Ezequiel 1722-24;
Salmo 91; 2ª Corintios 56-10; Marcos 426-34
Este domingo nos presenta el proyecto de Jesús, lo que trae como
su mensaje principal y que de alguna manera retoma del Antiguo Testamento. Se
trata de la invitación a conocer el Reino, a recibirlo y a ayudar a que se vaya
haciendo presente entre el pueblo de Israel.
El inicio del evangelio de
Marcos justamente comienza con esto. Como sabemos, este evangelio no nos
habla de la infancia de Jesús, sino que comienza sin rodeos a presentarnos el
sentido más profundo de la presencia de Dios en nuestra historia; y es la
invitación a “convertirnos” para poder recibir el “Reino de Dios”. En estas
pocas palabras se inscribe lo fundamental del mensaje de Dios que Jesús nos
ofrece.
No se trata de normas o categorías morales; no es un nuevo decálogo
para saber cómo comportarnos y en qué tenemos que cambiar; tampoco se trata de
una invitación a heroísmos o a renuncias. Simplemente es la invitación a
aceptar el regalo de Dios que es pura gracia. Pero, ¿nos implica en algo? ¿Qué
significa asumir el Reino, estar dentro de él?
Lo primero que nos llama la atención es que Jesús busca hacer
comprensible este “misterio” a la gente sencilla. Curiosamente, no se dirige a
los dirigentes del pueblo de Israel, ni a los que lo están esclavizando, como
son los romanos; tampoco a los ricos de aquella época, que también los había. Si
lo pensamos desde las estrategias que cada uno hubiéramos utilizado para
realizar este gran proyecto de Jesús, no hubiéramos comenzado de esa forma. Nos
hubiéramos ido a los poderosos, a los líderes, a las piezas fundamentales del
imperio, pues sólo así creeríamos ser eficaces.
Jesús no lo hace; Él usa un lenguaje sencillo, adecuado a la vida
de los pobladores de Israel, usando palabras y explicaciones –como dice Marcos-
“de acuerdo con lo que ellos podían
entender”. Lo esencial, para Jesús, era que esa gente sencilla, los
doblemente pobres y marginados –pues no sólo lo eran por los romanos sino también
por sus propios jefes- entendieran lo que Él quería decirles. “El reino de Dios –señala- se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra
la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo
la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto”.
En esta sencilla parábola se expresa el primer rasgo fundamental de
su mensaje: entrar al Reino, estar en él, no es cuestión de voluntarismos o de
cambio de vida y arrepentimiento de los pecados –a lo que invitaba Juan el
Bautista-. Para Jesús el Reino es gracia; es lo gratuito; no fruto de un
esfuerzo personal. Parece que la actitud de la persona que quiere entrar al
Reino, es totalmente pasiva; es, quizá, sólo darse cuenta que el Reino tiene su
propia potencia; su dinamismo. Su fuerza surge de la misma semilla –que podemos
decir es el regalo que Dios nos da- y de la tierra –que es el sitio en el que
esa semilla se pone. Nada de voluntarismos; la invitación de Jesús es a ver, a
caer en la cuenta, a descubrirlo. “El
Reino ya está entre Uds.” –les dirá posteriormente Jesús-. Es el misterio
de lo gratuito, de la gracia, de lo que se da; de lo que no requiere el
esfuerzo humano, porque el Reino tiene dinamismo propio; y es así como dará
frutos abundantes.
Lo siguiente es que el Reino no será uno de los grandes cedros de
Israel. Es pequeño; no implica poder ni dominación; es algo sumamente simple. Es
como una semilla de mostaza: “cuando se
siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se
convierte en el mayor de los arbustos”. A lo mucho, llega a ser un arbusto.
Sí, el “mayor”; pero no es el gran cedro, como símbolo de poder. No será el árbol
más alto ni más fuerte, pero sí podrá albergar a los pajaritos. El Reino no es
de los poderosos, sino de los sencillos, de los pequeños, como los pajaritos
que ahí sí pueden “anidar a su sombra”.
Anidar, es justo el símbolo de la fecundidad. El Reino comienza desde abajo,
desde la gracia; con los pequeños. Sólo hay que descubrirlo y, a lo mejor, como
los pajaritos, comenzar a ser fecundos para los demás, desde la sencillez y la
ausencia de poder. Todo es gracia.
¿Podemos imaginarnos la cara de asombro de sus oyentes,
acostumbrados a las grandes denuncias de los Profetas o al continuo legalismo e
increpaciones de los Fariseos, levitas y Sacerdotes? Realmente fue
contradictoria la propuesta de Jesús; pero maravillosa. Quiere implantar un Reino,
pero no por medio de las armas, de la lucha, de los esfuerzos titánicos de los
vasallos de ese Reino. Sólo quiere que los oyentes caigan en la cuenta de que
el protagonista no es el hombre, sino Dios: Él es que da el crecimiento, el que
pone la fuerza en la semilla y las propiedades en la tierra; y, así, desata el
proceso. El Reino llega, se entrega, crece. Sólo hay que descubrirlo,
aceptarlo, asumir como propia esa condición de gratuidad.
Y, en referencia al Antiguo Testamento, en la primera lectura, Jesús
se hace eco del mensaje del profeta
Ezequiel: habrá un renuevo del gran cedro
que también crecerá y en sus ramas anidarán las aves; porque el Señor humilla a
los árboles altos y eleva a los pequeños. Aunque el árbol de Jesús, sólo
será un arbusto. Sí, buscará la igualdad, pero desde abajo, desde lo pequeño;
no desde el poder y la lucha.
Finalmente, San Pablo es el gran ejemplo de alguien que asumió el
Reino y que fue transformado por él, desde la gracia. Fue tal el amor que Jesús
despertó en él, que en este mundo se sintió desterrado y preferiría salir ya de su cuerpo para estar con el Señor; pero caminaba guiado por la fe, en el destierro o en la patria, su único
deseo fue vivir unido a su Dios.
¿Sabemos dónde está el Reino, en nuestra historia?