domingo, 27 de enero de 2019

3er Dom. ordinario; Enero 27 del 2019; J. E. Pagola

EN LA MISMA DIRECCIÓN

Antes de comenzar a narrar la actividad de Jesús, Lucas quiere dejar muy claro a sus lectores cuál es la pasión que impulsa al Profeta de Galilea y cuál es la meta de toda su actuación. Los cristianos han de saber en qué dirección empuja a Jesús el Espíritu de Dios, pues seguirlo es precisamente caminar en su misma dirección.
Lucas describe con todo detalle lo que hace Jesús en la sinagoga de su pueblo: se pone de pie, recibe el libro sagrado, busca él mismo un pasaje de Isaías, lee el texto, cierra el libro, lo devuelve y se sienta. Todos han de escuchar con atención las palabras escogidas por Jesús pues exponen la tarea a la que se siente  enviado por Dios.
Sorprendentemente, el texto no habla de organizar una religión más perfecta o de implantar un culto más digno, sino de comunicar liberación, esperanza, luz y gracia a los más pobres y desgraciados. Esto es lo que lee. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor ». Al terminar, les dice: «Hoy se cumple esta Escritura  que acabáis de oír».  
El Espíritu de Dios está en Jesús enviándolo a los pobres, orientando toda su vida hacia los más necesitados, oprimidos y humillados. En esta dirección hemos de trabajar sus seguidores. Ésta es la orientación que Dios, encarnado en Jesús, quiere imprimir a la historia humana. Los últimos han de ser los primeros en conocer esa vida más digna, liberada y dichosa que Dios quiere ya desde ahora para todos sus hijos e hijas.
No lo hemos de olvidar. La "opción por los pobres" no es un invento de unos teólogos del siglo veinte, ni una moda puesta en circulación después del Vaticano II. Es la opción del Espíritu de Dios que anima la vida entera de Jesús, y que sus seguidores hemos de introducir en la historia humana. Lo decía Pablo VI: es un deber de la Iglesia "ayudar a que nazca la liberación...y hacer que sea total".

No es posible vivir y anunciar a Jesucristo si no es desde la defensa de los últimos y la solidaridad con los excluidos. Si lo que hacemos y  proclamamos desde la Iglesia de Jesús no es captado como algo bueno y liberador por los que más sufren, ¿qué evangelio estamos predicando? ¿A qué Jesús estamos siguiendo? ¿Qué espiritualidad estamos promoviendo?. Dicho de manera clara: ¿qué impresión tenemos en la iglesia actual? ¿Estamos caminando en la misma dirección que Jesús?

3er Dom. Ordinario; Enero 27 '19; Homilía FFF


Nehemías 82-4. 5-6. 8-10; Salmo 18; 1ª Corintios 1212-30; Lucas 11-4; 414-21

Las 3 lecturas que hoy nos presenta la liturgia, son de gran trascendencia.
Lucas nos presenta a Jesús movido por el Espíritu que lo conduce a su pueblo, Nazaret, y en él, a la Sinagoga, donde leerá un trozo del Profeta Isaías. Un trozo que Jesús asume como propio diciendo que esa profecía de Isaías, en Él se estaba cumpliendo en ese momento. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”.
Desde su bautismo, Jesús ha sido guiado por el Espíritu de Dios y Éste será quien lo conduzca en la Misión que está comenzando. Y aquí tenemos ya una gran enseñanza: el Espíritu no está para “signos extravagantes”, sino para ayudarle a Jesús a descubrir su Misión; una Misión que muestra el Corazón de Dios que no tolera el sufrimiento de sus hijos. El Hijo es enviado no para hacer signos maravillosos, para atraer la atención del pueblo judío mediante acciones que pudieran asemejarse más a actos de circo que a deseos del Padre; sino para aliviar el dolor y el sufrimiento de los que más sufren: los pobres, los ciegos, los encarcelados, los oprimidos; y mediante eso mostrar que ha comenzado el “año de gracia del Señor”, un “año de gracia” totalmente diferente a los de la tradición judía. Jesús llevará a sus oyentes a Dios como Padre, en la medida en que ellos se sientan curados y aliviados de tanto sufrimiento y exclusión en la que han vivido. La gente creerá en Dios, cuando sientan su amor y su predilección; cuando lo experimenten de su lado, aliviando su sufrimiento. Y esto es justo lo que en Jesús se da; en Él está comenzando el año de gracia: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la escritura que acaban de oír”.
San Pablo, por su parte, recoge ya la experiencia de este año de gracia que se cumplió en Jesús: ya nadie puede sentirse fuera del Proyecto del Reino: todos los creyentes formamos un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo; nadie puede sentirse marginado ni de menor valía. Para el proyecto del Reino, todos somos imprescindibles, necesarios, aunque con diversas funciones, mismas que son las que enriquecen el cuerpo y se convierten en diversos instrumentos para seguir construyendo el Reino. No importa si uno es profeta, apóstol, maestro; o si tiene capacidad para curar, interpretar espíritus, hablar lenguas… Cada uno, dentro del Cuerpo de Cristo que somos esta comunidad de creyentes, es importante, pues tiene una función: nadie puede hacer todo; y en esa función, está el Espíritu actuando y manifestando el regalo que Dios le ha dado a cada uno de sus hijos. Construir el Reino, entonces, es responsabilidad de todos y de cada uno; las acciones no están desvinculadas, pues todas están aportando para el mismo fin, desde sus propios dones.
El símil del “cuerpo de Cristo” que es la Iglesia, nos hace a todos necesarios. Así es como Pablo nos dice: “Los miembros son muchos, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decirle a la mano: <no te necesito>; ni la cabeza, a los pies: <Ustedes no me hacen falta>”. La misión de Jesús, de llevar el “año de gracia” a todos los rincones de la tierra, necesita del aporte de cada uno, desde sus carismas particulares; es decir, desde aquellos dones que el Espíritu nos ha regalado para ponerlos al servicio de la Comunidad.
Además –señala Pablo- Cristo dio “más honor a los miembros que carecían de él, para que no haya división en el cuerpo y para que cada miembro se preocupe de los demás. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él; y cuando recibe honores, todos se alegran con él”. La propuesta, entonces, del Reino cumple la profecía de Isaías que asumió Jesús como su propia misión: haciendo esto, el sufrimiento de los hijos de Dios irá disminuyéndose. Y realizando esto, el “deseo” de Dios, su salvación, se estará cumpliendo: Él no quiere el sufrimiento de sus hijos. Jesús no viene a ofrecer un Cielo, sino una vida sin sufrimiento para los hijos del Padre. Esto es justo la novedad impactante que rompe todos los esquemas de la religión judía.
Finalmente, el libro de Nehemías, ante la lectura del Libro de la Ley, es decir, ante la escucha de sus palabras, Nehemías invita a todos a comer y a beber; a mandar algo a los que no tienen; a no estar tristes, “porque celebrar al Señor es nuestra fuerza”.
Celebrar al Señor, escuchar las palabras de Jesus, ser un cuerpo cuya cabeza sea Cristo, disminuir el dolor y el sufrimiento de nuestros hermanos, ha de ser nuestra verdadera alegría. “Yo he venido –dice Jesús en el evangelio de Juan- a que tengan vida y la tengan en abundancia”.
Hagamos que “hoy” se cumpla la Escritura, poniendo nuestros carismas al servicio de los que más sufren. Nuestro tiempo nos urge a transformar profundamente la realidad; el Espíritu del Señor va con nosotros; Él es quien nos ayuda a realizar compromisos serios en beneficio de los pobres. Entonces, habrá llegado la salvación de Jesús a nuestra historia.







domingo, 20 de enero de 2019

2° Dom. Ord.; Enero 20 '19; UN GESTO POCO RELIGIOSO; J. A. Pagola

"Había una boda en Galilea". Así comienza este relato en el que se nos dice algo inesperado y sorprendente. La primera intervención pública de Jesús, el Enviado de Dios, no tiene nada de religioso. No acontece en un lugar sagrado. Jesús inaugura su actividad profética "salvando" una fiesta de bodas que podía haber terminado muy mal.
En aquellas aldeas pobres de Galilea, la fiesta de las bodas era la más apreciada por todos. Durante varios días, familiares y amigos acompañaban a los novios comiendo y bebiendo con ellos, bailando danzas festivas y cantando canciones de amor.
El evangelio de Juan nos dice que fue en medio de una de estas bodas donde Jesús hizo su "primer signo", el signo que nos ofrece la clave para entender toda su actuación y el sentido profundo de su misión salvadora.
El evangelista Juan no habla de "milagros". A los gestos sorprendentes que realiza Jesús los llama siempre "signos". No quiere que sus lectores se queden en lo que puede haber de prodigioso en su actuación. Nos invita a que descubramos su significado más profundo. Para ello nos ofrece algunas pistas de carácter simbólico. Veamos solo una.
La madre de Jesús, atenta a los detalles de la fiesta, se da cuente de que "no les queda vino" y se lo indica a su hijo. Tal vez los novios, de condición humilde, se han visto desbordados por los invitados. María está preocupada. La fiesta está en peligro. ¿Cómo puede terminar una boda sin vino? Ella confía en Jesús.
Entre los campesinos de Galilea el vino era un símbolo muy apreciado de la alegría y del amor. Lo sabían todos. Si en la vida falta la alegría y falta el amor, ¿en qué puede terminar la convivencia? María no se equivoca. Jesús interviene para salvar la fiesta proporcionando vino abundante y de excelente calidad.
Este gesto de Jesús nos ayuda a captar la orientación de su vida entera y el contenido fundamental de su proyecto del reino de Dios. Mientras los dirigentes religiosos y los maestros de la Ley se preocupan de la religión, Jesús se dedica a hacer más humana y llevadera la vida de la gente.

Los evangelios presentan a Jesús concentrado, no en la religión sino en la vida. No es solo para personas religiosas y piadosas. Es también para quienes viven decepcionados por la religión, pero sienten necesidad de vivir de manera más digna y dichosa. ¿Por qué? Porque Jesús contagia fe en un Dios en el que se puede confiar y con el que se puede vivir con alegría, y porque atrae hacia una vida más generosa, movida por un amor solidario.

2° Dom. Tpo. Ordinario; enero 20 del 2019; FFF


Isaías 621-5; Salmo 95; 1ª Corintios 124-11; Juan 21-11

Las lecturas de este domingo nos presentan dos temas complementarios: la abundancia que nos trae la encarnación, simbolizada en el milagro de las bodas de Caná, y la riqueza que a cada uno nos da el Espíritu, como don particular para la construcción del Reino. Veamos:
Es sorprendente ver cómo el primer efecto de la encarnación de Dios en Jesús, implica un milagro que, en cierto sentido, nada tiene que ver con el deseo de acrecentar la relación con Dios, el culto, la dimensión espiritual, etc.; pero que definitivamente sí tiene que ver con el sentido profundo de la venida de Jesús: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. La vida que Dios nos ofrece, fruto de la encarnación, no sólo es –en sentido restrictivo- “vida espiritual”. La salvación que se nos brinda en Jesús es total; no hay división entre el cielo y la tierra, las necesidades humanas y las espirituales, la vida de Dios o la vida del hombre, lo espiritual o lo material.
Para Dios, la salvación busca la plenitud de la vida; no hay dicotomías o divisiones en el ser humano que nos hagan pensar que hay algunas dimensiones en el ser humano que sean más importantes o trascendentes que las otras. La salvación de la humanidad tiene que ver con todo lo que es el ser humano; y ahí es donde está la intervención divina. No podemos pensar que la salvación de Dios sólo llega al corazón y deja fuera el cuerpo; no podríamos aceptar que la oferta que se nos da en Jesús sólo es para el alma y no para el cuerpo. Y eso lo mostró Jesús al llevar la “buena nueva” a los pobres, a los lisiados, a los ciegos, los presos, los cojos… La salvación llegaba cuando ellos eran liberados de sus ataduras físicas, materiales, corporales. Entonces, la fe en ellos brotaba como una respuesta espontánea.
Sin embargo, este hecho que nos presenta el Evangelio de Juan –que es el único de los 4 evangelistas que lo registra- nos ofrece las claves fundamentales de la salvación que quiere Jesús para nosotros.
La primera es que Jesús aún no ha comenzado su vida pública y se encuentra en una fiesta con sus amigos y su madre. Él era una persona totalmente integrada a la vida del pueblo; era un ser humano como cualquier otro: con sus necesidades, sus gustos, sus relaciones, su participación en la vida social de la comunidad. Está en la fiesta, pero no como Mesías ni como alguien que utilizará su poder para hacer milagros; sino como un vecino más de la comunidad.
La segunda es la intervención maravillosa de María, su madre. Jesús o no se había dado cuenta del problema de la falta de vino o no lo quiso asumir como una cuestión que le tocaba. Como cualquier otro invitado, él no era responsable de la fiesta. Sin embargo, la intuición maravillosa de su Madre le hace adelantar “su hora”. María se da cuenta de la falta del vino; se preocupa por eso, aunque desde cierto punto de vista ni le incumbía ni tenía por qué solucionar el problema. Sin embargo, su sensibilidad le lleva a querer ayudar, intuyendo que su Hijo podría solucionar el problema.
¿Por qué María conoce el poder de Jesús, cuando aún no había comenzado su vida pública? ¿Qué la lleva a pedirle su intervención, precisamente para un hecho que no tenía mayor trascendencia con “la salvación”, con una grave o urgente enfermedad, con una injusticia, etc.? No lo sabremos, pero lo cierto es que María abre la puerta para que Jesús comience su actividad salvadora y manifieste que el Mesías ha venido a traer vida y vida en abundancia. ¡Es maravilloso! El primer milagro de Jesús que los evangelios nos atestiguan, no tiene que ver con nada trascendente en la relación con Dios o en la vivencia de la religión. Tiene que ver con la intrascendencia de una boda y de la falta de vino.
Jesús no acepta en primera instancia la petición de su madre; le dice: “no ha llegado mi hora”; pero María no le hace caso. No le ruega. Se vuelve con los criados y les dice: “hagan lo que Él les diga”. Increíble, pero a Jesús no le queda más remedio que responder a la petición de su Madre. Sin embargo, ese milagro mostrará su mensaje fundamental: la salvación de Dios toca todas las dimensiones de la persona y su vida social. Esto también es parte de la “abundancia de vida” que Dios quiere para nosotros.
Complementariamente, San Pablo señala que esa abundancia de vida que la encarnación nos ha traído, se concreta –por así decirlo- en dones particulares para cada uno de los creyentes. A cada uno Dios nos ha dado un don que de alguna manera será la parte que cada uno tiene, para construir la nueva comunidad del Reino; y que será la forma como Dios mismo nos estará participando su vida y los seres humanos podremos irnos acercando a su misterio. Cada uno tenemos dones diferentes; porque esa es la riqueza de la vida que nos ha sido dada en Jesucristo; y poniéndolos al servicio de la comunidad, la presencia divina se irá extendiendo y el Reino irá apareciendo como plenitud de vida para la humanidad.
Reconozcamos el don que cada uno tenemos y pongámoslo al servicio de la comunidad cristiana, haciendo que la vida en plenitud llegue a cada una de las personas con las que vivimos.








domingo, 13 de enero de 2019

Bautismo del Señor; En. 13 '19; Homilía Pagola.

INICIAR LA REACCIÓN
El Bautista no permite que la gente lo confunda con el Mesías. Conoce sus límites y los reconoce. Hay alguien más fuerte y decisivo que él. El único al que el pueblo ha de acoger. La razón es clara. El Bautista les ofrece un bautismo de agua. Solo Jesús, el Mesías, los "bautizará con el Espíritu Santo y con fuego".
A juicio de no pocos observadores, el mayor problema de la Iglesia es hoy "la mediocridad espiritual". La Iglesia no posee el vigor espiritual que necesita para enfrentarse a los retos del momento actual. Cada vez es más patente. Necesitamos ser bautizados por Jesús con su fuego y su Espíritu.
En no pocos cristianos está creciendo el miedo a todo lo que pueda llevarnos a una renovación. Se insiste mucho en la continuidad para conservar el pasado, pero no nos preocupamos de escuchar las llamadas del Espíritu para preparar el futuro. Poco a poco nos estamos quedando ciegos para leer los "signos de los tiempos".
Se da primacía a certezas y creencias para robustecer la fe y lograr una mayor cohesión eclesial frente a la sociedad moderna, pero con frecuencia no se cultiva la adhesión viva a Jesús. ¿Se nos ha olvidado que él es más fuerte que todos nosotros? La doctrina religiosa, expuesta casi siempre con categoría premodernas, no toca los corazones ni convierte nuestras vidas.
Abandonado el aliento renovador del Concilio, se ha ido apagando la alegría en sectores importantes del pueblo cristiano, para dar paso a la resignación. De manera callada pero palpable va creciendo el desafecto y la separación entre la institución eclesial y no pocos cristianos.
Es urgente crear cuanto antes un clima más amable y cordial. Cualquiera no podrá despertar en el pueblo sencillo la ilusión perdida. Necesitamos volver a las raíces de nuestra fe. Ponernos en contacto con el Evangelio. Alimentarnos de las palabras de Jesús que son "espíritu y vida".
Dentro de unos años, nuestras comunidades cristianas serán muy pequeñas. En muchas parroquias no habrá ya presbíteros de forma permanente. Qué importante es cuidar desde ahora un núcleo de creyentes en torno al Evangelio. Ellos mantendrán vivo el Espíritu de Jesús entre nosotros. Todo será más humilde, pero también más evangélico.

A nosotros se nos pide iniciar ya la reacción. Lo mejor que podemos dejar en herencia a las futuras generaciones es un amor nuevo a Jesús y una fe más centrada en su persona y su proyecto. Lo demás es más secundario. Si viven desde el Espíritu de Jesús, encontrarán caminos nuevos.

Bautismo del Señor ; 13 de enero del 2019; Homilía FFF


Isaías 401-5. 9-11; Salmo 103; Tito 211-14; 34-7; Lucas 315-16. 21-22

Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes de la vida cristiana: el Bautismo de Jesús. El hecho posee una enorme densidad, dentro del misterio que lo rodea. ¿A qué viene el bautismo de Jesús? Eso es lo primero que se ocurre. Si es el “Hijo de Dios”, ¿por qué ha de formarse en la fila de los pecadores, a fin de ser purificado por el Bautismo de Juan, que ni siquiera era “de fuego”, como después será el del mismo Jesús? Es profundamente sorprendente que de nuevo –parece como si Jesús no hubiera aprendido la lección- comienza su vida pública con un hecho que va a contradecir su Misión como “Mesías”.
Cuando Jesús nace, para nada se ve rodeado de toda la parafernalia que debería de tener por ser el “Enviado de Dios”, su “Hijo”, el “Mesías”. No sólo no nace como “hijo de Rey”, sino todo lo contrario; nace como pobre entre los pobres, despreciado y rechazado por los mismos a quienes venía a salvar y quienes deberían de creer en Él. Y, por si fuera poco, demasiado pronto se le busca para matarlo. Si él venía a proclamarse como el “Salvador del mundo”, ¿por qué comienza con los signos más contrarios al poder, prestigio, fortaleza…? Así, nadie creería en Él. No comenzaba su misión de 0, sino de bajo 0.
Y en el Bautismo sucede algo parecido. Jesús ya es un adulto; siente que el Espíritu lo invita a dejar su casa de Nazaret y a comenzar la misión por la que ha sido enviado al Mundo. Pero, una vez más, no aparece en un carro de fuego, como el Profeta Daniel cuando fue arrebatado al Cielo; sino poniéndose en la fila de los pecadores que buscaban el Bautismo para recibir el perdón de Dios por sus pecados. La pregunta es obvia: ¿de verdad puede ser Mesías, alguien que se presenta como pecador? ¿Alguien que necesita ser bautizado por limpiar sus pecados? ¿No es una contradicción que un pecador quiera presentarse como “redentor del Mundo”?
Y, sin embargo, así comienza Jesús su vida pública. El camino de la salvación es totalmente contrario al camino de este mundo. Este impresionante hecho choca contra la forma como nosotros consideramos el camino que hemos de recorrer en la vida. Nosotros queremos “aparentar”; Jesús rompe las apariencias; nosotros buscamos el poder y el prestigio; Jesús se entrega humildemente a alguien “que no merece desatar las correas de sus sandalias”, para realizar el rito de su purificación. Nada de poder, prestigio, apariencia; nada de jugar con ventaja. Jesús comienza su misión como uno más; no se distingue de los otros; se identifica con su pueblo pecador necesitado de Dios.
Sin duda, es lo que Pablo nos refleja en su carta a Tito. Pablo captó el sentido profundo de esas acciones desconcertantes de Jesús. El camino del poder que ha ido llevando a la muerte a los hijos de Dios, tiene una dinámica totalmente contraria al camino de la Salvación. Desde nuestros criterios y estrategias, le hubiéramos corregido la plana a Jesús. Muy probablemente le hubiéramos dicho que no naciera pobre entre los pobres; que desde niño se manifestara como “Hijo de Dios”, con todo su poder para que la gente creyera en Él. Lo mismo ahora: desde nuestras concepciones jamás le hubiéramos sugerido que hiciera fila entre los pecadores que necesitaban el bautismo para conseguir el perdón de sus pecados. Si era el Hijo de Dios en el que no cabía pecado, no debía haberse presentado como un pecador más; eso jugaría en su contra.
Pero el camino de Dios tiene otros senderos, justo lo que captó Pablo. “La gracia de Dios –nos dice Pablo- nos ha enseñado a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, para que vivamos, ya desde ahora, de una manera sobria, justa y fiel a Dios”. La raíz del mal en nuestra historia es ese afán de dominar, poseer, aparentar… Pero lo que tanto el Nacimiento de Jesús como su Bautismo nos muestran, es justo lo contrario. La salvación viene como don; no como mérito; viene como entrega desinteresada y humilde; no como posesión que busca asegurar la vida en esta tierra.
Y entonces, entendemos la dinámica de la gracia. No somos nosotros “quienes nos salvamos”, sino es Dios quien lo hace como regalo, como afirma Pablo: “él nos salvó, no porque nosotros hubiéramos hecho algo digno de merecerlo, sino por su misericordia”. La salvación se nos da, justo porque Dios es bueno; no por nuestros méritos. En la dinámica de Jesús, no existe la “meritocracia”.
Por eso, el Profeta Isaías, anunciando el futuro, nos dice: “Consuelen, consuelen a mi pueblo…; ya terminó el tiempo de su servidumbre… Anuncia a los ciudadanos de Judá: <Aquí está su Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder… Como pastor apacentará su rebaño; llevará en sus brazos a los corderitos recién nacidos>
Cierto, la salvación es gracia; pero también nosotros hemos de vivir una vida digna de la vocación a la que hemos sido llamados, como dice el mismo Pablo. De ahí a lo que nos invita Isaías: la salvación viene de Dios, pero también nosotros hemos de cooperar con ella: “Preparen el camino del Señor en el desierto… Que todo valle se eleve, que todo monte y colina se rebajen; que lo torcido se enderece y lo escabroso se allane. Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán”.
Finalmente, todo este camino que comienza a recorrer Jesús, es confirmado por el Padre cuando el Espíritu en forma de Paloma baja sobre su hombro y se oye la voz: “Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco”.