Número 1125-29;
Salmo 18; Santiago 51-6; Marcos 938-43. 45. 47-48
Dos son los temas principales que tocan las lecturas de este
domingo.
El primero, abarcado en el libro de los Números
y en el Evangelio de Marcos. La
invitación principal que nos hacen es a romper los “capillismos”; las visiones
estrechas respecto al tema de la salvación y de los mismos agentes que la
procuran. Desde el Antiguo Testamento,
y es probablemente que sea algo connatural a la raza humana, defendemos
nuestras propuestas convencidos que son las únicas buenas y nos consideramos
que somos los únicos que las podemos realizar. De alguna manera nos apropiamos
de la “salvación de Dios” y nos convertimos en jueces que dictaminan quién está
bien o mal, quién puedo o no hacer las cosas y a quién sí o a quién no, se le puede
confiar el mensaje de salvación.
En el libro de los Números
un chico corre a decirle a Moisés que dos personas que no estaban en el grupo
que había recibido el espíritu, también estaban profetizando; y le pide que se
lo impida. Sin embargo, Moisés de forma molesta le contesta diciendo que no se
pondrá celoso y que ojalá todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera
sobre ellos el espíritu del Señor.
En Marcos, algo
parecido sucede. Los discípulos le dicen a Jesús que uno que no era de su grupo
estaba expulsando demonios; y que, por tanto, se lo habían impedido. De manera
semejante a Moisés, Jesús los corrige diciendo que nadie que haga milagros en
su nombre, podrá hablar mal de él. “Todo
aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor”.
Ambos textos rompen nuestro deseo de leerle la plana a Dios. Quizá
por inseguridad o por deseo de sentirnos que tenemos la exclusividad del Reino,
frecuentemente decidimos quién está, no sólo de nuestro lado, sino del lado de Jesús
y del Evangelio. Especialmente en grupos muy conservadores se da este fenómeno;
pero no sólo en ellos. El problema de fondo es el fanatismo que provoca un
deseo de control y nos hace creer que somos dueños de cualquier proceso
religioso o de liberación y que fuera de nuestro modo de pensar y de actuar, todo
mundo está equivocado. Esto mismo pasó durante siglos con la Iglesia Católica
que decía que fuera de ella “no había
salvación”. Si la gente no se bautizaba o no creía explícitamente en Jesucristo,
entonces estaban destinada a la condenación eterna. De ahí la urgencia de las “Misiones”,
de llevar el Evangelio a todas las regiones del mundo, para que la gente no se fuera
al infierno.
A partir del Concilio Vaticano
II la comunidad eclesial comenzó a cambiar y se pudieron rescatar textos
evangélicos fundamentales que abrían la salvación a todo el mundo que hiciera
algo por el bien común. Hoy Marcos
nos lo recuerda: “Todo aquel que les dé a
beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se
quedará sin recompensa”. No importa quién lo haga ni cómo. También Mateo en el banquete del Juicio final
nos lo dice: “cuanto hicieron a uno de
estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron”. No importa si eran
conscientes o no.
La salvación de Dios va más allá incluso que la iglesia católica:
la eclesialidad no puede segregar a nadie. No importa quién sea el “agente” o
el “destinatario”; lo que importa –como señala la introducción a este domingo
del Misal de Buena Prensa- es gestar “un yo colectivo, que rompe con todo
individualismo y con todas las formas del egoísmo…; es el paso que se da de la
conciencia del yo y del otro, a la conciencia de comunidad y eclesialidad.
Y citando al P. Schökel señala lo siguiente: “los discípulos de Jesús deberíamos incluso propiciar alianzas o
proyectos comunes con quienes, siendo de otras religiones o con quienes no profesan
ninguna, dedican su vida al servicio de la humanidad. Hacer el bien es un
evangelio universal”. “Del evangelio surge
una forma de vida –continúa el comentario del Misal- que se propone a todos los hombres; quien quiera hacerla suya, no importando
raza, religión, género o posición, recibirá el reconocimiento de los hombres y
de Dios”. La invitación radical de este domingo, por consiguiente, será
hacer el bien, construir el Reino; y no reconocer o apoyar sólo a aquellos que pertenezcan
a la iglesia católica o al grupo en el que me encuentro.
El segundo tema de este domingo no sólo nos invita a hacer el bien, sino a dejar
de hacer aquello que rompe la fraternidad y destruye a los prójimos,
especialmente a los más pequeños. El Apóstol Santiago lanza una invectiva furibunda contra los ricos: “Lloren y laméntense Uds., los ricos, por las
desgracias que les esperan. Sus riquezas se han corrompido…; enmohecidos están
su oro y su plata, y ese moho será una prueba contra ustedes y consumirá sus carnes,
como el fuego. Con esto Uds. han atesorado un castigo para los últimos días. El
salario que han defraudado a los trabajadores que segaron sus campos está
clamando contra ustedes…; Han vivido en este mundo entregados al lujo y al
placer, engordando como reses para el día de la matanza. Han condenado a los inocentes
y los han matado, porque no podían defenderse”.
Ésta es la radicalidad del Evangelio. Dios está de parte de los
que sufren, de los que han sido explotados, de los pobres, y no podemos seguir
manteniendo una estructura y reforzando unos comportamientos que han producido
tanta pobreza y dolor en nuestras sociedades. Y, lo peor, es que muchos de los
que han gestado este orden social injusto acuden a los templos a agradecer a
Dios lo que tienen. No se trata, por consiguiente, de ver qué más se puede
hacer por los marginados, sino qué tenemos que dejar de hacer para que tal
pobreza y opresión se acabe. También lo dice Mateo: “cuanto dejaron de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo
dejaron de hacerlo”.
Santiago denuncia con toda energía que eso es algo que Dios no quiere. No
importa si se cree en Dios o no, si se está dentro o fuera de la Iglesia Católica;
lo que importa es crear otro orden social en el que los hijos de Dios tengan la
abundancia de vida por la que el Señor Jesús entregó su vida.