1 de abril del 2018
Casi todos evitamos los instantes de pausa.
Los más jóvenes, presos de la ansiedad, huyen de ellos despavoridos. El ruido,
ya sea acústico, visual o mental, va a más
Enfrentarse
al silencio no es fácil. Encontrarlo, tampoco. Y menos en medio de esta cacofonía
en que se ha convertido la vida hiperconectada. Por eso la
historia de Erling Kagge, un hombre en permanente búsqueda de silencio, le deja
a uno sin palabras.
El editor, escritor, abogado y explorador noruego, de 55
años, decidió dar en 1992 una nueva vuelta de tuerca a su exploración de la
quietud. Se trasladó a la Antártida, presuntamente, el lugar más silencioso del
planeta, para enfrentarse al vacío. Y puso rumbo al sur.
Durante 50
días no convivió más que con el ruido de sus pisadas sobre el hielo. Abandonó
en el avión que le trasladó al Polo Sur las pilas de la radio que le habían
recomendado llevar, quería quedarse completamente solo. Caminó, día tras día,
en medio de un paisaje blanco y vacío, aparentemente plano. Se envolvió en la
(presunta) nada, se enfrentó al (gran) silencio.
Dice que la
experiencia tuvo sus momentos duros, que llegó a llorar de frío, pero que
sintió que se fundía con la naturaleza, que su cuerpo pasaba a formar parte del
aire, del sol, del frío. Sostiene que hoy en día vivimos instalados en una
permanente huida del silencio. Lo hacemos para huir de nosotros mismos. Lo
tapamos todo con ruido. Solo enfrentándonos al silencio (y sin llegar a
experiencias tan extremas como la suya) conseguiremos conocernos. Es la clave,
afirma, para una existencia plena.
Existimos en
medio del ruido. Acústico, visual, mental. Demasiada información bullendo
simultáneamente y llegando por demasiados canales.
Estamos
permanentemente ocupados, siempre buscando algo que hacer. Con listas de
cosas pendientes. Con la radio encendida en cuanto asoma una brizna de
silencio. Con la música puesta, el televisor encendido, aunque nadie lo vea;
enfrascados en nuestro teléfono, artilugio que encierra la incierta promesa de
alejarnos del vacío. Todo con tal de no enfrentarnos al vértigo de la ausencia
de sonido, a la aversión que produce una interrupción, por pequeña que sea, de
ese zumbido constante que nos acompaña en el día a día, el de la vida moderna,
el que existe y el que, con entusiasmo y talante irreflexivo, alimentamos.
Miedo al silencio.
El ruido que
nos rodea va a más. Cada vez somos más y todos llevamos un móvil en el
bolsillo. Ya hay más líneas móviles que personas en el planeta —
7.800
millones de tarjetas SIM para 7.600 millones de personas, según el informe
Mobile Economy de la GSMA, la asociación que organiza el Mobile World Congress
de Barcelona—. El catálogo de soniquetes, silbiditos e
inframelodías se
une a la sinfonía de los ya consagrados hilos musicales de los comercios, los
rugidos y pitidos del tráfico, las alarmas…
“Todo el ruido que generan las redes sociales solo hace
que la gente se sienta más sola, más inquieta, más frustrada”, dice el editor
Erling Kagge
En medio de
este paisaje disonante emergen voces suaves, pausadas, como la de Erling Kagge,
que reclaman un paso atrás, un reencuentro con el silencio. Libros como
Solitud (Paidós),
de Michael Harris; análisis como
Ensayos sobre el silencio (Siruela),
de Marcela Labraña;
películas
sigilosas, o que rinden homenaje a la quietud, como la recién
estrenada
100 días de soledad.
Nuestra
aversión a la insonoridad no es cosa nueva. Ya lo decía Pascal en el siglo
XVII: “Cuanto de malo sucede a los hombres procede de una única cosa, a saber,
no ser capaces de quedarse quietos en una habitación”. El filósofo y matemático
francés planteó que todos vivimos, en cierto modo, atormentados por el momento
presente. El desasosiego es algo natural, buscar algo que hacer, apagar el
silencio de la inactividad, esquivar ese vacío, es humano. Pero nuestra huida
hacia adelante ha ido a más con el paso del tiempo; hasta alcanzar límites que
invitan a una reflexión.
Kagge asevera
que el caos es el estado natural del cerebro. Y que a través del silencio uno
consigue serenarlo. En conversación telefónica desde las oficinas de su
editorial en Oslo, el editor noruego relata que uno de los motivos que le
empujó a escribir El silencio en la era del ruido (Taurus),
libro en el que ha volcado experiencias y reflexiones, fue ver cómo sus tres
hijas, de 13, 16 y 19 años, eran incapaces de soportarlo. “Los adolescentes no
saben lo que es el silencio, necesitan ruido constante a su alrededor,
distracciones permanentes”.
Viven en un
carrusel de emociones cargadas de expectativas y frustraciones, todo al
instante. “Muchos de los problemas de nuestra sociedad tienen su origen en el
ruido”, afirma. “No hay más que ver la industria de las apps: Snapchat,
Instagram, Facebook, Twitter… Todo el ruido que generan solo hace que la vida
de las personas sea más difícil; hacen que la gente se sienta más sola, más
inquieta, más frustrada, que piense que su vida es triste. Y todo ello está
basado en esa necesidad de ruido”.
Gran parte de
las experiencias de los más jóvenes, hoy en día, están mediadas por la
tecnología. Ellos conviven con la referencia sistemática e instantánea de lo
que hacen los demás. Estos dos fenómenos preocupan sobremanera al profesor
David Harley, psicólogo estudioso del silencio, especializado en la interacción
humano-computadora. “Las investigaciones muestran que muchos jóvenes
experimentan miedo y ansiedad cuando desconectan de sus redes; cuando, por
ejemplo, su teléfono se queda sin batería o no hay wifi”, explica desde
Brighton, en cuya Universidad imparte clases.
Harley, que
desde hace seis años organiza sesiones silenciosas con los alumnos para que
descubran el poder que contiene el silencio, considera que estamos muy
necesitados de calma y sigilo. “La prueba es el estado de la salud mental de
los jóvenes, que obedece, en gran parte, a las dinámicas que se han generado
con la tecnología”, afirma. “Esas dinámicas de competitividad, de productividad
son fuente de ansiedad”, apunta. “La tecnología introduce la productividad y la
eficiencia en las relaciones sociales”. No solo entre los jóvenes, por cierto.
La posibilidad de conectar con cualquiera, en cualquier
momento, en cualquier lugar del mundo, y el hecho de que todo deba producirse
al instante ha generado una suerte de compresión de la noción del tiempo. “El
silencio”, agrega Harley, “es el antídoto contra esa compresión del tiempo”.
En una
longitud de onda similar se sitúa el escritor Pablo D’Ors, autor de
Biografía
del silencio (Siruela),
libro
del que se han vendido más de 120.000 ejemplares y en el que
reflexiona sobre nuestro “vertiginoso” modo de vida para ofrecer la meditación
como herramienta paliativa. “Lo que más ruido genera es el teléfono móvil”,
afirma en su silencioso apartamento en el barrio de Tetuán, Madrid. “Es el gran
símbolo de nuestra sociedad, la gran ficción de estar conectados, la manera de
ocultar nuestra soledad”.
D’Ors, que
además de escritor es un sacerdote católico escasamente convencional, declarado
admirador de Buda, apunta que el 99% de los mensajes que nos enviamos por WhatsApp
no tienen ningún contenido (“son puros inputsde autoafirmación
personal, por eso tienen tanto éxito”). Puro ruido. Al que hay que sumar el de
las redes sociales, infladas de pretendidos “amigos” —“la amistad no es otra cosa
que la intimidad con otro”, dice D’Ors— que, de tanto compartir (¿el qué?), no
hacen (hacemos) otra cosa que sumar decibelios a la cacofonía.
Este pensador
y teólogo que medita todos los días una hora por la mañana y media hora por la
noche estima que nuestro miedo al silencio se refleja en que somos incapaces de
estar atentos. “Saltamos de un mensaje a otro, ya no somos capaces de leer dos
párrafos seguidos, vivimos en una total dispersión”. Para frenarla, necesitamos
silencio, poderoso instrumento que ayuda a frenar el caos en el que, cada vez
más, viven nuestros cerebros.
El silencio
es capaz de transformarnos, afirman sus defensores. Solo cuando se experimenta
su fuerza se da uno cuenta de ello. Sirve para serenar la mente, sí; y también
es necesario para ser creativo: las mejores ideas vienen cuando desconectamos,
cuando estamos en silencio. Erling Kagge cuenta en su libro el caso de Mark
Juncosa, una de las mentes detrás de SpaceX, el megaproyecto aeroespacial del
magnate Elon Musk. Juncosa confiesa que, en sus extenuantes jornadas, solo
consigue desconectar del ruido del mundo en cuatro contextos: cuando hace
ejercicio, surf, en el váter y en la ducha. “Es entonces cuando aparecen las
mejores soluciones”.
El editor
noruego describe al propio
Elon Musk, con el que ha
tenido varios encuentros, como un hombre que venera el silencio, que recurre a
él a menudo para estimular su mente. Al intrépido visionario le gusta escuchar.
Y suele insertar silencios en la conversación. “Antes de hablar, se queda unos
segundos pensando”, explica Kagge. “Es cuando ves que su mente está
trabajando”. En silencio.
A menudo, las
palabras sobran. El pensador francés David Le Breton define el silencio por
oposición al ruido y al exceso de palabrería. Y en esto coincide con Ludwig
Wittgenstein, que empezó a reflexionar sobre la cuestión como reacción a la
cháchara que escuchaba en los salones de la burguesía decadente de la Viena de
principios del siglo XX. “De lo que no se puede hablar, hay que callar”,
escribió el influyente filósofo austriaco en Tractatus
logico-philosophicus, la única obra que publicó en vida.
Ante las agresiones a las que se ve expuesto el
ciudadano hiperconectado, el silencio, retratado como incómodo, parece
fascinante
Le Breton
argumenta en Silencio. Aproximaciones (Sequitur, 2007) que la
disolución e inflación mediática ha generado un ruido insoportable frente al
que la reivindicación del silencio se convierte en un acto de gallardía,
contracultural. Lo defiende como antídoto contra ese vacuo conformismo que se
disuelve en el ruido incesante de medios y redes.
Ante la
proliferación de agresiones externas a las que el ciudadano hiperconectado se
ve expuesto, el silencio, tan a menudo retratado como incómodo, se aparece como
un fenómeno dotado de propiedades calmantes, sanadoras, incluso como algo,
simplemente, fascinante.
Las sesiones
silenciosas que el profesor Harley organiza en la Universidad de Brighton
comenzaron como parte de su investigación. Al psicólogo británico, de 50 años,
siempre le llamó la atención que no existiera una gran tradición científica en
el campo del silencio. La psicología, por lo que parece, valga la boutade, también
le tiene miedo a la insonoridad.
Su propuesta
inicial consistía en compartir semanalmente, en grupo, 20 minutos de silencio
en una sala para, al final, conversar sobre la experiencia. Al cabo de un año,
la gente ya solo reclamaba la sesión insonora, se saltaba la charla. Unas 50
personas siguen acudiendo, intermitentemente, a la cita. Unos practican
meditación, otros mindfulness —atención consciente—, algunos
se tumban en el suelo, otros miran por la ventana… Cuenta Harley que es curioso
cómo se difuminan las jerarquías entre colegas cuando se comparte el silencio.
“En el ámbito
pragmático, el silencio me permite aterrizar, prestar atención, me otorga una
cierta distancia con respecto a los imperativos de la mente”, explica Harley.
“Aunque solo sea durante cinco o diez minutos, ayuda a ver las cosas con mayor
perspectiva. Y puede resultar muy útil en una jornada de trabajo. A menudo nos
vemos arrastrados por esa necesidad de ser productivos y, posiblemente, no
somos tan creativos, dedicándonos a perseguir objetivos que no son ni
esenciales ni fructíferos”. Perdidos en el ruido.
David Harley
señala que esa necesidad de rumor continuo que nos hemos creado no responde a
algo genético. No es algo con lo que nacemos, lo hemos aprendido. “Se nos
olvida el valor del silencio”.
Erling Kagge
defiende que podemos encontrarlo en cualquier momento, en cualquier lugar, y
que la cuestión es ser consciente y aprovecharlo cuando aparece delante de
nuestras narices. El editor noruego “crea” sus silencios al subir una escalera,
al ordenar un armario o concentrándose en la respiración. “La riqueza potencial
de ser una isla para nosotros mismos”, escribe, “debemos llevarla siempre
dentro”.
Tal vez
deberíamos tomar conciencia de la necesidad de silencio para ayudar a
construirlo. Es tiempo de dar la callada por respuesta.