domingo, 29 de abril de 2018

5° dom. de Pascua; Abril 29 '18; José Antonio Pagola

CONTACTO PERSONAL
Según el relato evangélico de Juan, en vísperas de su muerte, Jesús revela a sus discípulos su deseo más profundo: "Permaneced en mí". Conoce su cobardía y mediocridad. En muchas ocasiones les ha recriminado su poca fe. Si no se mantienen vitalmente unidos a él no podrán subsistir.
Las palabras de Jesús no pueden ser más claras y expresivas: "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí". Si no se mantienen firmes en lo que han aprendido y vivido junto a él, su vida será estéril. Si no viven de su Espíritu, lo iniciado por él se extinguirá.
Jesús emplea un lenguaje rotundo: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos". En los discípulos ha de correr la savia que proviene de Jesús. No lo han de olvidar nunca. "El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada". Separados de Jesús, sus discípulos no podemos nada.
Jesús no solo les pide que permanezcan en él. Les dice también que "sus palabras permanezcan en ellos". Que no las olviden. Que vivan de su Evangelio. Esa es la fuente de la que han de beber. Ya se lo había dicho en otra ocasión: "Las palabras que os he dicho son espíritu y vida".
El Espíritu del Resucitado permanece hoy vivo y operante en su Iglesia de múltiples formas, pero su presencia invisible y callada adquiere rasgos visibles y voz concreta gracias al recuerdo guardado en los relatos evangélicos por quienes lo conocieron de cerca y le siguieron. En los evangelios nos ponemos en contacto con su mensaje, su estilo de vida y su proyecto del reino de Dios.
Por eso, en los evangelios se encierra la fuerza más poderosa que poseen las comunidades cristianas para regenerar su vida. La energía que necesitamos para recuperar nuestra identidad de seguidores de Jesús. El Evangelio de Jesús es el instrumento pastoral más importante para renovar hoy a la Iglesia.
Muchos cristianos buenos de nuestras comunidades solo conocen los evangelios "de segunda mano". Todo lo que saben de Jesús y de su mensaje proviene de lo que han podido reconstruir a partir de las palabras de los predicadores y catequistas. Viven su fe sin tener un contacto personal con "las palabras de Jesús".
Es difícil imaginar una "nueva evangelización" sin facilitar a las personas un contacto más directo e inmediato con los evangelios. Nada tiene más fuerza evangelizadora que la experiencia de escuchar juntos el Evangelio de Jesús desde las preguntas, los problemas, sufrimientos y esperanzas de nuestros tiempos.


5° Domingo de Pascua; 29 de abril del 2018; FFF


Hechos de los Apóstoles 926-31; Salmo 21; 1 Juan 318-24; Juan 151-8

Estamos ya próximos al final de la Pascua; luego vendrá el tiempo ordinario de la primitiva comunidad de seguidores de Jesús en su expansión por todo el mundo conocido. La Resurrección sigue transformando la vida y el corazón de los discípulos, e impactando más allá de los 12.
Pablo aparece por vez primera en escena. Bernabé lo lleva a presentar a los apóstoles, pero por razones obvias –pues había sido perseguidor- sospechan de él; sin embargo, la argumentación de Bernabé los convence narrando cómo Saulo “había visto al Señor en el camino…; cómo el Señor le había hablado, y como él había predicado en Damasco, con valentía, en el nombre de Jesús”.
La Resurrección de Jesús y la acción del Espíritu de Dios hacen el milagro más fundamental de ese inicio del cristianismo, al transformar a ese puñado de hombres y mujeres sin mayor trascendencia, en verdaderos apóstoles. Ya no serán los discípulos timoratos, egoístas, ignorantes, de cabeza dura para comprender los misterios del Reino y para anunciarlo. Hoy hay un “hombre nuevo” en cada uno de ellos. Éste es el gran milagro de la Pascua.
Ellos también han resucitado. Sin haber pasado por la muerte física, sin embargo ahora son otros; es una verdadera resurrección lo que han vivido, gracias a las apariciones de Jesús y a la iluminación del Espíritu. Han pasado también de la muerte en la que vivían por su incomprensión, traiciones y miedos, a la vida que el Espíritu Santo les regaló llena de pasión, entrega, valentía e, incluso, sabiduría para predicar el verdadero mensaje de Jesús.
Y éste es el verdadero milagro de la Pascua, pues han sido transformados en lo más profundo de su corazón; ahora son otros. Recordar cómo eran durante la vida de Jesús, en su Pasión y crucifixión, incluso en su resurrección, que en ese momento espectacular de Jesús ya resucitado, no entienden nada y siguen “esperando la restauración de Israel”, no daba ninguna garantía de que ellos pudieran seguir adelante con el gran proyecto de Jesús. Ahora ni la muerte –como le sucederá a Esteban-, ni la persecución y cárcel –como la sufrirán ellos-, los detendrá en su apasionado anuncio de Jesús, el Cristo, el Mesías, aquel que los judíos habían crucificado y ahora Dios lo había resucitado. Siguen adelante, porque Jesús verdaderamente resucitó. Su vida es la que permite que tenga sentido la construcción del Reino: si Jesús hubiera permanecido muerto, su proyecto no hubiera seguido adelante.
Él fue y es la fuerza, la presencia, la motivación, el impulso imparable para continuar con el anuncio del Reino y su construcción, costara lo que costara. Ahora ya no hay miedo, confusiones, temores, inseguridades, dudas. Jesús resucitó y eso es el verdadero motivo para seguir con el anuncio del Reino; y la transformación de ellos es la mejor prueba y evidencia de que todo lo de Jesús fue verdaderamente cierto.
El testimonio de Pablo es otra prueba fehaciente de la autenticidad de todo el evangelio. Él, un judío recalcitrante, perseguidor apasionado de los cristianos, de pronto, sin haber sido del grupo de seguidores de Jesús, ahora, por una acción realmente inexplicable del Espíritu, detiene su camino y se convierte en uno de los pilares más fuertes de la predicación del Reino. ¿De dónde sacó toda su sabiduría, conocimiento teológico, comprensión del misterio de Cristo, si no hubiera sido por esa acción profundamente misteriosa pero no menos real, del Espíritu de Dios?
Los discípulos creen en Pablo, después del testimonio de Bernabé, y también advierten cómo él, de la misma forma, será perseguido por predicar de la “Buena Nueva” de Jesucristo. Predicación y persecución, serán las dos notas que acompañarán de aquí en adelante a los discípulos; al igual que la sabiduría y conocimiento del evangelio junto con la fuerza y convicción indomable, los acompañarán hasta la muerte. Mayor milagro no podemos encontrar ni mejor testimonio de la verdad de Jesús y del inicio del cristianismo.
San Juan, en su primera carta, siguiendo este espíritu del Evangelio, nos invita a la coherencia: el amor se muestra con las obras; “no amemos solamente de palabra”, nos dice. Y sintetiza toda su experiencia con el mismo mandamiento de Dios: “que creamos en la persona de Jesucristo, su Hijo, y nos amemos los unos a los otros”. He ahí, como lo dijo Jesús, “toda la ley y los profetas”.
Finalmente, también Juan en su Evangelio refuerza la vinculación que debemos tener con Jesucristo, si queremos tener vida y dar frutos del Reino. Jesús es la vida; nosotros los sarmientos; el que no permanece en él, muere; pero el que permanece da mucho fruto, mostrándose como verdadero discípulo de Jesús.
Ésta es la misión a la que hemos sido invitados como seguidores del Camino.



domingo, 22 de abril de 2018

4° Dom de Pascua; VA CON NOSOTROS; Ab. 22 '18, J. A. Pagola

El símbolo de Jesús como pastor bueno produce hoy en algunos cristianos cierto fastidio. No queremos ser tratados como ovejas de un rebaño. No necesitamos a nadie que gobierne y controle nuestra vida. Queremos ser respetados. No necesitamos de ningún pastor.
No sentían así los primeros cristianos. La figura de Jesús buen pastor se convirtió muy pronto en la imagen más querida de Jesús. Ya en las catacumbas de Roma se le representa cargando sobre sus hombros a la oveja perdida. Nadie está pensando en Jesús como un pastor autoritario dedicado a vigilar y controlar a sus seguidores, sino como un pastor bueno que cuida de ellas.
El "pastor bueno" se preocupa de sus ovejas. Es su primer rasgo. No las abandona nunca. No las olvida. Vive pendiente de ellas. Está siempre atento a las más débiles o enfermas. No es como el pastor mercenario que, cuando ve algún peligro, huye para salvar su vida abandonando al rebaño. No le importan las ovejas.
Jesús había dejado un recuerdo imborrable. Los relatos evangélicos lo describen preocupado por los enfermos, los marginados, los pequeños, los más indefensos y olvidados, los más perdidos. No parece preocuparse de sí mismo. Siempre se le ve pensando en los demás. Le importan sobre todo los más desvalidos.
Pero hay algo más. "El pastor bueno da la vida por sus ovejas". Es el segundo rasgo. Hasta cinco veces repite el evangelio de Juan este lenguaje. El amor de Jesús a la gente no tiene límites. Ama a los demás más que a sí mismo. Ama a todos con amor de buen pastor que no huye ante el peligro sino que da su vida por salvar al rebaño.
Por eso, la imagen de Jesús, "pastor bueno", se convirtió muy pronto en un mensaje de consuelo y confianza para sus seguidores. Los cristianos aprendieron a dirigirse a Jesús con palabras tomadas del salmo 22: "El Señor es mi pastor, nada me falta... aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida".
Los cristianos vivimos con frecuencia una relación bastante pobre con Jesús. Necesitamos conocer una experiencia más viva y entrañable. No creemos que él cuida de nosotros. Se nos olvida que podemos acudir a él cuando nos sentimos cansados y sin fuerzas o perdidos y desorientados.

Una Iglesia formada por cristianos que se relacionan con un Jesús mal conocido, confesado solo de manera doctrinal, un Jesús lejano cuya voz no se escucha bien en las comunidades..., corre el riesgo de olvidar a su Pastor. Pero, ¿quién cuidará a la Iglesia si no es su Pastor?

4° Domingo de Pascua; 22 de abril del 2018; FFF


Hechos de los Apóstoles 48-12; Salmo 117; 1 Juan 31-2; Juan 1011-18

Cada una de las lecturas de este 4° domingo de Pascua nos dan elementos para seguir intentando comprender un poco más la Resurrección de Jesús, el hecho realmente más trascendente de toda la historia de la humanidad.
La primera lectura, después de habernos narrado cómo Pedro y Juan curan a un hombre enfermo, ahora nos presenta con toda contundencia y claridad quién fue realmente el autor del milagro. Definitivamente no fueron ellos; los apóstoles sólo fueron el medio por el que ese hombre recibió la curación. “Este hombre –afirma Pedro con toda vehemencia- ha quedado sano en el nombre de Jesús de Nazaret”, afirmación que entre otras muchas verdades destaca el hecho más profundo del cristianismo: la construcción del Reino, seguir el proyecto del que Jesús los había enamorado, no tenía ningún sentido, sin la Resurrección de Jesús. La experiencia religiosa que experimentaron los llevó a vivir inextricablemente la fuerza de la unión entre Jesús y su causa. No se podían separar. La causa, es decir la construcción del Reino, sin Jesús, no tenía ningún sentido; pero la vinculación a Jesús sin su causa, tampoco. Ellos no podían quedarse adorando exclusivamente a su Maestro, sino hacer lo que él hacía, lo que les enseñó a hacer. Pero hacerlo sin Él, simplemente resultaba no sólo imposible, sino vacío de sentido. Si ellos seguían adelante en la obra de Jesús, era porque se habían enamorado de Él; porque Él se había convertido en el sentido más profundo de su vida y porque –como afirmó Pedro a continuación- aquel a quien habían crucificado, “Dios lo resucitó de entre los muertos”. El Crucificado seguía vivo; por eso se podía seguir adelante con su causa.
Fue por la fuerza de Jesús, y no por la de ellos, que el enfermo fue curado; sin embargo, creer en el Resucitado no podía dejarlos encerrados en el Cenáculo adorando a Jesús, esperando su venida final. El Resucitado confirmó su causa: ellos tenían que seguir construyendo el Reino; seguir su ejemplo de curar toda enfermedad y toda dolencia; incorporar a esa nueva realidad que era el Reino a todos aquellos marginados y excluidos tanto por el poder religioso como político. Como Pablo dirá posteriormente, “si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe”.
San Juan, en la segunda lectura, saca una de las conclusiones más importantes de la Resurrección de Jesús; puesto que Él resucitó y era carne de nuestra carne, nosotros también resucitamos con Él y así accedimos a su propia filiación; Él es nuestro hermano que, al romper las cadenas del pecado centradas en la muerte, nos elevó a su propia dignidad: “Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre –dice Juan- pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”. No han faltado textos o comentarios, principalmente en relación al bautismo, que nos concibe como personas “adoptadas” por Dios; nada más lejos de la realidad cristiana. En Jesús resucitado somos verdaderamente hijos de Dios; tenemos filiación divina, pero sólo en Jesús. No es que seamos dioses; pero sí somos verdaderos hijos de Dios en Jesucristo que –como dice también San Juan- en eso se evidencia “cuánto amor nos ha tenido el Padre”.
Finalmente, la tercera lectura del evangelio de Juan, nos ofrece una pista muy importante para comprender un poco más la causa de la muerte de Jesús. La teología medieval afirmó que Jesús iba a la cruz por voluntad del Padre para reconciliar en Él a una humanidad que le había ofendido. En Jesús se cebaba la ofensa que el mundo había cometido contra Dios, de forma que destruyendo a Jesús, se borraba la ofensa. Dios no podía perdonar si alguien no pagaba con su vida la ofensa; y pagarla era destruir al autor de la ofensa, y ese era Jesús al ser humano y divino; tendía que ser destruido mediante un gran tormento, para que Dios quedara ya satisfecho y se borrara la ofensa cometida. De esta forma –como se afirmó muchas veces- Dios quiso que su hijo fuera a la cruz para satisfacer su deseo de venganza por lo que la humanidad le había hecho. Pero nada más lejos de la verdad.
Juan sostiene lo contrario. Jesús es el buen pastor que “da la vida por sus ovejas”; y unas líneas adelante afirma con toda claridad: “Nadie me la quita; yo la doy porque quiero. Tengo poder para darla y lo tengo también para volverla a tomar”. “El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar”.
Jesús da la vida; nadie se la quita, ni el Padre, el buen Padre que él nos reveló, envió a su Hijo para morir en la cruz; Dios no quería la muerte de su hijo. Su “voluntad” era que Jesús fuera el buen pastor, y si eso le costaba la vida, seguiría adelante asumiendo las consecuencias; pues no era un asalariado a quien “no le importan sus ovejas”. La voluntad del Padre era mostrarnos en Jesús cómo quería a la humanidad; era mostrarnos un nuevo amor divino que en Jesús dio su vida por las ovejas, porque quiso; porque las amó hasta el extremo, justamente para que nosotros también hagamos lo mismo, y no seamos asalariados.
Aprendamos de la Resurrección y de sus efectos en la vida de los apóstoles para seguir proclamando la buena nueva del Reino, porque “Jesús vive”.






domingo, 15 de abril de 2018

Otro México es posible; Diego Petersen Farah; SinEmbargo; Marzo 23, 2018


¿Otro México es posible? Frente al derrotismo que impera en una buena parte de la sociedad, la pregunta no solo es pertinente sino sumamente significativa. Foto: Cuartoscuro
¿Otro México es posible? Frente al derrotismo que impera en una buena parte de la sociedad, la pregunta no solo es pertinente sino sumamente significativa.
Plantearnos la pregunta implica desde ya cuáles son esos Méxicos Posibles y qué consecuencias tiene tomar o no tomar ciertas decisiones en el corto y mediano plazo para el derrotero del país y por lo tanto de nosotros mismos.
Con esa pregunta y la metodología de Planeación Transformadora por Escenarios, de Adam Kahane, (autor entre otros libros de Colaborando con el enemigo, facilitador del proceso de transición en Sud África y la pacificación de Colombia) casi un centenar de mexicanos ampliamente diversos en edades, origen geográfico, oficios, ideología, pero sobre todo en la forma de ver el país, discutimos (de hecho, primero aprendimos a discutir) y creamos cuatro escenarios posibles para México de cara al 2030. (Las narrativas completas y más información sobre el grupo están en la página www.mexicosposibles.mx)
El primero es el escenario que bautizamos como Unos toman, México agandallado, que es por así decirlo el escenario inercial. En este escenario se mantienen los privilegios y los sistemas de excepción, no hay transformaciones de fondo, lo que conlleva a un deterioro paulatino pero sostenido en el mediano plazo en inseguridad, ilegalidad e inequidad.
Un segundo escenario posible es el que llamamos Unos ponen, México Pasmado, que refleja un país en el que la distancia entre los tomadores de decisiones y la una sociedad cada vez más activa pero poco eficiente, lo que lleva a confrontaciones constante y resultados mediocres en todos los ámbitos en el futuro cercano.
El tercer escenario, el que seguramente todos deseamos, es el que llamamos Todos ponen, México responsable. Por supuesto que es el que suena mejor, pero es el que implica que cada uno asuma su responsabilidad y que encontremos, por la vía del diálogo, fórmulas para transformar al país y reducir paulatina pero sostenidamente la inseguridad, la ilegalidad y la inequidad.
Pero existe un cuarto escenario que no por indeseado es menos factible: Todos pierden, México fallido, caracterizado por acelerado deterioro de las condiciones económicas y sociales producto de una democracia fallida, tendencias autoritarias, pérdida del control territorial, etcétera.
No se trata de predicciones de Nostradamus, ni de una colección de deseos y frustraciones. Todas estas son narrativas factibles, pertinentes, retadoras construidas colectivamente con metodología para dar luz de lo que puede suceder. Partimos de que el futuro de México no está escrito y que hay que escribirlo entre todos y para todos; estamos cierto de que otro México (ese que muchos deseamos, pero que tenemos que aprender a construirlo juntos) es posible.


Artículo Interesante, 2 de abril del 2018; La Privacidad; Sergio Muñoz Bata


Para recuperar la privacidad perdida tendría que volverme un ermitaño, irme a vivir a un bosque y destruir mi computadora, mi teléfono y mi tableta
¿Ya te saliste de Facebook? Me pregunta un amigo. ¿Te vas a unir a la demanda contra Facebook? Me dice otro. La respuesta a ambas preguntas es no. A pesar de que creo que en el enredo entre Facebook y los creadores de la aplicación que saqueó los datos personales de más de 50 millones de usuarios hubo engaño, simulación y una ambición desmedida, no creo que desconectarse solucione el problema.
Confieso que cuando leí que de algún modo Facebook facilitó la elección de Donald Trump me dio nausea, pero no creo que el 30% de votantes que simpatizan con el troglodita necesiten lavados de cerebro extra, y no creo que la información de Facebook haya influido en su elección más que los errores estratégicos de Hillary Clinton en tres estados.
Yo abrí mi cuenta de Facebook para estar en comunicación con familiares y amigos regados por el mundo, y el resultado ha sido más bueno que malo. He descubierto primos, primas, sobrinos y sobrinas que no conozco en persona, y he intercambiado notas con amigos a quienes no he visto en años. A veces me irrita que algún pariente abuse de la comunicación familiar para vender un producto o apoyar a un político, pero luego pienso que cuando coloco mis columnas en la página estoy haciendo lo mismo.
Por otro lado, todo el escándalo que se ha creado por la utilización de datos personales con fines comerciales o políticos en Facebook me recuerda la magistral escena en la película Casablanca en la que después de recoger sus ganancias en la ruleta, el capitán Louis Renault dice: “Estoy sorprendido, sorprendido de descubrir que aquí hay juegos de azar”.
La razón de ser de Facebook es ganar dinero vendiendo la información personal que sus usuarios voluntariamente colocan en su página. Y la idea de comerciar con los datos de consumidores no es nueva. A finales de los sesenta y principios de los setenta, cuando yo trabajaba para la agencia de publicidad Leo Burnett, asistí a una presentación en Chicago que en su momento me pareció alucinante. Las investigaciones del grupo de mercadeo de la compañía habían encontrado que la población entera de Estados Unidos se reducía a nueve grupos de hombres y ocho de mujeres.
Mediante encuestas a consumidores y cuestionarios a participantes en los llamados focus groups, la agencia elaboraba perfiles psicográficos para refinar, con la mayor precisión posible para la época, los gustos y los deseos de los consumidores. Así, por ejemplo, una vez definido el perfil de un consumidor de cerveza, en el anuncio de la marca de cerveza que la agencia manejaba se narraba una pequeña historia de 30 segundos en la que se representaba lo que en la mente del consumidor era “un sueño relevante y quizá realizable”. Si el perfil trazado era el correcto, aumentaban las ventas de esa cerveza en particular.
Lo que Facebook, Google y otros medios sociales hacen, a través del internet, es lo mismo que las agencias de publicidad y mercadeo han hecho siempre, pero con mayor precisión y mejor puntería.
George Soros, el multimillonario de izquierdas, definió a Facebook y a Google monopolios que dañan a los individuos, la innovación y la democracia y exigió que se les regule con mayor rigor. Concuerdo con Soros en que una mejor regulación sería deseable, pero nada ni nadie puede regular a alguien como Trump que por todos los medios disemina noticias falsas. El problema no es Twitter, es gente como Trump.
¿Mejoraría mi privacidad sin Facebook? Sin duda, si me vuelvo un ermitaño, me voy a vivir a un bosque y destruyo mi computadora y mi teléfono.
Pero si no me vuelvo un noble salvaje, sé que al prender cualquiera de estos aparatos, Google sabe de inmediato dónde estoy y dónde he estado, guarda copias del contenido de todas mis búsquedas en la computadora; cuando espía mi calendario tiene la desvergüenza de indicarme cómo llegar a donde quiero ir y me sugiere qué música comprar digitalmente basada en un riguroso conocimiento de mis gustos. También tiene toda la información de los contactos que guardo en mi directorio digital, todos los correos electrónicos que he mandado y todos los que he eliminado.
Este es el “Big Brother” que hemos creado voluntariamente y del que nunca podremos escapar, aunque quememos la computadora y el teléfono en una pira funeraria y regresemos a escribir en una Olivetti.


Artículo Interesante: Silencio, por favor; Joseba Elola


1 de abril del 2018
Casi todos evitamos los instantes de pausa. Los más jóvenes, presos de la ansiedad, huyen de ellos despavoridos. El ruido, ya sea acústico, visual o mental, va a más
Enfrentarse al silencio no es fácil. Encontrarlo, tampoco. Y menos en medio de esta cacofonía en que se ha convertido la vida hiperconectada. Por eso la historia de Erling Kagge, un hombre en permanente búsqueda de silencio, le deja a uno sin palabras.
El editor, escritor, abogado y explorador noruego, de 55 años, decidió dar en 1992 una nueva vuelta de tuerca a su exploración de la quietud. Se trasladó a la Antártida, presuntamente, el lugar más silencioso del planeta, para enfrentarse al vacío. Y puso rumbo al sur.
Durante 50 días no convivió más que con el ruido de sus pisadas sobre el hielo. Abandonó en el avión que le trasladó al Polo Sur las pilas de la radio que le habían recomendado llevar, quería quedarse completamente solo. Caminó, día tras día, en medio de un paisaje blanco y vacío, aparentemente plano. Se envolvió en la (presunta) nada, se enfrentó al (gran) silencio.
Dice que la experiencia tuvo sus momentos duros, que llegó a llorar de frío, pero que sintió que se fundía con la naturaleza, que su cuerpo pasaba a formar parte del aire, del sol, del frío. Sostiene que hoy en día vivimos instalados en una permanente huida del silencio. Lo hacemos para huir de nosotros mismos. Lo tapamos todo con ruido. Solo enfrentándonos al silencio (y sin llegar a experiencias tan extremas como la suya) conseguiremos conocernos. Es la clave, afirma, para una existencia plena.
Existimos en medio del ruido. Acústico, visual, mental. Demasiada información bullendo simultáneamente y llegando por demasiados canales. Estamos permanentemente ocupados, siempre buscando algo que hacer. Con listas de cosas pendientes. Con la radio encendida en cuanto asoma una brizna de silencio. Con la música puesta, el televisor encendido, aunque nadie lo vea; enfrascados en nuestro teléfono, artilugio que encierra la incierta promesa de alejarnos del vacío. Todo con tal de no enfrentarnos al vértigo de la ausencia de sonido, a la aversión que produce una interrupción, por pequeña que sea, de ese zumbido constante que nos acompaña en el día a día, el de la vida moderna, el que existe y el que, con entusiasmo y talante irreflexivo, alimentamos. Miedo al silencio.
El ruido que nos rodea va a más. Cada vez somos más y todos llevamos un móvil en el bolsillo. Ya hay más líneas móviles que personas en el planeta —7.800 millones de tarjetas SIM para 7.600 millones de personas, según el informe Mobile Economy de la GSMA, la asociación que organiza el Mobile World Congress de Barcelona—. El catálogo de soniquetes, silbiditos e inframelodías se une a la sinfonía de los ya consagrados hilos musicales de los comercios, los rugidos y pitidos del tráfico, las alarmas…
“Todo el ruido que generan las redes sociales solo hace que la gente se sienta más sola, más inquieta, más frustrada”, dice el editor Erling Kagge
En medio de este paisaje disonante emergen voces suaves, pausadas, como la de Erling Kagge, que reclaman un paso atrás, un reencuentro con el silencio. Libros como Solitud (Paidós), de Michael Harris; análisis como Ensayos sobre el silencio (Siruela), de Marcela Labraña; películas sigilosas, o que rinden homenaje a la quietud, como la recién estrenada 100 días de soledad.
Nuestra aversión a la insonoridad no es cosa nueva. Ya lo decía Pascal en el siglo XVII: “Cuanto de malo sucede a los hombres procede de una única cosa, a saber, no ser capaces de quedarse quietos en una habitación”. El filósofo y matemático francés planteó que todos vivimos, en cierto modo, atormentados por el momento presente. El desasosiego es algo natural, buscar algo que hacer, apagar el silencio de la inactividad, esquivar ese vacío, es humano. Pero nuestra huida hacia adelante ha ido a más con el paso del tiempo; hasta alcanzar límites que invitan a una reflexión.
Kagge asevera que el caos es el estado natural del cerebro. Y que a través del silencio uno consigue serenarlo. En conversación telefónica desde las oficinas de su editorial en Oslo, el editor noruego relata que uno de los motivos que le empujó a escribir El silencio en la era del ruido (Taurus), libro en el que ha volcado experiencias y reflexiones, fue ver cómo sus tres hijas, de 13, 16 y 19 años, eran incapaces de soportarlo. “Los adolescentes no saben lo que es el silencio, necesitan ruido constante a su alrededor, distracciones permanentes”.
Viven en un carrusel de emociones cargadas de expectativas y frustraciones, todo al instante. “Muchos de los problemas de nuestra sociedad tienen su origen en el ruido”, afirma. “No hay más que ver la industria de las apps: Snapchat, Instagram, Facebook, Twitter… Todo el ruido que generan solo hace que la vida de las personas sea más difícil; hacen que la gente se sienta más sola, más inquieta, más frustrada, que piense que su vida es triste. Y todo ello está basado en esa necesidad de ruido”.
Gran parte de las experiencias de los más jóvenes, hoy en día, están mediadas por la tecnología. Ellos conviven con la referencia sistemática e instantánea de lo que hacen los demás. Estos dos fenómenos preocupan sobremanera al profesor David Harley, psicólogo estudioso del silencio, especializado en la interacción humano-computadora. “Las investigaciones muestran que muchos jóvenes experimentan miedo y ansiedad cuando desconectan de sus redes; cuando, por ejemplo, su teléfono se queda sin batería o no hay wifi”, explica desde Brighton, en cuya Universidad imparte clases.
Harley, que desde hace seis años organiza sesiones silenciosas con los alumnos para que descubran el poder que contiene el silencio, considera que estamos muy necesitados de calma y sigilo. “La prueba es el estado de la salud mental de los jóvenes, que obedece, en gran parte, a las dinámicas que se han generado con la tecnología”, afirma. “Esas dinámicas de competitividad, de productividad son fuente de ansiedad”, apunta. “La tecnología introduce la productividad y la eficiencia en las relaciones sociales”. No solo entre los jóvenes, por cierto.
La posibilidad de conectar con cualquiera, en cualquier momento, en cualquier lugar del mundo, y el hecho de que todo deba producirse al instante ha generado una suerte de compresión de la noción del tiempo. “El silencio”, agrega Harley, “es el antídoto contra esa compresión del tiempo”.
En una longitud de onda similar se sitúa el escritor Pablo D’Ors, autor de Biografía del silencio (Siruela), libro del que se han vendido más de 120.000 ejemplares y en el que reflexiona sobre nuestro “vertiginoso” modo de vida para ofrecer la meditación como herramienta paliativa. “Lo que más ruido genera es el teléfono móvil”, afirma en su silencioso apartamento en el barrio de Tetuán, Madrid. “Es el gran símbolo de nuestra sociedad, la gran ficción de estar conectados, la manera de ocultar nuestra soledad”.
D’Ors, que además de escritor es un sacerdote católico escasamente convencional, declarado admirador de Buda, apunta que el 99% de los mensajes que nos enviamos por Whats­App no tienen ningún contenido (“son puros inputsde autoafirmación personal, por eso tienen tanto éxito”). Puro ruido. Al que hay que sumar el de las redes sociales, infladas de pretendidos “amigos” —“la amistad no es otra cosa que la intimidad con otro”, dice D’Ors— que, de tanto compartir (¿el qué?), no hacen (hacemos) otra cosa que sumar decibelios a la cacofonía.
Este pensador y teólogo que medita todos los días una hora por la mañana y media hora por la noche estima que nuestro miedo al silencio se refleja en que somos incapaces de estar atentos. “Saltamos de un mensaje a otro, ya no somos capaces de leer dos párrafos seguidos, vivimos en una total dispersión”. Para frenarla, necesitamos silencio, poderoso instrumento que ayuda a frenar el caos en el que, cada vez más, viven nuestros cerebros.
El silencio es capaz de transformarnos, afirman sus defensores. Solo cuando se experimenta su fuerza se da uno cuenta de ello. Sirve para serenar la mente, sí; y también es necesario para ser creativo: las mejores ideas vienen cuando desconectamos, cuando estamos en silencio. Erling Kagge cuenta en su libro el caso de Mark Juncosa, una de las mentes detrás de SpaceX, el megaproyecto aeroespacial del magnate Elon Musk. Juncosa confiesa que, en sus extenuantes jornadas, solo consigue desconectar del ruido del mundo en cuatro contextos: cuando hace ejercicio, surf, en el váter y en la ducha. “Es entonces cuando aparecen las mejores soluciones”.
El editor noruego describe al propio Elon Musk, con el que ha tenido varios encuentros, como un hombre que venera el silencio, que recurre a él a menudo para estimular su mente. Al intrépido visionario le gusta escuchar. Y suele insertar silencios en la conversación. “Antes de hablar, se queda unos segundos pensando”, explica Kagge. “Es cuando ves que su mente está trabajando”. En silencio.
A menudo, las palabras sobran. El pensador francés David Le Breton define el silencio por oposición al ruido y al exceso de palabrería. Y en esto coincide con Ludwig Wittgenstein, que empezó a reflexionar sobre la cuestión como reacción a la cháchara que escuchaba en los salones de la burguesía decadente de la Viena de principios del siglo XX. “De lo que no se puede hablar, hay que callar”, escribió el influyente filósofo austriaco en Tractatus logico-philosophicus, la única obra que publicó en vida.
Ante las agresiones a las que se ve expuesto el ciudadano hiperconectado, el silencio, retratado como incómodo, parece fascinante
Le Breton argumenta en Silencio. Aproximaciones (Sequitur, 2007) que la disolución e inflación mediática ha generado un ruido insoportable frente al que la reivindicación del silencio se convierte en un acto de gallardía, contracultural. Lo defiende como antídoto contra ese vacuo conformismo que se disuelve en el ruido incesante de medios y redes.
Ante la proliferación de agresiones externas a las que el ciudadano hiperconectado se ve expuesto, el silencio, tan a menudo retratado como incómodo, se aparece como un fenómeno dotado de propiedades calmantes, sanadoras, incluso como algo, simplemente, fascinante.
Las sesiones silenciosas que el profesor Harley organiza en la Universidad de Brighton comenzaron como parte de su investigación. Al psicólogo británico, de 50 años, siempre le llamó la atención que no existiera una gran tradición científica en el campo del silencio. La psicología, por lo que parece, valga la boutade, también le tiene miedo a la insonoridad.
Su propuesta inicial consistía en compartir semanalmente, en grupo, 20 minutos de silencio en una sala para, al final, conversar sobre la experiencia. Al cabo de un año, la gente ya solo reclamaba la sesión insonora, se saltaba la charla. Unas 50 personas siguen acudiendo, intermitentemente, a la cita. Unos practican meditación, otros mindfulness —atención consciente—, algunos se tumban en el suelo, otros miran por la ventana… Cuenta Harley que es curioso cómo se difuminan las jerarquías entre colegas cuando se comparte el silencio.
“En el ámbito pragmático, el silencio me permite aterrizar, prestar atención, me otorga una cierta distancia con respecto a los imperativos de la mente”, explica Harley. “Aunque solo sea durante cinco o diez minutos, ayuda a ver las cosas con mayor perspectiva. Y puede resultar muy útil en una jornada de trabajo. A menudo nos vemos arrastrados por esa necesidad de ser productivos y, posiblemente, no somos tan creativos, dedicándonos a perseguir objetivos que no son ni esenciales ni fructíferos”. Perdidos en el ruido.
David Harley señala que esa necesidad de rumor continuo que nos hemos creado no responde a algo genético. No es algo con lo que nacemos, lo hemos aprendido. “Se nos olvida el valor del silencio”.
Erling Kagge defiende que podemos encontrarlo en cualquier momento, en cualquier lugar, y que la cuestión es ser consciente y aprovecharlo cuando aparece delante de nuestras narices. El editor noruego “crea” sus silencios al subir una escalera, al ordenar un armario o concentrándose en la respiración. “La riqueza potencial de ser una isla para nosotros mismos”, escribe, “debemos llevarla siempre dentro”.
Tal vez deberíamos tomar conciencia de la necesidad de silencio para ayudar a construirlo. Es tiempo de dar la callada por respuesta.


3er Dom. de Pascua; Abril 15 '18, J. A. Pagola

TESTIGOS
Lucas describe el encuentro del Resucitado con sus discípulos como una experiencia fundante. El deseo de Jesús es claro. Su tarea no ha terminado en la cruz. Resucitado por Dios después de su ejecución, toma contacto con los suyos para poner en marcha un movimiento de "testigos" capaces de contagiar a todos los pueblos su Buena Noticia: "Vosotros sois mis testigos".
No es fácil convertir en testigos a aquellos hombres hundidos en el desconcierto y el miedo. A lo largo de toda la escena, los discípulos permanecen callados, en silencio total. El narrador solo describe su mundo interior: están llenos de terror; solo sienten turbación e incredulidad; todo aquello les parece demasiado hermoso para ser verdad.
Es Jesús quien va a regenerar su fe. Lo más importante es que no se sientan solos. Lo han de sentir lleno de vida en medio de ellos. Estas son las primeras palabras que han de escuchar del Resucitado: "La Paz esté con vosotros... ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?".
Cuando olvidamos la presencia viva de Jesús en medio de nosotros; cuando lo ocultamos con nuestros protagonismos; cuando la tristeza nos impide sentir todo menos su paz; cuando nos contagiamos unos a otros pesimismo e incredulidad... estamos pecando contra el Resucitado. Sí no es posible una Iglesia de testigos.
Para despertar su fe, Jesús no les pide que miren su rostro, sino sus manos y sus pies. Que vean sus heridas de crucificado. Que tengan siempre ante sus ojos su amor entregado hasta la muerte. No es un fantasma: "Soy yo en persona". El mismo que han conocido y amado por los caminos de Galilea.
Siempre que pretendemos fundamentar la fe en el Resucitado con nuestras elucubraciones, lo convertimos en un fantasma. Para encontrarnos con él, hemos de recorrer el relato de los evangelios: descubrir esas manos que bendecían a los enfermos y acariciaban a los niños, esos pies cansados de caminar al encuentro de los más olvidados; descubrir sus heridas y su pasión. Es ese Jesús el que ahora vive resucitado por el Padre.
A pesar de verlos llenos de miedo y de dudas, Jesús confía en sus discípulos. Él mismo les enviará el Espíritu que los sostendrá. Por eso les encomienda que prolonguen su presencia en el mundo: "Vosotros sois testigos de estas cosas". No han de enseñar doctrinas sublimes, sino contagiar su experiencia. No han de predicar grandes teorías sobre Cristo sino irradiar su Espíritu. Han de hacerlo creíble con la vida, no solo con palabras. Este es siempre el verdadero problema de la Iglesia: la falta de testigos.


3er Domingo de Pascua;15 de abril del 2018; FFF

3er Domingo de Pascua;15 de abril del 2018; FFF
Hechos de los Apóstoles 313-15. 17- 19; Salmo 4; 1 Juan 21-5; Lucas 2435-48

La Resurrección del Señor Jesús es el hecho más trascendental y paradigmático del Cristianismo, indisolublemente unido a su Pasión. Es lo que se ha llamado “El Misterio Pascual” o el “Misterio de la Pascua del Señor”, de su “paso” de la muerte a la vida. Por eso San Pablo afirma contundentemente que “si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe”.
Las lecturas de este 3er domingo de Pascua nos dan algunas de las claves de este tiempo que nos permiten comprender un poco menos confusamente –como los Apóstoles que “creían ver un fantasma”-, el término glorioso de la vida del Señor.
La primera es que verdaderamente el mismo que fue clavado en la cruz por los judíos, es el mismo que resucitó. Así se afirma radicalmente la vinculación entre ambos hechos, para evitar herejías que se dieron en los primeros siglos del cristianismo. Algunos afirmaron que el que murió fue un hombre común y corriente y que el Resucitado era otro: es el “Verbo”, que no tuvo que ver con ese hombre llamado Jesús de Nazaret; pero también se afirmaba lo contrario: que Jesús no fue verdaderamente hombre, sino sólo Dios; sólo era como una especie de imagen, de “ikono”, pero no un ser realmente humano.
            La primitiva comunidad cristiana testimonió que no eran dos personas distintas, sino una sola; por eso el énfasis: “el mismo que Uds. crucificaron es el mismo que ha sido resucitado por Dios”. De ahí la fuerza de la aparición que narra el evangelio, cuando Jesús Resucitado, que ellos piensan que es un fantasma, les pide que lo toquen, que vean sus llagas, que le den de comer.
La segunda es la afirmación contundente de que, según las Escrituras, “el Mesías tenía que padecer”. La muerte de Jesús, su maestro, su amigo, su sentido de vida, su referencia, fue tan impactante, tan desconcertante, tan inconcebible, que sólo se la podían explicar como fruto de un designio que venía desde antiguo. De ahí el escándalo de la cruz: ningún padre que ve a su hijo sufrir y puede librarlo del sufrimiento, lo abandona y lo deja morir. Eso representa el grito de Jesús en la cruz cuando, orando hacia su Padre, le dice: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”.
            Pero el supuesto abandono y el designio del sufrimiento de Jesús como lo afirma el Profeta Isaías, sólo fueron las consecuencias de la lucha “a muerte” que Él tuvo contra todas las estructuras de poder que oprimían a sus hermanos y hermanas. Eso fue lo que le costó la muerte. El pueblo, azuzado por el poder religioso en contubernio con el poder civil, destrozó a Aquél que les resultaba una amenaza para continuar con el control y dominio que poseían de ese mismo pueblo. Sin embargo, el pueblo, manipulado por el poder, asesina a Aquél que podía salvarlo de la esclavitud, sin darse cuenta de lo que hacían, como se afirma en la primera lectura.
            Y la presencia y designios del Padre fueron aceptar las consecuencias que Jesús, como cualquier otro humano, estaba sufriendo en su lucha contra todo lo que oprimía a los hijos de Dios. Hubiera sido ridículo que cuando había llegado “la hora”, Dios salvara a su Hijo de las consecuencias de su lucha radical. De ese modo la presencia del Padre consistió en sostener a Jesús hasta la muerte; así nosotros tendríamos un verdadero ejemplo en Jesús, en nuestra propia lucha contra el mal en el mundo. Si Jesús fue hasta el fin y no fue librado de la muerte, como dice San Pablo, nosotros podemos hacer lo mismo, caminando hasta el fin, “fijos los ojos en Aquel que nos libró de la muerte” (Carta a los Hebreos).
La tercera clave es que no podemos acceder a la Resurrección si no seguimos a Jesús en la entrega de la vida, a pesar del sufrimiento que este seguimiento nos pueda costar. No podemos resucitar, simplemente sin pasar por la lucha a muerte contra el pecado. El divorcio de esta realidad unitaria es lo que ocasiona distorsiones muy graves en el seguimiento de Jesús. Por un lado, los que quieren vivir como Resucitados sin mojarse los pies en el sufrimiento del mundo y la cruz que millones de hijos de Dios siguen padeciendo. Pero la contraria también sucede: aquellos que o sólo se quedan con el sufrimiento proyectando en Cristo crucificado su propio dolor para encontrar ahí un alivio a su miseria, pero que no luchan para llegar a la Resurrección; a la de aquellos que luchan contra el mal, pero no desde la esperanza del triunfo de Jesús sobre la muerte, realizando su lucha desde el odio y la frustración por no tener lo que otros tienen.
            De ahí la insistencia de los testigos de la Resurrección: el mismo que mataron es el mismo que Dios ha resucitado. Es decir, no es posible acceder al triunfo, si primero no se ha luchado hasta la muerte. De ahí que Jesús les muestre las llagas; los haga tocar su cuerpo; que vuelva a comer con ellos. La Resurrección no desaparece la humanidad de Jesús; ni la humanidad impide tener un cuerpo resucitado, como lo testimonian los discípulos, cuando aparece y desaparece.
Finalmente, la cuarta clave, es la convicción de que Dios fue el que resucitó a Jesús. Es decir, aquello que pareció un abandono, no fue sino la solidaridad del Padre con todos los que sufren y que, como Jesús, algún día entregarían la vida en su lucha a muerte contra el pecado. De forma, que con esto se garantizaba que le lucha a muerte contra el mal, no quedaba en la muerte, sino en un paso adelante: en la Resurrección. Esa fue la convicción de la primitiva comunidad cristiana: al autor de la vida no lo podía retener la muerte.
            Y con esto se nos abre un horizonte de esperanza como ninguna otra propuesta religiosa puede hacer: el seguidor de Jesús es movido por la esperanza en la resurrección. La muerte no es la última palabra de nuestra historia; como tampoco lo es el mal; pues hay “Alguien” de nuestra propia condición que ya la venció y superó el mal: Jesús de Nazaret. En su Resurrección todos estamos salvados, porque la muerte ya no tiene poder para retenernos en ella.
Aprendamos a vivir el Misterio Pascual, entregando la vida en nuestra lucha contra el mal, sabiendo que la Resurrección de Jesús es la mayor fuerza que tenemos, pues es la última palabra de nuestra historia.