Daniel 713-14; Salmo 92; Apocalipsis 15-8; Juan
1833-37
La Iglesia celebra hoy una de las fiestas más importantes de su
tradición: la culminación de la vida de Jesús como Rey del Universo, como Cristo
Rey. El Mesías enviado por Dios, su Padre, no sólo fue un hombre de carne y
hueso como cualquiera de nosotros; sino también era Hijo de Dios, que en su
entrega radical hasta la muerte rompió el poder de las tinieblas dominado por
los reyes –los reyezuelos- de este mundo, e instauró un nuevo reinado, una
nueva forma de establecer las relaciones entre los seres humanos dominada por
el amor y el reconocimiento de Dios, a quien ese Reino pertenece.
¿Qué claridades nos deja esta celebración para nuestra vida de
seguidores de Jesús?
Primera, que “ese Jesús a quien crucificaron”, ahora es el Rey del
Universo; ese a quien los judíos mataron, ahora ha sido resucitado por el Padre
y ha instaurado una nueva forma de vida para toda la humanidad: la del
Resucitado. Jesucristo, Rey del Universo, no ha podido ser retenido por los
poderes de este mundo; ni siquiera por la muerte. Él ha vencido; es el gran
vencedor sobre todos los reyes y reinados de este mundo que hasta ahora tenían
aprisionada a toda la humanidad. Jesucristo ha destruido al peor enemigo que
teníamos, que era la muerte. Como dirá San Pablo, “¿dónde está muerte, tu victoria; dónde tu aguijón?”.
Segunda, que el Reino de Jesús “no
es de este mundo”. Sin embargo, esta afirmación –desde mi punto de vista-
se ha malinterpretado, justamente basándose en las “Bienaventuranzas”. Se dice que como el Reino de Dios es del otro mundo, entonces no nos queda más que
resignarnos a la suerte que a cada uno le haya tocado y esperar la muerte para
llegar a disfrutar del verdadero reino de Dios, en la otra vida: “Bienaventurados los que sufren –se
afirma en el Evangelio-, porque ellos serán
consolados”.
Pero, mientras tanto, ¿qué? ¿No les queda a los pobres y
desdichados de este mundo aguantarse mientras vivan, para esperar algo después
de la muerte? Nada más lejos del mensaje de Jesús y del sentido del Reinado que
hoy celebramos. Al afirmar que el Reino de Jesús no es de este mundo, es obvio
que su propuesta rompe con los esquemas que hasta aquel entonces regían el
mundo (y que desgraciadamente aún lo siguen haciendo). El poder y el reinado de
Jesús no podía ser como el de Pilatos, los Césares o la casta sacerdotal que
regía la religión del pueblo judío. San Juan ya había condenado en su evangelio
a este mundo.
Por ello, la
propuesta de Jesús es establecer un nuevo mundo, con otro tipo de relaciones
entre los seres humanos, en donde sean la verdad, la justicia, la igualdad, las
formas como se ejerza ese reinado. Jesús busca crear un nuevo mundo –también lo
dice San Juan en el Apocalipsis: “vi un cielo nuevo y una tierra nueva”-,
mediante una forma diferente de ejercer el poder; una forma diferente de
ejecutar el acto de reinar. “No vine a ser servido, sino a servir”, afirma Jesús.
“Vine –nos dice el evangelio de este domingo- para ser testigo de la verdad”;
no de la mentira con la que se rigen los poderes contrarios al Evangelio.
Así,
entonces, las bienaventuranzas son la propuesta del nuevo reino que buscó Jesús
y por el que dio la vida: un reino y un reinado donde no haya desigualdades
sociales, mentiras, poderes de unos cuantos para oprimir a las mayorías; donde
no haya dolor ni sufrimiento; donde haya misericordia, búsqueda de la justicia,
aunque todo este lleve a la persecución y a la muerte, como también lo
testimoniaron los primeros discípulos; pues instaurar el reinado de Dios no
puede ser una acción que quede impune. Los poderes de este mundo, los
reyezuelos que hoy dominan con sus afanes de lucro, de poseer, de oprimir,
etc., no están dispuestos justamente a ceder lo que hasta ahora han conquistado
sobre la injusticia y la mentira.
El Reinado de Dios que
tiene a Cristo como Rey del Universo
implica una invitación para secundar su proyecto en la búsqueda de una vía
alternativa a los actuales poderes de este mundo; implica un reinado donde, ya
desde ahora y no hasta la otra vida, los pobres y oprimidos sean bienaventurados;
donde todos podamos gozar de los dones del Padre que dio a la humanidad al
crear el mundo.
Obvio, que la afirmación de Jesús sigue manteniendo la trascendencia de su propuesta; pero
entendida ahora de otra forma. Jesús vino para establecer un “reinado” donde otras sean las reglas del
juego; no la de los poderes fácticos que sólo oprimen y buscan sus propios
beneficios; en este mundo iniciamos ya el Reino de Dios, pero su culminación será hasta en la otra vida;
ahí se plenificará todo lo que en esta vida hayamos comenzado.
Hoy tenemos que hacer real la invitación de Jesús en el “Padre
Nuestro”: que todos nos reconozcamos como hijos del mismo Padre y hermanos
entre nosotros; que haya pan cada día para todos; que sepamos perdonarnos como
el mismo Dios nos perdona; sin embargo, esto es sólo el inicio de una plenitud
que se colmará en la otra vida. El Reino de Dios comienza acá, pero termina “allá”,
como lo testimonió la Resurrección del mismo Jesús.
Esta es la fiesta que hoy
celebramos, pero que también implica un gran
compromiso de nuestra parte. Tenemos que ser solidarios con el Reino que Jesús inauguró.
Él marcó los derroteros; ahora somos nosotros quienes tenemos que seguirlos,
incluso hasta la muerte, como el P. Pro quien murió gritando “¡Viva Cristo Rey!”, por luchar contra un
gobierno injusto y opresor.
Que, en esta festividad el Señor nos conceda la gracia de trabajar apasionadamente
por este nuevo reinado que Jesús inauguró.