Deuteronomio 432-34. 39-40; Salmo 32; Romanos 814-17;
Mateo 2816-20
El tiempo pascual ha terminado. Con la fiesta de este domingo se
abre el ciclo ordinario de la liturgia a través del cual se va desplegando la
vida del Señor Jesús; y este ciclo se abre con la gran fiesta de la Santísima Trinidad. Un misterio
incomprensible para la mente humana, pero quizá no para el corazón.
Lo que la revelación nos dice a través de los textos bíblicos es
que para el creyente sólo existe un solo Dios: no hay dos ni muchos, ni
distintos, ni en galaxias diferentes, como sí podría haber otros mundos como el
nuestro en otro lugar del universo infinito en el que nos encontramos. Toda la
lucha, podemos decir del Espíritu de Dios en el Antiguo Testamento, fue para
conducir al pueblo judío a la creencia en un solo Dios y así sacarlos de la
idolatría de tantos otros pueblos y sus culturas en las cuales adoraban a un
sinnúmero de ídolos, de dioses con minúscula. La Biblia dirá que el pueblo de
Israel era “de cabeza dura; de dura cerviz”, que en cuanto entraban en crisis
en su marcha de liberación por el desierto, no sólo quería volver a la
esclavitud de los ajos y cebollas, sino volvían a construir sus propios dioses,
como el becerro de oro, y a adorarlos olvidándose de Yahvé.
Fue una marcha de siglos en los que la paciencia infinita de Dios
los perdonaba una y mil veces, conduciéndolos a través de su Espíritu, hacia el
conocimiento y aceptación de Yahvé, como el único Dios y Señor. Un Dios,
cierto, en ratos justiciero y vengador, parcial hacia un solo pueblo; pero
también un Dios tierno y amoroso hasta el extremo de concebirse como una madre
para quien le es imposible olvidarse de sus hijos.
Y ahí, ya los libros sagrados daban testimonio de que en Dios había
un Espíritu que se comunicaba con los profetas o con los sacerdotes; también se
hablaba del “ángel del Señor”; en otras ocasiones a Dios se le miraba como
trinidad, como en el caso de Abraham que pasan tres varones delante de su
tienda y le pronostican que Sara, su mujer, a pesar de la edad de ambos,
concebirá un hijo, Isaac.
De ahí que la primera gran certeza para el pueblo de Israel, después
de muchos siglos, era que sólo había un Dios verdadero que intervenía en la
historia a través de su Espíritu, siempre buscando el bien del pueblo, su
liberación, la justicia, la igualdad, el amor.
Sin embargo, sólo es hasta la encarnación con el nacimiento de
Jesucristo y su presencia en la historia, que el pueblo de Israel comienza a
perfilar su concepción de Dios como “comunidad”, como “trinidad”, a través de
las revelaciones que Jesús iría haciendo durante su vida mortal. Cómo entender
o explicar teológicamente esto es algo imposible de realizar para la mente
humana. San Agustín lo expresa en sus “Confesiones”, cuando tiene una revelación
que compara poder contar las arenas del mar, con la comprensión del misterio de
la Trinidad: imposible. Es en este sentido que interviene la fe, pero también
en base a la experiencia y al testimonio de la primera comunidad cristiana.
El primer paso fue comprender, aceptar, que Jesús era “hijo de
Dios”, era “el Hijo”; tuvo que pasar la crucifixión para que también los mismos
paganos reconocerían que “ese hombre era el hijo de Dios” y comenzara, a partir
de la Resurrección, la experiencia fundamental, la primigenia de los discípulos,
que les confirmaría la fe, que creerían absolutamente en todo lo que Jesús había
hecho y les había dicho. Con absoluta certeza, para ellos ese Jesús de Nazaret
era el Cristo, el Mesías esperado, el enviado por Dios. Ya había lugar para las
dudas. Jesús era el “hijo amado”, como lo había manifestado Dios tanto en el
Jordán como en el Tabor.
El último paso fue vivir la venida del Espíritu Santo. Jesús se
va; regresa al cielo con su Padre, pero les envía al Espíritu; no los dejará
solos ni lo que habían visto y oído de Jesús de Nazaret sería la última
revelación. Ahora, con la llegada del Espíritu Santo, se abría el tiempo de la
comunidad cristiana, de la expansión sobre toda la tierra, y de la progresiva
comprensión de ese misterio de Dios que ellos habían podido tocar y palpar en
Jesucristo.
De ahí en adelante, el Dios creyente de los cristianos revelado en
Jesús y por Él, tendría una comprensión novedosa, distinta incluso de la del
mismo Yahvé del Antiguo Testamento, aunque sin suplantarlo. Podemos decir, que
gracias a Jesús, la experiencia del Dios del Antiguo Testamento se completó, se
enriqueció y que eso fue lo que ellos asimilaron en su corazón, sin pelearse
por dar una explicación teológica aceptable y “demostrable” para los demás.
Lo primero que cambio para ellos fue la experiencia de Dios: para
nada volvería a ser un “Dios temible, vengador y justiciero”, sino “el Padre de
nuestro Señor Jesucristo”. Dios es “padre y madre”; nuestro Dios es ternura,
bondad, comprensión, cariño, cercanía; es un Padre que sólo busca el bien de
sus hijos; que ha construido moradas en el Cielo para recibirnos. Eso fue la
experiencia de los discípulos.
En segundo término, que verdaderamente Jesús era “el Hijo”: el
Padre y el Hijo son la misma realidad. Jesús le diría a Felipe: “quien me ve a
mí, ve al Padre”. Dos personas distintas, pero en absoluta identificación.
Lo tercero, que el vínculo entre el Padre y el Hijo era el “Espíritu
de amor”, el Espíritu Santo, verdadera persona que, no sólo sostuvo a Jesús y
lo guió para hacer la voluntad del Padre, sino que ahora guiaría a la
comunidad, les enseñaría –como dijo Jesús- todo lo que aún faltaba que
conocieran y, sobre todo, sería ese Espíritu, el Espíritu de Jesús, quien los
sostendría con un nuevo vigor hasta dar la vida por anunciar la buena noticia
del Reino, hasta la muerte.
De ahí, entonces, la formulación de la primitiva comunidad
cristiana de tres personas distintas –el Padre, el Hijo y el Espíritu- en un
solo Dios verdadero. ¿Cómo poder explicar esto? ¡Imposible! Pero para ellos,
eso no fue lo realmente importante; pues esa “trinidad” ellos la habían experimentado
como una comunidad de amor. “Dios es amor”, repetirá San Juan en sus cartas,
infinitas veces. El amor del Padre generó al Hijo por medio del Espíritu Santo.
De ahí que el Dios cristiano fue una verdadera experiencia para los discípulos
en la que vivieron relaciones distintas con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu,
pero como unidad indisoluble y única; la unidad que da el amor al fundirse en
el otro.
La cabeza, la razón no pueden explicar el misterio de Dios, el de
la Trinidad, la Encarnación, la muerte de Dios en Jesucristo y su Resurrección,
la guía y sostén del Espíritu presente en la comunidad de creyentes, hasta
nuestros días.
Lo único que nos transmitieron los discípulos no fueron tratados
de teología, sino una sola experiencia: la del amor hasta el extremo que ellos experimentaron
con Jesús desde el Padre, sostenido por el Espíritu. Así que la comprensión del
misterio de la Trinidad, no es cuestión de la cabeza, sino del corazón; y de un
corazón enamorado, que se ha dejado seducir por el Padre de Nuestro Señor
Jesucristo provocado por el Espíritu; de un corazón que se abrió a este
misterio, que se dejó seducir, que se lanzó a experimentarlo. En una palabra,
que se abrió al amor infinito y trascendente de Dios.