Camila
Gómez • Agustina Gallego • Carlos Sánchez
El rezago educativo en América
Latina no permite que los ciudadanos tengan acceso a mejores condiciones de
vida: la región está estancada en términos de movilidad social. Y sin embargo
los gobiernos no han establecido un proyecto económico que vaya más allá del
desarrollo maquilador.
Al ingresar a la universidad Manuel
logró, ese otoño de 1981, algo que hasta entonces nadie en su familia había
conseguido: llegar a una Facultad.
Y no se detuvo ahí. Cinco años
después finalizó su maestría en la Flacso de México. Al término de la ceremonia
de graduación su padre, un hombre que nunca culminó la primaria y trabajaba
para una cervecera, se acercó orgulloso a Manuel, ya todo un maestro en
Ciencias Sociales.
—Manolo, tú has estudiado primaria,
secundaria, bachillerato, universidad y ahora esta cosa que se llama maestría.
Hablas muy bonito; no dices haiga, como yo, y estoy muy orgulloso… Pero tengo
una duda: ¿por qué carajos soy yo, casi un analfabeto, quien te presta dinero
para la cuota inicial de tu auto?
Una de las grandes promesas de la
sociedad moderna ha sido la movilidad social. Persiste la idea de que a través
de la educación una persona podrá superar su situación de origen y llevar
condiciones de vida mejores que las de sus padres. Es por eso que la pregunta
del papá de Manuel se la siguen haciendo, año tras año, cientos de miles de
personas.
De hecho, señala Manuel Gil Antón,
hoy profesor investigador de El Colegio de México y uno de los académicos más
importantes en materia educativa en su país, “esa promesa de individuo se
trasladó también a nivel social, y se dijo: en la medida en que una sociedad
tenga más gente educada, será más próspera”.
Pero hay una dificultad, explica:
“Se ha hecho una correlación entre educación y progreso —social y personal— que
solamente ocurre cuando hay una economía creciente. Y si el proyecto económico
de una nación no tiene como uno de sus pilares el conocimiento avanzado, no
resultará extraño que un físico, por ejemplo, se quede sin empleo si está en un
país que sólo tiene un desarrollo maquilador”.
La amplitud de esta promesa
incumplida recorre a casi toda Hispanoamérica. Julián de Zubiría, investigador
destacado en materia educativa en Colombia y director del Instituto Alberto
Merani, opina que, en efecto, hasta ahora la educación no ha sido un factor de
movilidad social en la región.
Más hacia el sur, Mariano
Narodowski, ex ministro de Educación de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, y
también investigador de políticas educativas, sostiene que hoy día la movilidad
social ascendente sólo ha correlacionado fuertemente cuanto menor es el nivel
educativo de los padres.
El sociólogo francés Jean-Claude Passerón
lo explicó claramente hace más de 40 años: la escuela, si trabaja bien, puede
hacer que el hijo de un obrero sea un gerente; lo que la escuela no puede hacer
es el puesto de gerente.
“Para que la educación sirva como
un instrumento de mejoría en la calidad de vida tiene que haber, primero,
calidad en la educación; y después, crecimiento económico que redistribuya el
ingreso mediante la generación de empleos o de espacios de desarrollo económico.
Eso implica reducir la inequidad”, subraya Manuel Gil.
Narodowski destaca un gran problema
que, a su juicio, enfrenta esta promesa: supone un mercado del trabajo
perfecto, cuando en realidad no es. “No es un mercado completamente libre, muchas
veces los mejores empleos no los obtienen los que saben más porque hay otros
tipos de redes vinculares, actividades corporativas u oligopólicas que hacen
que sean contratadas otra clase de personas”.
Es por ello que se calcula que en
1970 por cada profesionista en México había entre cuatro y cinco puestos de
trabajo; en la academia hoy por cada vacante que se abre hay hasta 92
aspirantes.
El modelo de desarrollo económico
argentino ejemplifica bien esta situación regional, opina Narodowski, pues está
centrado en la renta agropecuaria: “Cuánto dinero le puedes sacar a ese rubro y
luego redistribuirlo. En esa redistribución se solucionan algunos problemas de
pobreza. Esto da un poco de margen para subsidiar sólo algunas industrias. Y
bajo ese sistema opera el modelo educativo argentino. La economía tiende al
estancamiento y a la lógica rentista, lo que genera una sociedad jerárquica,
autoritaria”.
Por esa razón, se puede ser el
mejor ingeniero ferroviario del mundo, pero si en su país los trenes dependen
del gobierno y éste no invierte en ellos, solamente hay dos opciones: irse del
país o dedicarse a otra cosa.
Una situación similar vivió Benigno
Gutiérrez, un ingeniero químico por la Universidad Nacional Autónoma de México
que ahora fabrica y vende mobiliario metálico para la industria. “De mis
compañeros de carrera, a quienes les va mejor es a quienes se fueron del país.
Si te quedas en México te va a ir mal. Te mueres de hambre. A ellos les va bien
porque trabajan en Bélgica, por ejemplo”.
Incluso, desde el mismo
Observatorio Laboral de la Secretaría del Trabajo mexicana se incentiva a los
lectores a aplicar a empleos en el extranjero. Uno de los vínculos más leídos
de la página web es: “¿Quieres trabajar en Canadá?”.
Un segundo problema que se suma a
las complicaciones del sistema económico es que el nivel educativo en Hispanoamérica,
en general, aún dista de ser ideal, destaca Julián de Zubiría. Y los datos le
dan la razón. El último ranking educativo de la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) evaluó a 76 naciones y pocos
fueron los países hispanoamericanos bien librados.
Los tres Estados de habla hispana
más poblados en América ocupan posiciones bajas en el estudio de la OCDE.
México se ubica en el puesto 54 de 76, Argentina en el 62 y Colombia el 67.
“El mundo contemporáneo le está
haciendo exigencias a la universidad y ésta no ha respondido. Necesitamos
individuos más creativos, con más ingenio para plantear soluciones a problemas.
Eso no se está trabajando a nivel universitario”, sentencia De Zubiría.
Para avanzar en ese sentido hacen
falta medidas de Estado que trasciendan a una administración, coinciden los
expertos. La mayoría de los programas de gobierno no tienen repercusiones a
largo plazo.
La calidad en la educación no es un
tema central para los gobiernos; dentro de su proyecto económico no es
considerado un engranaje fundamental. “En el modelo colombiano, por ejemplo
—apunta De Zubiría—, es más importante la minería que la educación”.
En México, aunque el porcentaje de
aporte a la educación se asemeja a los realizados en Alemania o Japón, los
resultados en la materia no se comparan con los de esas naciones.
Este fenómeno muestra que destinar
cuantiosos recursos no es suficiente para mejorar el panorama educativo de un
país.
Tufik Zambrano, de Colombia, se
tituló como licenciado en Ciencias de la Educación especializado en Física y
Matemáticas a principios de los noventa. Durante su último año de estudios
trabajó como profesor para un colegio pequeño en un sector popular de Bogotá;
ahí se dio cuenta de que ése era el trabajo que quería hacer.
Cuando obtuvo su título logró un
gran salto: un colegio de elite le ofreció una plaza como docente. Al mismo
tiempo comenzó a trabajar como profesor universitario. Durante 15 años Tufik
enseñó en varias de las escuelas más importantes de la capital colombiana hasta
que un día “la experiencia comenzó a jugarme en contra. Los colegios empezaron
a contratar estudiantes de último semestre. Con lo que me pagaban a mí podían
sostener a cuatro chicos que por la experiencia aceptarían casi cualquier
salario”.
Esa situación hizo que Zambrano,
quien se encontraba en la campana alta de su carrera, se preguntara cómo iba a
ser el asunto cuando entrara en un declive profesional: “¿Esta profesión puede
sostener a mi hija, mi esposa y los pagos de la casa que acabo de adquirir? No,
imposible”.
Fue entonces cuando Tufik empezó a
asesorar a empresas importadoras de material radioactivo para medicina nuclear.
Sus conocimientos de física y matemáticas le permitieron capacitar al personal
sobre cómo transportar y guardar esos productos. Incluso se encargó de diseñar
bunkers para el almacenamiento de insumos radioactivos en hospitales.
“En ese momento me di cuenta de que
el dinero que podía obtener con esas asesorías era muchísimo mayor que con la
docencia, que me gustaba mucho más, sí, pero económicamente yo necesitaba
sostenerme”, explica.
Un par de años después lo reducido
del mercado hizo que para Tufik y sus socios fuera prácticamente imposible
competir con las dos empresas más fuertes en el sector de la medicina nuclear
en Colombia. Incluso a pesar de que él y su equipo habían capacitado a gran
parte del personal de estas compañías.
Lo que había sido una exitosa
“desviación” de su profesión comenzó a tornarse difícil. Con el sector
educativo ofertando pocas plazas mal pagadas, y el rubro nuclear fuera del
alcance de consultoras pequeñas, Tufik vive ahora de asesorar como freelance a
industrias en materia de logística. Su conocimiento como físico matemático es
desaprovechado.
No es un caso aislado. Una encuesta
realizada en 2015 por Adecco, compañía especializada en recursos humanos,
arrojó que sólo 33% de los colombianos considera que su trabajo guarda una alta
relación con sus estudios profesionales.
El fenómeno se replica en México,
donde una investigación de la empresa de fuerza laboral Manpower reflejó que en
2015 sólo 30% de los egresados universitarios trabajaba en su rubro de
profesionalidad. Las cifras oficiales, por su parte, esgrimen que el volumen de
quienes tienen un trabajo afín a sus estudios es de 80% de los egresados.
En Argentina una de las últimas
investigaciones al respecto surgió de la Universidad Autónoma de Buenos Aires,
la cual en 2007 registró que alrededor de 40% de sus egresados se desempeñaba
en actividades que guardan “baja o nula” relación con sus estudios.1
Este desbalance en el mercado
laboral se destaca en un informe realizado en 2013 por la Asociación Nacional
de Universidades e Instituciones de Educación Superior de México (ANUIES), el
cual es aprovechado por las empresas que contratan al personal más calificado
ofreciéndole un menor salario. El resto de los profesionistas tiene que elegir
entre ganar prácticamente nada o dedicarse a otra cosa.
En esa situación se encuentra
Magali Lagomarsino, quien estudió publicidad en la Universidad Argentina de la
Empresa pero actualmente trabaja atendiendo a los clientes de un banco
gubernamental en la provincia de Buenos Aires.
“Mientras cursaba la carrera
participé en algunos concursos y me fue bien. Pensaba terminar trabajando en
alguna empresa grande en el sector de publicidad o para una agencia. Pero al
salir de la universidad me di cuenta de que si no tienes contactos o
disponibilidad para trabajar prácticamente gratis, no hay empleo”, cuenta.
Como se ve, el fenómeno de personas
que optan por dedicarse a algo distinto a su especialidad debido a cuestiones
económicas no es excepcional. Al respecto, Lagomarsino reflexiona: “Terminas
consiguiendo un empleo en otra cosa que te deja vivir mejor que tu propia
carrera. Si trabajara en publicidad seguro sería de lunes a lunes y ganaría
menos plata”.
Algo similar le ocurrió a Pamela
Mejía Blancas, quien estudió Ciencias de la Educación en Michoacán, México.
“Pensé que con el título universitario se me facilitaría conseguir trabajo. Acá
dicen ‘papelito habla’; se supone que se te abren más puertas, pero creo que no
es verdad”, dice con desgano.
Al término de su carrera Pamela
contaba con un año de experiencia como maestra de primaria, pero en todas las
entrevistas a las que acudió le pedían un mínimo de cuatro años. Eso quiere
decir que habría tenido que trabajar como profesora casi desde el inicio de su
carrera. Y se cuestiona: “Si no te dan la oportunidad de ejercer, ¿de dónde
rayos vas a sacar la experiencia?”
De acuerdo con encuestas a
empresarios, una de las principales deficiencias que perciben los empleadores
es, precisamente, que los jóvenes carecen de experiencia.
El estudio Logrando compromiso en
el trabajo, realizado este año por la agencia Manpower en México, aborda esa
misma inquietud, pero muestra otro ángulo: “Las empresas perciben que existen
algunas desventajas al contratar personas jóvenes: falta de madurez, falta de
experiencia y de compromiso, lo cual es paradójico, considerando que un joven
podrá generar experiencia trabajando y se comprometerá con la empresa al ser
parte de ella”.
Para María Fernanda Rodríguez, una
politóloga bogotana que hoy es asesora educativa, esa debilidad afecta
gravemente a todos los egresados. “Es muy importante tener una buena pasantía,
que uno no sea la asistente de alguien a quien le resulta más barato tener un
pasante que contratar una secretaria”. Esto se traduciría en egresados con más
dominio de la práctica.
Sin embargo, apunta De Zubiría,
“entre los hombres de negocios no sólo hay descontento por la falta de
trayectoria. Me llama la atención que no hay quejas de que los chicos tuvieran
errores en las ecuaciones de segundo grado; todos coinciden en que los
egresados no saben escribir, hablar bien ni trabajar en equipo”.
La educación está muy descuidada,
apunta el investigador colombiano. “Yo estudié en la Facultad de Economía de la
Universidad Nacional de Colombia: nunca tuvimos trabajo en torno a cómo manejar
el dinero, no hicimos ejercicios de cómo invertir en la bolsa y después
analizarlo en una materia. El egresado de Economía no sale de la carrera
manejando el dinero. ¿No es eso absurdo?”.
“En Argentina a nadie le importa la
educación. Es impensable, por ejemplo, que un candidato gane una elección
porque promete algo en materia educativa. Existe el dirigente, el candidato al
que le interesa individualmente el tema, pero como clase política… Lo vemos en
la campaña electoral en curso: nadie habla al respecto, y si lo hacen es con
vaguedades”, sentencia Narodowski.
También resulta paradójico que en
la mayoría de estos países el sector empresarial se queje mucho del nivel de
los egresados profesionales pero no emprenda acciones de impacto para revertir
la situación.
Sólo en dos países de la región el
empresariado ha tomado manos en el asunto: República Dominicana y Brasil,
indica De Zubiría: “Los hombres de negocios pensaron que podían mantener su
crecimiento económico sin tocar el sistema educativo, pero han comenzado a
darse cuenta de que este rezago en la formación de jóvenes comienza a volverse
un obstáculo”.
Pero si bien la participación del
sector empresarial en el sistema educativo de un país puede tener beneficios
invaluables. Los gobiernos no pueden ceder todo a los hombres de negocios. “No
vinimos al mundo sólo a generar dinero. Vinimos a jugar futbol, a enamorarnos,
a escribir y leer poesía… Y si los empresarios se adueñan de la educación, se
preocuparán sólo por el rendimiento económico; y no, la educación tiene que
desarrollar al ser humano de manera integral”, añade De Zubiría.
Ahí radica la importancia de la
educación más allá del sistema económico. Probablemente es por eso que, en una
entrevista para el Observatorio Laboral del Ministerio de Educación colombiano,
Harold Schomburg —investigador alemán en educación y trabajo— apuntó que sería
completamente erróneo asesorar a los estudiantes de acuerdo con lo que sucede
en el mercado laboral. Ellos deben desarrollar sus habilidades.
La educación, si se hace bien
—subraya Gil Antón—, produce lectores, personas que piensan. Contribuye a
consolidar ciudadanía, capacidad crítica. Por eso, a pesar de que en los
momentos en que no hay crecimiento económico tengamos un excedente de egresados
cuyo talento efectivamente se desperdicia, tenemos también un ejército de
personas preparadas que pueden ser un motor de cambio social.
Esta idea la comparte Benigno
Gutiérrez: “Si bien no ejerzo en el rubro de mi profesión, pienso que tendría
muchas deficiencias si no hubiera ido a la universidad. Cursar una carrera
abrió mi perspectiva de la vida, de otra forma habría estado más limitado en mi
visión del mundo”.
Coincide también Elkin Morris, un
publicista bogotano convertido en chef: “En cualquier medio que te desempeñes
te exigen una cultura que, me parece a mí, solamente puedes obtener mediante la
universidad”.
Pero no todos lo consideran así. La
mexicana Pamela Mejía es menos optimista. “Con lo que estoy viviendo no creo
que sea tan necesario estudiar la universidad. Al final de cuentas lo que
importa es que tengas contactos. Eso es lo primordial. Mi trabajo actual, como
asistente de una congresista local, lo tengo justamente porque soy familiar”,
lamenta.
No es extraño que en muchas
ocasiones los profesionales dependan más del nivel y la calidad de relaciones y
contactos que de su conocimiento.
“Nunca se ha probado que un
egresado del Tecnológico de Monterrey —una de las universidades privadas más
costosas de México— sea mejor ingeniero que un chico del Instituto Politécnico,
que es público. Sin embargo, el primero tiene más relaciones, tiene otro color
de piel, tiene un capital cultural distinto en casa, ha viajado desde que tiene
cinco años, quizá habla inglés con fluidez tiene muchas ventajas, pero son de origen:
hemos vuelto al viejo régimen en que origen es destino”, afirma Manuel Gil.
Tal vez es por ello que Tufik
Zambrano se muestra escéptico respecto a la necesidad de cursar la universidad.
“Antes las familias se sentían muy orgullosas de que sus hijos fueran
profesionales; hoy es un requerimiento serlo, pero pienso que económicamente no
es una muy buena decisión para la familia. La inversión es muy alta y la tasa
de retorno casi nula, si es que la hay”.
La frustración y el descontento
social que genera esta promesa incumplida de educación y movilidad social es un
problema serio, pues conlleva un gran riesgo para toda la sociedad.
“Esta frustración genera un
desapego a la aventura del conocimiento. Los chicos empiezan a preguntarse para
qué estudiar si se gana mucho más como vendedor informal, y no se diga como
delincuente. Cuando un país pierde la relevancia educativa pierde muchísimo más
que el empleo o el desarrollo económico. Pierde el sentido de la cultura, el
sentido del valor del saber”, dice Gil Antón.