domingo, 17 de junio de 2018

11 dom Ord.; Jun. 17 '18; Pequeñas Semillas; Pagola

Es la semilla más pequeña.
Vivimos ahogados por las malas noticias. Emisoras de radio y televisión, noticiarios y reportajes que descargan sobre nosotros una avalancha de noticias de odios, guerras, hambres y violencias, escándalos grandes y pequeños. Los «vendedores de sensacionalismo» no parecen encontrar otra cosa más notable en nuestro planeta.
La increíble velocidad con que se extienden las noticias y los problemas nos deja aturdidos y desconcertados. ¿Qué puede hacer uno ante tanto sufrimiento? Cada vez estamos mejor informados del mal que asola a la humanidad entera, y cada vez nos sentimos más impotentes para afrontarlo.
La ciencia nos ha querido convencer de que los problemas se pueden resolver con más poder tecnológico. Y nos ha lanzado a todos a una gigantesca organización y racionalización de la vida. Pero este poder organizado no está ya en manos de las personas, sino en las estructuras. Se ha convertido en «un poder invisible» que se sitúa más allá del alcance de cada individuo.
Entonces, la tentación de inhibirnos es grande. ¿Qué puedo hacer yo para mejorar esta sociedad? ¿No son los dirigentes políticos y religiosos quienes han de promover los cambios que se necesitan para avanzar hacia una convivencia más digna, más humana y dichosa?
No es así. Hay en el evangelio una llamada dirigida a todos, y que consiste en sembrar pequeñas semillas de una nueva humanidad. Jesús no habla de cosas grandes. El reino de Dios es algo muy humilde y modesto en sus orígenes. Algo que puede pasar tan desapercibido como la semilla más pequeña, pero que está llamado a crecer y fructificar de manera insospechada.

Quizás necesitamos aprender de nuevo a valorar las cosas pequeñas y los pequeños gestos. No nos sentimos llamados a ser héroes ni mártires cada día, pero a todos se nos invita a vivir poniendo un poco de dignidad en cada rincón de nuestro pequeño mundo. Un gesto amistoso al que vive desconcertado, una sonrisa acogedora a quien está solo, una señal de cercanía a quien comienza a desesperar, un rayo de pequeña alegría en un corazón agobiado... no son cosas grandes. Son pequeñas semillas del reino de Dios que todos podemos sembrar en una sociedad complicada y triste, que ha olvidado el encanto de las cosas sencillas y buenas.

11° Dom. Ordinario; Jun. 17 '18; FFF


Ezequiel 1722-24; Salmo 91; 2ª Corintios 56-10; Marcos 426-34

Este domingo nos presenta el proyecto de Jesús, lo que trae como su mensaje principal y que de alguna manera retoma del Antiguo Testamento. Se trata de la invitación a conocer el Reino, a recibirlo y a ayudar a que se vaya haciendo presente entre el pueblo de Israel.
El inicio del evangelio de Marcos justamente comienza con esto. Como sabemos, este evangelio no nos habla de la infancia de Jesús, sino que comienza sin rodeos a presentarnos el sentido más profundo de la presencia de Dios en nuestra historia; y es la invitación a “convertirnos” para poder recibir el “Reino de Dios”. En estas pocas palabras se inscribe lo fundamental del mensaje de Dios que Jesús nos ofrece.
No se trata de normas o categorías morales; no es un nuevo decálogo para saber cómo comportarnos y en qué tenemos que cambiar; tampoco se trata de una invitación a heroísmos o a renuncias. Simplemente es la invitación a aceptar el regalo de Dios que es pura gracia. Pero, ¿nos implica en algo? ¿Qué significa asumir el Reino, estar dentro de él?
Lo primero que nos llama la atención es que Jesús busca hacer comprensible este “misterio” a la gente sencilla. Curiosamente, no se dirige a los dirigentes del pueblo de Israel, ni a los que lo están esclavizando, como son los romanos; tampoco a los ricos de aquella época, que también los había. Si lo pensamos desde las estrategias que cada uno hubiéramos utilizado para realizar este gran proyecto de Jesús, no hubiéramos comenzado de esa forma. Nos hubiéramos ido a los poderosos, a los líderes, a las piezas fundamentales del imperio, pues sólo así creeríamos ser eficaces.
Jesús no lo hace; Él usa un lenguaje sencillo, adecuado a la vida de los pobladores de Israel, usando palabras y explicaciones –como dice Marcos- “de acuerdo con lo que ellos podían entender”. Lo esencial, para Jesús, era que esa gente sencilla, los doblemente pobres y marginados –pues no sólo lo eran por los romanos sino también por sus propios jefes- entendieran lo que Él quería decirles. “El reino de Dios –señala- se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto”.
En esta sencilla parábola se expresa el primer rasgo fundamental de su mensaje: entrar al Reino, estar en él, no es cuestión de voluntarismos o de cambio de vida y arrepentimiento de los pecados –a lo que invitaba Juan el Bautista-. Para Jesús el Reino es gracia; es lo gratuito; no fruto de un esfuerzo personal. Parece que la actitud de la persona que quiere entrar al Reino, es totalmente pasiva; es, quizá, sólo darse cuenta que el Reino tiene su propia potencia; su dinamismo. Su fuerza surge de la misma semilla –que podemos decir es el regalo que Dios nos da- y de la tierra –que es el sitio en el que esa semilla se pone. Nada de voluntarismos; la invitación de Jesús es a ver, a caer en la cuenta, a descubrirlo. “El Reino ya está entre Uds.” –les dirá posteriormente Jesús-. Es el misterio de lo gratuito, de la gracia, de lo que se da; de lo que no requiere el esfuerzo humano, porque el Reino tiene dinamismo propio; y es así como dará frutos abundantes.
Lo siguiente es que el Reino no será uno de los grandes cedros de Israel. Es pequeño; no implica poder ni dominación; es algo sumamente simple. Es como una semilla de mostaza: “cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos”. A lo mucho, llega a ser un arbusto. Sí, el “mayor”; pero no es el gran cedro, como símbolo de poder. No será el árbol más alto ni más fuerte, pero sí podrá albergar a los pajaritos. El Reino no es de los poderosos, sino de los sencillos, de los pequeños, como los pajaritos que ahí sí pueden “anidar a su sombra”. Anidar, es justo el símbolo de la fecundidad. El Reino comienza desde abajo, desde la gracia; con los pequeños. Sólo hay que descubrirlo y, a lo mejor, como los pajaritos, comenzar a ser fecundos para los demás, desde la sencillez y la ausencia de poder. Todo es gracia.
¿Podemos imaginarnos la cara de asombro de sus oyentes, acostumbrados a las grandes denuncias de los Profetas o al continuo legalismo e increpaciones de los Fariseos, levitas y Sacerdotes? Realmente fue contradictoria la propuesta de Jesús; pero maravillosa. Quiere implantar un Reino, pero no por medio de las armas, de la lucha, de los esfuerzos titánicos de los vasallos de ese Reino. Sólo quiere que los oyentes caigan en la cuenta de que el protagonista no es el hombre, sino Dios: Él es que da el crecimiento, el que pone la fuerza en la semilla y las propiedades en la tierra; y, así, desata el proceso. El Reino llega, se entrega, crece. Sólo hay que descubrirlo, aceptarlo, asumir como propia esa condición de gratuidad.
Y, en referencia al Antiguo Testamento, en la primera lectura, Jesús se hace eco del mensaje del  profeta Ezequiel: habrá un renuevo del gran cedro que también crecerá y en sus ramas anidarán las aves; porque el Señor humilla a los árboles altos y eleva a los pequeños. Aunque el árbol de Jesús, sólo será un arbusto. Sí, buscará la igualdad, pero desde abajo, desde lo pequeño; no desde el poder y la lucha.
Finalmente, San Pablo es el gran ejemplo de alguien que asumió el Reino y que fue transformado por él, desde la gracia. Fue tal el amor que Jesús despertó en él, que en este mundo se sintió desterrado y preferiría salir ya de su cuerpo para estar con el Señor; pero caminaba guiado por la fe, en el destierro o en la patria, su único deseo fue vivir unido a su Dios.
¿Sabemos dónde está el Reino, en nuestra historia?


domingo, 10 de junio de 2018

EUCARISTÍA Y CRISIS, J. A. Pagola


Todos los cristianos lo sabemos. La eucaristía dominical se puede convertir fácilmente en un «refugio religioso» que nos protege de la vida conflictiva en la que nos movemos a lo largo de la semana. Es tentador ir a misa para compartir una experiencia religiosa que nos permite descansar de los problemas, tensiones y malas noticias que nos presionan por todas partes.
A veces somos sensibles a lo que afecta a la dignidad de la celebración, pero nos preocupa menos olvidarnos de las exigencias que entraña celebrar la cena del Señor. Nos molesta que un sacerdote no se atenga estrictamente a la normativa ritual, pero podemos seguir celebrando rutinariamente la misa sin escuchar las llamadas del Evangelio.
El riesgo siempre es el mismo: comulgar con Cristo en lo íntimo del corazón sin preocuparnos de comulgar con los hermanos que sufren. Compartir el pan de la eucaristía e ignorar el hambre de millones de hermanos privados de pan, de justicia y de futuro.
En los próximos años se pueden ir agravando los efectos de la crisis mucho más de lo que nos temíamos. La cascada de medidas que se dictan irán haciendo crecer entre nosotros una desigualdad injusta. Iremos viendo cómo personas de nuestro entorno más o menos cercano se van quedando a merced de un futuro incierto e imprevisible.
Conoceremos de cerca inmigrantes privados de una asistencia sanitaria adecuada, enfermos sin saber cómo resolver sus problemas de salud o medicación, familias obligadas a vivir de la caridad, personas amenazadas por el desahucio, gente desasistida, jóvenes sin un futuro claro… No lo podremos evitar. O endurecemos nuestros hábitos egoístas de siempre o nos hacemos más solidarios.
La celebración de la eucaristía en medio de esta sociedad en crisis puede ser un lugar de concienciación. Necesitamos liberarnos de una cultura individualista que nos ha acostumbrado a vivir pensando solo en nuestros propios intereses, para aprender sencillamente a ser más humanos. Toda la eucaristía está orientada a crear fraternidad.
No es normal escuchar todos los domingos a lo largo del año el Evangelio de Jesús sin reaccionar ante sus llamadas. No podemos pedir al Padre «el pan nuestro de cada día» sin pensar en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No podemos comulgar con Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No podemos darnos la paz unos a otros sin estar dispuestos a tender una mano a quienes están más solos e indefensos ante la crisis.
José Antonio Pagola
Nota: Esto que nos comparte Pagola y lo que dice de la Crisis en España, cómo se aplica o se proyecta a la Crisis que estamos viviendo en Nicaragua y a nuestras celebraciones de la Eucaristía.

10 Dom. Ord. Jun 10 '18; LA FUERZA SANADORA DEL ESPÍRITU; Pagola.


El hombre contemporáneo se está acostumbrando a vivir sin responder a la cuestión más vital de su vida: por qué y para qué vivir. Lo grave es que, cuando la persona pierde todo contacto con su propia interioridad y misterio, la vida cae en la trivialidad y el sinsentido.

Se vive entonces de impresiones, en la superficie de las cosas y de los acontecimientos, desarrollando sólo la apariencia de la vida. Probablemente, esta banalización de la vida es la raíz más importante de la increencia de no pocos.

Cuando el ser humano vive sin interioridad, pierde el respeto por la vida, por las personas y las cosas. Pero, sobre todo, se incapacita para «escuchar» el misterio que se encierra en lo más hondo de la existencia.

El hombre de hoy se resiste a la profundidad. No está dispuesto a cuidar su vida interior. Pero comienza a sentirse insatisfecho: intuye que necesita algo que la vida de cada día no le proporciona. En esa insatisfacción puede estar el comienzo de su salvación.

El gran teólogo Paul Tillich decía que sólo el Espíritu nos puede ayudar a descubrir de nuevo «el camino de lo profundo». Por el contrario, pecar contra ese Espíritu Santo sería «cargar con nuestro pecado para siempre».

El Espíritu puede despertar en nosotros el deseo de luchar por algo más noble y mejor que lo trivial de cada día. Puede darnos la audacia necesaria para iniciar un trabajo interior en nosotros.

El Espíritu puede hacer brotar una alegría diferente en nuestro corazón; puede vivificar nuestra vida envejecida; puede encender en nosotros el amor incluso hacia aquellos por los que no sentimos hoy el menor interés.


El Espíritu es «una fuerza que actúa en nosotros y que no es nuestra». Es el mismo Dios inspirando y transformando nuestras vidas. Nadie puede decir que no está habitado por ese Espíritu. Lo importante es no apagarlo, avivar su fuego, hacer que arda purificando y renovando nuestra vida. Tal vez, hemos de comenzar por invocar a Dios con el salmista: «No apartes de mí tu Espíritu».

10° Dom. Ordinario; Jun. 10 del 2018; FFF


Génesis 39-15; Salmo 129; 2ª Corintios 413-51; Marcos 320-35

En las lecturas de este domingo se encuentra un hilo conductor que les da cuerpo a todas ella, con la clara intencionalidad de que sigamos avanzando en las implicaciones que tiene el ser creyentes y en la forma como hemos de vivir el compromiso que de ahí surge.
Tomada del Génesis, el texto nos relata el pecado de Adán y Eva que les descubre su verdadera esencia: quiénes eran y dónde estaban parados. El parecerse tanto a Dios los hizo “perder el piso”. Creados a imagen y de semejanza de Él, no soportaron la tentación de creerse iguales o superiores a Dios y, entonces, de desafiarlo. ¿Por qué tener que obedecer a alguien? ¿Por qué no poder ser totalmente autónomos?
La estupidez de su pecado es sublime; por ello, el relato quiere acentuar que lo tenían todo y que lo perdieron por nada: el pecado no es nada; es sólo una ilusión comparado con todo lo que perdemos. Optando en contra de los deseos de Dios, aparentemente vamos a lograr de una forma mejor y más rápida lo que anhelamos; pero eso es una mentira; es una mera imaginación.
Quizá algo bueno que surge de esa acción desviada de nuestros primeros padres es que descubren su verdadera realidad, aunque de forma dramática: delante de Dios no son más que creaturas desnudas que jamás podrán ponerse al tú por tú con Él. Yahvé le pregunta a Adán: “¿Dónde estás”?, y es la misma pregunta que Él nos hace a nosotros. “¿Dónde estamos?” ¿Dónde estamos parados? ¿Cuáles son nuestros verdaderos deseos, nuestras realidades, lo que perseguimos, lo que vivimos, el fundamento de nuestras vidas? Cada uno tendrá que contestarse esa pregunta. Como dice San Pablo, ¿“estamos arraigados y cimentados en el amor” o estamos cimentados en las luchas por el poder, por el tener, por el aparecer?” ¿Dónde estamos? ¿Sobre qué cimientos hemos ido construyendo nuestra vida?
La consecuencia es que de ahora en adelante tendrán que vivir su realidad humana sin los privilegios del Paraíso, simbolizados en la necesidad de trabajar para cubrir su desnudez y su hambre.
Sin embargo, el Salmo que continúa el hilo principal de las lecturas de este domingo, nos hace escuchar el clamor del salmista que cae en la cuenta de lo grande de nuestras faltas y pecados; pero que a pesar de ellos, el Señor no conserva el recuerdo de las culpas; pues de Él procede el perdón; de Él “viene la misericordia y la abundancia de la redención; el redimirá a su pueblo de todas sus iniquidades”.
Sin duda, el enojo de Yahvé contra los primeros padres y, posteriormente, contra su Pueblo, es un enojo que hoy pudiéramos decir es “terapéutico”, para que caigamos en la cuenta que caminar al margen de Dios sólo lleva a la desnudez, al hambre y, finalmente, a la muerte. Por eso el Salmista descubre lo profundo del corazón de Dios: lo último en Él no es la venganza ni la actitud justiciera que borrará del mundo a los pecadores; sino su amor, su bondad, su misericordia, su deseo de redención.
En la segunda lectura, Pablo nos relata el desgaste de su lucha que repercute en su cuerpo; pero que, a pesar de eso, su “espíritu se renueva de día en día”. Sus sufrimientos –a pesar de haber sido demasiados y muy severos- los mira como algo “momentáneo”, “ligero”, que en realidad no lo destruyeron; sino, por el contrario, le produjeron “una riqueza eterna, una gloria que los sobrepasa con exceso”.
Y a continuación nos da la pista de donde surge esa actitud que tiene ante las persecuciones y sufrimientos por predicar a Cristo. Justo porque no pone “la mirada en lo que se ve, sino en lo que no se ve; porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es eterno”. Así, “aunque se desmorone esta morada terrena…, Dios nos tiene preparada en el cielo una morada eterna”.
De nuevo, la clave es saber dónde estamos parados y cuál es nuestra verdadera realidad más allá de las apariencias. El tema eterno de qué es lo verdadero y qué lo aparente es lo que está de fondo. De ahí que sea fundamental –nos dice Pablo- poder mirar “más allá de lo que se ve”.
Finalmente, el Evangelio, toca varias cuestiones, pero la que tiene que ver con este hilo conductor es de nuevo descubrir cuál es la realidad profunda de las cosas. Su Madre y sus parientes lo buscan, pues piensan que está endemoniado al ver cómo la gente lo busca; pero su respuesta, sin dejar de ser muy dura para ellos, nos permite ver claramente la “verdadera realidad” de las cosas: más allá de los lazos de sangre, lo que determina la realidad profunda del parentesco con Jesús no es la sangre sino la comunión con su Proyecto: el que haga la voluntad de su Padre, ese será su hermano, su hermana y su madre. Por ello, lo realmente importante, lo trascendente, lo que nos hace descubrir la verdadera felicidad, no es lo que se ve; sino, justo, lo que no se ve; lo que está más allá de nuestra mirada y se encuentra en lo profundo de las cosas.
En síntesis, Adán y Eva son expulsados del Paraíso por no haber visto lo esencial; sin embargo, a Dios le gana su deseo de perdonarnos y reconstruirnos para el Reino; por eso San Pablo nos dice que sus sufrimientos no son nada, si los comparamos con lo que hay detrás de ellos. Y así llegamos al Evangelio: lo verdaderamente importante de nuestras vidas es convertirnos en hermanos y hermanas de Jesús al hacer la voluntad de su Padre.