 de septiembre de 2018

26 Dom. Ord.; Sept. 30 '18; NADIE TIENE LA EXCLUSIVA DE JESÚS, J. A. Pagola.

La escena es sorprendente. Los discípulos se acercan a Jesús con un problema. Esta vez, el portador del grupo no es Pedro, sino Juan, uno de los dos hermanos que andan buscando los primeros puestos. Ahora pretende que el grupo de discípulos tenga la exclusiva de Jesús y el monopolio de su acción liberadora.
Vienen preocupados. Un exorcista no integrado en el grupo está echando demonios en nombre de Jesús. Los discípulos no se alegran de que la gente quede curada y pueda iniciar una vida más humana. Solo piensan en el prestigio de su propio grupo. Por eso, han tratado de cortar de raíz su actuación. Esta es su única razón: "No es de los nuestros".
Los discípulos dan por supuesto que, para actuar en nombre de Jesús y con su fuerza curadora, es necesario ser miembro de su grupo. Nadie puede apelar a Jesús y trabajar por un mundo más humano, sin formar parte de la Iglesia. ¿Es realmente así? ¿Qué piensa Jesús?
Sus primeras palabras son rotundas: "No se lo impidáis". El Nombre de Jesús y su fuerza humanizadora son más importantes que el pequeño grupo de sus discípulos. Es bueno que la salvación que trae Jesús se extienda más allá de la Iglesia establecida y ayude a las gentes a vivir de manera más humana. Nadie ha de verla como una competencia desleal.
Jesús rompe toda tentación sectaria en sus seguidores. No ha constituido su grupo para controlar su salvación mesiánica. No es rabino de una escuela cerrada sino Profeta de una salvación abierta a todos. Su Iglesia ha de apoyar su Nombre allí donde es invocado para hacer el bien.
No quiere Jesús que entre sus seguidores se hable de los que son nuestros y de los que no lo son, los de dentro y los de fuera, los que pueden actuar en su nombre y los que no pueden hacerlo. Su modo de ver las cosas es diferente: "El que no está contra nosotros está a favor nuestro".
En la sociedad moderna hay muchos hombres y mujeres que trabajan por un mundo más justo y humano sin pertenecer a la Iglesia. Algunos ni son creyentes, pero están abriendo caminos al reino de Dios y su justicia. Son de los nuestros. Hemos de alegrarnos en vez de mirarlos con resentimiento. Hemos de apoyarlos en vez de descalificarlos.

Es un error vivir en la Iglesia viendo en todas partes hostilidad y maldad, creyendo ingenuamente que solo nosotros somos portadores del Espíritu de Jesús. El no nos aprobaría. Nos invitaría a colaborar con alegría con todos los que viven de manera evangélica y se preocupan de los más pobres y necesitados.

26° dom. Ord.; Sept. 30 '18; Homilía FFF


Número 1125-29; Salmo 18; Santiago 51-6; Marcos 938-43. 45. 47-48

Dos son los temas principales que tocan las lecturas de este domingo.
El primero, abarcado en el libro de los Números y en el Evangelio de Marcos. La invitación principal que nos hacen es a romper los “capillismos”; las visiones estrechas respecto al tema de la salvación y de los mismos agentes que la procuran. Desde el Antiguo Testamento, y es probablemente que sea algo connatural a la raza humana, defendemos nuestras propuestas convencidos que son las únicas buenas y nos consideramos que somos los únicos que las podemos realizar. De alguna manera nos apropiamos de la “salvación de Dios” y nos convertimos en jueces que dictaminan quién está bien o mal, quién puedo o no hacer las cosas y a quién sí o a quién no, se le puede confiar el mensaje de salvación.
En el libro de los Números un chico corre a decirle a Moisés que dos personas que no estaban en el grupo que había recibido el espíritu, también estaban profetizando; y le pide que se lo impida. Sin embargo, Moisés de forma molesta le contesta diciendo que no se pondrá celoso y que ojalá todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre ellos el espíritu del Señor.
En Marcos, algo parecido sucede. Los discípulos le dicen a Jesús que uno que no era de su grupo estaba expulsando demonios; y que, por tanto, se lo habían impedido. De manera semejante a Moisés, Jesús los corrige diciendo que nadie que haga milagros en su nombre, podrá hablar mal de él. “Todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor”.
Ambos textos rompen nuestro deseo de leerle la plana a Dios. Quizá por inseguridad o por deseo de sentirnos que tenemos la exclusividad del Reino, frecuentemente decidimos quién está, no sólo de nuestro lado, sino del lado de Jesús y del Evangelio. Especialmente en grupos muy conservadores se da este fenómeno; pero no sólo en ellos. El problema de fondo es el fanatismo que provoca un deseo de control y nos hace creer que somos dueños de cualquier proceso religioso o de liberación y que fuera de nuestro modo de pensar y de actuar, todo mundo está equivocado. Esto mismo pasó durante siglos con la Iglesia Católica que decía que fuera de ella “no había salvación”. Si la gente no se bautizaba o no creía explícitamente en Jesucristo, entonces estaban destinada a la condenación eterna. De ahí la urgencia de las “Misiones”, de llevar el Evangelio a todas las regiones del mundo, para que la gente no se fuera al infierno.
A partir del Concilio Vaticano II la comunidad eclesial comenzó a cambiar y se pudieron rescatar textos evangélicos fundamentales que abrían la salvación a todo el mundo que hiciera algo por el bien común. Hoy Marcos nos lo recuerda: “Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa”. No importa quién lo haga ni cómo. También Mateo en el banquete del Juicio final nos lo dice: “cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron”. No importa si eran conscientes o no.
La salvación de Dios va más allá incluso que la iglesia católica: la eclesialidad no puede segregar a nadie. No importa quién sea el “agente” o el “destinatario”; lo que importa –como señala la introducción a este domingo del Misal de Buena Prensa-  es gestar “un yo colectivo, que rompe con todo individualismo y con todas las formas del egoísmo…; es el paso que se da de la conciencia del yo y del otro, a la conciencia de comunidad y eclesialidad. Y citando al P. Schökel señala lo siguiente: “los discípulos de Jesús deberíamos incluso propiciar alianzas o proyectos comunes con quienes, siendo de otras religiones o con quienes no profesan ninguna, dedican su vida al servicio de la humanidad. Hacer el bien es un evangelio universal”. “Del evangelio surge una forma de vida –continúa el comentario del Misal- que se propone a todos los hombres; quien quiera hacerla suya, no importando raza, religión, género o posición, recibirá el reconocimiento de los hombres y de Dios”. La invitación radical de este domingo, por consiguiente, será hacer el bien, construir el Reino; y no reconocer o apoyar sólo a aquellos que pertenezcan a la iglesia católica o al grupo en el que me encuentro.
El segundo tema de este domingo no sólo nos invita a hacer el bien, sino a dejar de hacer aquello que rompe la fraternidad y destruye a los prójimos, especialmente a los más pequeños. El Apóstol Santiago lanza una invectiva furibunda contra los ricos: “Lloren y laméntense Uds., los ricos, por las desgracias que les esperan. Sus riquezas se han corrompido…; enmohecidos están su oro y su plata, y ese moho será una prueba contra ustedes y consumirá sus carnes, como el fuego. Con esto Uds. han atesorado un castigo para los últimos días. El salario que han defraudado a los trabajadores que segaron sus campos está clamando contra ustedes…; Han vivido en este mundo entregados al lujo y al placer, engordando como reses para el día de la matanza. Han condenado a los inocentes y los han matado, porque no podían defenderse”.
Ésta es la radicalidad del Evangelio. Dios está de parte de los que sufren, de los que han sido explotados, de los pobres, y no podemos seguir manteniendo una estructura y reforzando unos comportamientos que han producido tanta pobreza y dolor en nuestras sociedades. Y, lo peor, es que muchos de los que han gestado este orden social injusto acuden a los templos a agradecer a Dios lo que tienen. No se trata, por consiguiente, de ver qué más se puede hacer por los marginados, sino qué tenemos que dejar de hacer para que tal pobreza y opresión se acabe. También lo dice Mateo: “cuanto dejaron de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejaron de hacerlo”.
Santiago denuncia con toda energía que eso es algo que Dios no quiere. No importa si se cree en Dios o no, si se está dentro o fuera de la Iglesia Católica; lo que importa es crear otro orden social en el que los hijos de Dios tengan la abundancia de vida por la que el Señor Jesús entregó su vida.



domingo, 16 de septiembre de 2018

EUCARISTÍA Y CRISIS; J. A. Pagola


Todos los cristianos lo sabemos. La eucaristía dominical se puede convertir fácilmente en un «refugio religioso» que nos protege de la vida conflictiva en la que nos movemos a lo largo de la semana. Es tentador ir a misa para compartir una experiencia religiosa que nos permite descansar de los problemas, tensiones y malas noticias que nos presionan por todas partes.
A veces somos sensibles a lo que afecta a la dignidad de la celebración, pero nos preocupa menos olvidarnos de las exigencias que entraña celebrar la cena del Señor. Nos molesta que un sacerdote no se atenga estrictamente a la normativa ritual, pero podemos seguir celebrando rutinariamente la misa sin escuchar las llamadas del Evangelio.
El riesgo siempre es el mismo: comulgar con Cristo en lo íntimo del corazón sin preocuparnos de comulgar con los hermanos que sufren. Compartir el pan de la eucaristía e ignorar el hambre de millones de hermanos privados de pan, de justicia y de futuro.
En los próximos años se pueden ir agravando los efectos de la crisis mucho más de lo que nos temíamos. La cascada de medidas que se dictan irán haciendo crecer entre nosotros una desigualdad injusta. Iremos viendo cómo personas de nuestro entorno más o menos cercano se van quedando a merced de un futuro incierto e imprevisible.
Conoceremos de cerca inmigrantes privados de una asistencia sanitaria adecuada, enfermos sin saber cómo resolver sus problemas de salud o medicación, familias obligadas a vivir de la caridad, personas amenazadas por el desahucio, gente desasistida, jóvenes sin un futuro claro… No lo podremos evitar. O endurecemos nuestros hábitos egoístas de siempre o nos hacemos más solidarios.
La celebración de la eucaristía en medio de esta sociedad en crisis puede ser un lugar de concienciación. Necesitamos liberarnos de una cultura individualista que nos ha acostumbrado a vivir pensando solo en nuestros propios intereses, para aprender sencillamente a ser más humanos. Toda la eucaristía está orientada a crear fraternidad.
No es normal escuchar todos los domingos a lo largo del año el Evangelio de Jesús sin reaccionar ante sus llamadas. No podemos pedir al Padre «el pan nuestro de cada día» sin pensar en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No podemos comulgar con Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No podemos darnos la paz unos a otros sin estar dispuestos a tender una mano a quienes están más solos e indefensos ante la crisis.

Carta al Papa Francisco; Sept. 2 del 2018.


 “Los clamores de los pobres y de la tierra nos interpelan”, a 50 años de la Conferencia de Medellín – El Salvador 30 de agosto al 2 de septiembre de 2018

Querido hermano Francisco:
En este momento de dura prueba queremos hacerte sentir nuestra cercanía y apoyo porque sabemos de tu fidelidad al Evangelio de Jesús. Decirte que tu propuesta de una iglesia pobre para los pobres es también nuestra búsqueda y compromiso.
 Amerindia, en su recorrido de cuarenta años en el continente, busca hacer presente los desafíos esenciales del Concilio Vaticano II y el magisterio latinoamericano desde una teología liberadora. En el Tercer Congreso Continental de Teología Latinoamericana y Caribeña estamos reunidos más de seiscientos participantes teólogos, teólogas y cristianos comprometidos en diversas aéreas de la vida social y eclesial para profundizar los 50 años de Medellín y su actualización hoy.
 Estas tierras son testigo de la profecía y el martirio como consecuencia del seguimiento de Cristo en la búsqueda de la justicia y la opción preferencial por los pobres, como lo atestigua Mons. Romero, los y las mártires de la UCA y tantos otros. Desde este contexto leemos esta “hora tuya” y por ello creemos y afirmamos que la sangre martirial es semilla de vida y esperanza. Somos conscientes que una nueva primavera está despuntando en la Iglesia y acontece en la complejidad de los procesos transformadores. 
 En estos tiempos de celebración de los 50 años de Medellín bajo el faro potente del Vaticano II y el gran movimiento que concibió esta segunda Conferencia, emerges como un genuino hijo de esta Iglesia.
 Sabemos que tu fidelidad evangélica implica discernimiento y el coraje de la denuncia profética, abrazo entrañable a los desheredados de la tierra y víctimas de la crueldad humana, dentro y fuera de la Iglesia.
 Como hijas e hijos, hermanas y hermanos te acompañamos plenamente y asumimos la corresponsabilidad que esto representa, pidiendo puedas llevar adelante la obra que Dios te confía.

Dom. 23; Tpo Ord.; Spt. 16 '18; Curar la Sordera; J. A. Pagola

(Marcos 7,31-37)

La curación de un sordomudo en la región pagana de Sidón está narrada por Marcos con una intención claramente pedagógica. Es un enfermo muy especial. Ni oye ni habla. Vive encerrado en sí mismo, sin comunicarse con nadie. No se entera de que Jesús está pasando cerca de él. Son otros los que lo llevan hasta el Profeta.
También la actuación de Jesús es especial. No impone sus manos sobre él como le han pedido, sino que lo toma aparte y lo lleva a un lugar retirado de la gente. Allí trabaja intensamente, primero sus oídos y luego su lengua. Quiere que el enfermo sienta su contacto curador. Solo un encuentro profundo con Jesús podrá curarlo de una sordera tan tenaz.
Al parecer, no es suficiente todo aquel esfuerzo. La sordera se resiste. Entonces Jesús acude al Padre, fuente de toda salvación: mirando al cielo, suspira y grita al enfermo una sola palabra: Effetá, es decir, «Ábrete». Esta es la única palabra que pronuncia Jesús en todo el relato. No está dirigida a los oídos del sordo, sino a su corazón.
Sin duda, Marcos quiere que esta palabra de Jesús resuene con fuerza en las comunidades cristianas que leerán su relato. Conoce bien lo fácil que es vivir sordos a la Palabra de Dios. También hoy hay cristianos que no se abren a la Buena Noticia de Jesús ni hablan a nadie de su fe. Comunidades sordomudas que escuchan poco el Evangelio y lo comunican mal.
Tal vez uno de los pecados más graves de los cristianos de hoy es esta sordera. No nos detenemos a escuchar el Evangelio de Jesús. No vivimos con el corazón abierto para acoger sus palabras. Por eso no sabemos escuchar con paciencia y compasión a tantos que sufren sin recibir apenas el cariño ni la atención de nadie.
A veces se diría que la Iglesia, nacida de Jesús para anunciar su Buena Noticia, va haciendo su propio camino, olvidada con frecuencia de la vida concreta de preocupaciones, miedos, trabajos y esperanzas de la gente. Si no escuchamos bien las llamadas de Jesús, no pondremos palabras de esperanza en la vida de los que sufren.
Hay algo paradójico en algunos discursos de la Iglesia. Se dicen grandes verdades, pero no tocan el corazón de las personas. Algo de esto está sucediendo en estos tiempos de crisis. La sociedad no está esperando «doctrina religiosa» de los especialistas, pero escucha con atención una palabra clarividente, inspirada en el Evangelio de Jesús, cuando es pronunciada por una Iglesia sensible al sufrimiento de las víctimas, y que sabe salir instintivamente en su defensa invitando a todos a estar cerca de quienes más ayuda necesitan para vivir con dignidad.
José Antonio Pagola

domingo, 9 de septiembre de 2018

En el cumpleaños 90, de Dom Pedro Casaldáliga, Profeta, Obispo de los pobres.


"Decidle a Don Pedro que lo llevo en el corazón", Papa Francisco.                            

Lo que nadie puede negar es que Casaldáliga es un profeta. El último profeta vivo. De la talla de Helder Cámara o de monseñor Romero, me atrevería a decir. De hecho, fue el primero en profetizar y en canonizar a 'San Romero de América' y elevarlo a los altares del pueblo latinoamericano, cuando las autoridades vaticanas recelaban de él y le hacían pasar lo que el Papa llamó su "doble martirio".
Santo, profeta y obispo de los pobres. De esos obispos con olor a oveja como los llama el Papa. Y, además, lo fue siempre. Y en tiempos en que esa forma de ser pastor no se llevaba. Incluso estaba muy mal vista. Tan mal vista que, desde las alturas vaticanas, se le reprochaba, se le llamaba a capítulo, se le marginaba y se le dejaba por imposible...allá, en su selva. Fue un obispo del Vaticano II con todas las consecuencias. Al servicio de una Iglesia-pueblo (de verdad, no sólo retóricamente) y de los más pobres de los pobres: indios, negros, campesinos...

Un obispo sin mitra ni báculo. Bueno, sí: Su mitra, un sombrero sertanejo; su báculo, un remo, su anillo, de tucum. Su casa siempre abierta para cualquiera, su vida expuesta. Por la liberación de los suyos estuvo muchas veces físicamente en peligro vital real. Quizás no lo matasen, porque, como dice el salmo, los ángeles le protegieron, porque está tocado por el dedo del Dios que escucha y le duele el clamor de su pueblo oprimido.
Un obispo único, especial, de la estirpe de los grandes obispos latinaomericanos: Arns, Lorscheider, Cámara, Romero, Méndez Arceo, Samuel Ruiz, Pironio, Angelelli, Gerardi, Proaño...Buena cosecha de mitrados sin mitra. De los que nunca fueron funcionarios de lo sagrado, de los que se ganan el corazón de la gente, de los que se entregan de verdad como el grano de trigo. De los que permanecen.

Porque a Casaldáliga, a pesar de haber militado en la causa de los pobres toda su vida, la militancia no lo cansó, no lo derribó. Ahí sigue, fiel a sus causas, que, como siempre dice, "valen más que mi vida". Don Pedro siempre estuvo en el mismo surco (el del Vaticano II), siempre aró con los mismos bueyes (los de la teología de la liberación), siempre rezó con su mística encarnada.

Porque, además de santo, profeta y obispo de los pobres, Casaldáliga es un gran poeta. Un poeta místico. Un poeta que el mismísimo Leonardo Boff compara nada menos que con San Juan de la Cruz. Sus poemas nos despiertan, nos sacuden las entrañas, nos revuelven por dentro, nos elevan a Dios y nos lanzan a la acción. Poesía mística para la acción.  
                                                                                                  
Dom Pedro nos acompañó en el nacimiento de la CEB-CNP como tal en 1985. Él nos acompañó aún en las zonas más peligrosas en la guerra de los años 85-89. Siempre nos dio su mensaje sean Esperanzados y Esperanzadores. -     
                                                              
Aporte de la Mesa CEB de Profetismo y Compromiso Ciudadano.
Managua, Nicaragua.

23er Dom. Ord.; "Curar la sordera"; J. A. Pagola


La curación de un sordomudo en la región pagana de Sidón está narrada por Marcos con una intención claramente pedagógica. Es un enfermo muy especial. Ni oye ni habla. Vive encerrado en sí mismo, sin comunicarse con nadie. No se entera de que Jesús está pasando cerca de él. Son otros los que lo llevan hasta el Profeta.
También la actuación de Jesús es especial. No impone sus manos sobre él como le han pedido, sino que lo toma aparte y lo lleva a un lugar retirado de la gente. Allí trabaja intensamente, primero sus oídos y luego su lengua. Quiere que el enfermo sienta su contacto curador. Solo un encuentro profundo con Jesús podrá curarlo de una sordera tan tenaz.
Al parecer, no es suficiente todo aquel esfuerzo. La sordera se resiste. Entonces Jesús acude al Padre, fuente de toda salvación: mirando al cielo, suspira y grita al enfermo una sola palabra: Effetá, es decir, «Ábrete». Esta es la única palabra que pronuncia Jesús en todo el relato. No está dirigida a los oídos del sordo, sino a su corazón.
Sin duda, Marcos quiere que esta palabra de Jesús resuene con fuerza en las comunidades cristianas que leerán su relato. Conoce bien lo fácil que es vivir sordos a la Palabra de Dios. También hoy hay cristianos que no se abren a la Buena Noticia de Jesús ni hablan a nadie de su fe. Comunidades sordomudas que escuchan poco el Evangelio y lo comunican mal.
Tal vez uno de los pecados más graves de los cristianos de hoy es esta sordera. No nos detenemos a escuchar el Evangelio de Jesús. No vivimos con el corazón abierto para acoger sus palabras. Por eso no sabemos escuchar con paciencia y compasión a tantos que sufren sin recibir apenas el cariño ni la atención de nadie.
A veces se diría que la Iglesia, nacida de Jesús para anunciar su Buena Noticia, va haciendo su propio camino, olvidada con frecuencia de la vida concreta de preocupaciones, miedos, trabajos y esperanzas de la gente. Si no escuchamos bien las llamadas de Jesús, no pondremos palabras de esperanza en la vida de los que sufren.
Hay algo paradójico en algunos discursos de la Iglesia. Se dicen grandes verdades, pero no tocan el corazón de las personas. Algo de esto está sucediendo en estos tiempos de crisis. La sociedad no está esperando «doctrina religiosa» de los especialistas, pero escucha con atención una palabra clarividente, inspirada en el Evangelio de Jesús, cuando es pronunciada por una Iglesia sensible al sufrimiento de las víctimas, y que sabe salir instintivamente en su defensa invitando a todos a estar cerca de quienes más ayuda necesitan para vivir con dignidad.


23er dom. ord; Sept. 7 '18; Homilia FFF


Isaías 354-7; Salmo 145; Santiago 21-5; Marcos 731-37

Este domingo, las 3 lecturas se entrelazan con una fuerte concatenación, comenzando por el evangelio y terminando por la primera lectura. Veamos.
Marcos nos relata cómo Jesús ha salido del territorio de Israel para irse a la Decápolis, habitada por paganos. No deja de llamar la atención este primer rasgo de la actividad apostólica de Jesús: ya no está sólo con las ovejas perdidas de Israel, sino comienza a manifestar que la salvación y el Reino son para todos los pueblos.
Mientras caminaba por aquellas regiones, le llevaron a un sordo y tartamudo para que lo curara imponiéndole las manos. Sin embargo, no lo hace. Primero, lo aparta de la gente; el proceso de la curación implica un momento de soledad con su Padre. La curación sucede en conexión con su Dios, en un ambiente de oración, de especial cercanía y unión con Él. Segundo, no hace lo que la gente le pide; no le impone las manos, sino que le mete los dedos en los oídos y toca la lengua del tartamudo con su saliva.
El simbolismo es enorme. Jesús está invitando a todo el mundo para que acoja el Reino; pero eso implica escuchar, salirse de la sordera en la que estamos, y aquí nos hemos de incluir. Estamos encerrados y no queremos escuchar nada que no sea lo que nosotros mismos pensamos o creemos. Por eso el gesto de Jesús posee una fuerza enorme. Casi podríamos decir que taladra los oídos del sordo introduciéndole sus dedos; rompiendo la sordera; obligándolo a escuchar su mensaje. Jesús realiza un acto de “liberación”: libera al sordo de su propio encerramiento, de su ego autosuficiente, para que sea capaz de abrirse, de salir a escuchar la oferta del Reino.
Sin embargo, el seguimiento de Jesús no implica sólo “escuchar”; sino también actuar, construir, hacerse seguidor a fin de anunciar también el Mensaje. Una vez que el sordo escucha, Jesús toca su lengua con su saliva; y el tartamudo comienza a hablar fluidamente; se libera de la atadura que le impedía comunicarse. De nuevo, el simbolismo es maravilloso. Jesús le comunica el Espíritu mediante su saliva, y eso lo libera. Ahora no sólo es capaz de escuchar la invitación al Reino, sino de anunciarlo, pues su lengua se ha soltado.
De esta forma, el milagro de Jesús es un ejemplo de lo que todos los cristianos debemos hacer: liberarnos de nuestra propia sordera, para escuchar la palabra verdadera de Dios y, posteriormente, comprometernos a anunciarla, comunicando el Espíritu que nos ha sido dado a través de la saliva de Jesús. Liberados, no para quedarnos saboreando el mensaje y la experiencia de Dios que hemos tenido; sino para convertirnos en actores de su mismo proyecto. Ahora sí podemos anunciar el Reino y ser colaboradores apasionados en su construcción, pues hemos sido liberados, gracias a la experiencia que Dios nos ha regalado.
En su carta, el apóstol Santiago concreta de una forma extraordinaria lo que para él significa tener fe, ser discípulos de Jesús: “puesto que ustedes tienen fe en nuestro Señor Jesucristo glorificado, no tengan favoritismos”. El cuestionamiento es claro: ¿cómo tratamos a una persona “lujosamente vestida” y cómo a un “pobre andrajoso”? La radicalidad de la fe no consiste en actos religiosos formales que no toman en cuenta a los pobres. El que tiene fe no puede tener “favoritismos y juzgar con criterios torcidos”, pues como dice Santiago, ¿“acaso no ha elegido Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino…”?
Y para esto hemos sido liberados mediante el Espíritu de Cristo: para anunciar la igualdad, para acoger privilegiadamente a los pobres, como Dios lo ha hecho; para luchar por un orden social diferente en donde el pobre no sea marginado ni excluido; y, más aún, por un orden donde no haya ni ricos ni pobres, al modo como Jesús vivía con sus discípulos y seguidores anunciando con su estilo de vida el Reino por el que dio la vida.
Entonces, si así vivimos nuestra fe, se cumplirán las promesas del Profeta Isaías: “Se iluminarán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará. Brotarán aguas en el desierto y correrán torrentes en la estepa”. O, como reafirma el Salmo, “el Señor siempre es fiel a su palabra”, porque “hace justicia al oprimido; él proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo… A la viuda y al huérfano sustenta…”.
Hoy somos invitados a liberar a nuestros oídos de la sordera y a soltar nuestra lengua para anunciar el mensaje de Jesús y construir su Reino.









domingo, 2 de septiembre de 2018

22 dom. ord.; Spt. 2 '18; Homilía J.A. Pagola

LA QUEJA DE DIOS
Un grupo de fariseos de Galilea se acerca a Jesús en actitud crítica. No vienen solos. Les acompañan algunos escribas venidos de Jerusalén, preocupados sin duda por defender la ortodoxia de los sencillos campesinos de las aldeas. La actuación de Jesús es peligrosa. Conviene corregirla.
Han observado que, en algunos aspectos, sus discípulos no siguen la tradición de los mayores. Aunque hablan del comportamiento de los discípulos, su pregunta se dirige a Jesús, pues saben que es él quien les ha enseñado a vivir con aquella libertad sorprendente. ¿Por qué?
Jesús les responde con unas palabras del profeta Isaías que iluminan muy bien su mensaje y su actuación. Estas palabras con las que Jesús se identifica totalmente hemos de escucharlas con atención, pues tocan algo muy fundamental de nuestra religión. Según el profeta, esta es la  queja Dios.
"Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí". Este es siempre el riesgo de toda religión: dar culto a Dios con los labios, repitiendo fórmulas, recitando salmos, pronunciando palabras hermosas, mientras nuestro corazón "está lejos de él". Sin embargo, el culto que agrada a Dios nace del corazón, de la adhesión interior, de ese centro íntimo de la persona de donde nacen nuestras decisiones y proyectos.
Cuando nuestro corazón está lejos de Dios, nuestro culto queda sin contenido. Le falta la vida, la escucha sincera de la Palabra de Dios, el amor al hermano. La religión se convierte en algo exterior que se practica por costumbre, pero en la que faltan los frutos de una vida fiel a Dios.
La doctrina que enseñan son preceptos humanos. En toda religión hay tradiciones que son "humanas". Normas, costumbres, devociones que han nacido para vivir la religiosidad en una determinada cultura. Pueden hacer mucho bien. Pero hacen mucho daño cuando nos distraen y alejan de lo que Dios espera de nosotros. Nunca han de tener la primacía.

Al terminar la cita del profeta Isaías, Jesús resume su pensamiento con unas palabras muy graves: "Vosotros dejáis de lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres". Cuando nos aferramos ciegamente a tradiciones humanas, corremos el riesgo de olvidar el mandato del amor y desviarnos del seguimiento a Jesús, Palabra encarnada de Dios. En la religión cristiana, lo primero es siempre Jesús y su llamada al amor. Solo después vienen nuestras tradiciones humanas, por muy importantes que nos puedan parecer. No hemos de olvidar nunca lo esencial.

22° dom. Ord; Spt. 2 '18; Homilía FFF


Deuteronomio 41-2. 6-8; Salmo 14; Santiago 117-18. 21-22. 27; Marcos 71-8. 14-15. 21-23

Una reflexión centra fundamentalmente el tema de este domingo y es la cuestión de la ley.
Para la primera lectura, Yahvé Dios dicta una serie de mandatos y normas al Pueblo de Israel, “para que los pongas en práctica y puedas así vivir y entrar a tomar posesión de la tierra que el Señor… te va a dar”. No deberán de añadir ni de quitarles nada; “pues ellos son la sabiduría y la prudencia de ustedes a los ojos de los pueblos”; y eso será signo de la cercanía de Dios. Ninguna otra nación tiene esto; y el motivo de orgullo es la justicia de la ley que están recibiendo.
El salmo 14 concreta el fondo de los preceptos que ha recibido el Pueblo de Israel. Va al sentido más profundo de lo que Dios quiere y busca para que su pueblo pueda vivir bien y gozar de la liberación que Él, Yahvé, les ha dado. Es increíble la lucidez que el Salmo nos ofrece sobre aquellas normas de conducta que realmente son la clave para que el ser humano encuentre la felicidad. No se van al exterior, a la apariencia, a las formas, sino a lo esencial. En unas cuantas frases destaca el camino que hemos de seguir: proceder honradamente, obrar con justicia; ser sincero en las palabras; no desprestigiar a nadie; no hacer mal al prójimo ni difamar al vecino; no apreciar al malvado; honrar a los que aman a Dios; prestar sin usura; no aceptar sobornos: “ese será agradable a los ojos de Dios eternamente”.
Pero de lo que hay que caer en la cuenta es que estos comportamientos a los que Dios invita no son invención humana; sino que “vienen de lo alto”, como afirma el apóstol Santiago en la 2ª Lectura. Dios ha puesto en el fondo del corazón humano aquella inspiración, que si la sigue, encontrará la plenitud de vida a la que ha sido llamado todo ser humano. El fondo del corazón tiene ya, desde que nace, la semilla –que si se cultiva y se cuida- llevará a la plenitud de la felicidad y a la posibilidad de una maravillosa convivencia entre todos los seres humanos.
Magistralmente, Santiago también explicita a su forma, cuál es esa ley que hemos recibido y la expresa como la esencia del creyente: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y en guardarse de este mundo corrompido”. No deja de sorprender que la ley que Dios ha impreso en nuestro corazón no tiene que ver con los ritos ni los actos estrictamente religiosos, sino con la relación justa, honesta y comprometida con el que más sufre.
Y es justo la denuncia permanente que Jesús realizó en su vida. Lo que Yahvé no quería para su pueblo, fue justo lo que el pueblo de Israel realizó, pervirtiendo el mandamiento fundamental del amor. Los judíos centraron la ley en lo exterior, en los ritos y en las formas, usándola además como un medio de control y una forma de evitar el compromiso con el débil y con el pobre. De ahí esa lucha a muerte de Jesús contra los fariseos y sacerdotes de Israel que controlaban al pueblo con la ley y sacaban ventajas que los enriquecían, olvidando la justicia y el amor, la atención al pobre y al oprimido.
La ley, entonces, que Dios había depositado en el corazón de todos los hombres para ordenar correctamente sus vidas y así lograr la posibilidad de una relación armónica y plena para la comunidad de los creyentes, se convirtió en una camisa de fuerza para el pueblo, en beneficio de los dueños del Templo, los sumos sacerdotes y toda la casta privilegiada que tenía al pueblo bajo su dominación. Nada más lejos de lo que Dios sin duda quería para su pueblo. La ley, los principios, las nomas, todo ello era para regular la convivencia y hacer que la paz y la justicia brillaran entre los humanos; pero eso fracasó. Los jerarcas del Templo pervirtieron el deseo de Dios, tergiversando el sentido de la ley y haciéndose beneficiarios de la misma.
Citando a Isaías en el Evangelio de Marcos, Jesús les llama “¡Hipócritas!” a los fariseos y escribas, poniendo al descubierto la falsedad de su religión: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos. Dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres”.
Nosotros también en buena medida hemos sido herederos de tal hipocresía: alabamos a Dios con la boca, pero no realizamos la justicia. La situación de pobreza, miseria y marginación de nuestra sociedad desmiente cualquier afirmación de que somos un pueblo seguidor del Evangelio de Nuestros Señor Jesucristo. Quizá, a la manera de los escribas y fariseos, nos hemos quedado con la parte de la ley que nos permite vivir fácilmente nuestra relación con Dios a través de los ritos y las normas externas; pero no hemos vivido y, mucho menos, realizado la justicia de la que habla el Salmo de este domingo. A nuestra religión se le ha olvidado el compromiso con los que más sufren, como afirma el apóstolo Santiago.