domingo, 17 de febrero de 2019

6° Domingo Ordinario; Feb. 17 del 2019; Felicidad, J. A. Pagola.

Uno puede leer y escuchar cada vez con más frecuencia noticias optimistas sobre la superación de la crisis y la recuperación progresiva de la economía.
Se nos dice que estamos asistiendo ya a un crecimiento económico, pero ¿crecimiento de qué? ¿crecimiento para quién? Apenas se nos informa de toda la verdad de lo que está sucediendo.
La recuperación económica que está en marcha, va consolidando e, incluso, perpetuando la llamada “sociedad dual”. Un abismo cada vez mayor se está abriendo entre los que van a poder mejorar su nivel de vida cada vez con más seguridad y los que van a quedar descolgados, sin trabajo ni futuro en esta vasta operación económica.
De hecho, está creciendo al mismo tiempo el consumo ostentoso y provocativo de los cada vez más ricos y la miseria e inseguridad de los cada vez más pobres.
La parábola del hombre rico “que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día” y del pobre Lázaro que buscaba, sin conseguirlo, saciar su estómago de lo que tiraban de la mesa del rico, es una cruda realidad en la sociedad dual.
Entre nosotros existen esos “mecanismos económicos, financieros y sociales” denunciados por Juan Pablo II, “los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros”.
Una vez más estamos consolidando una sociedad profundamente desigual e injusta. En esa encíclica tan lúcida y evangélica que es la “Sollicitudo rei socialis”, tan poco escuchada, incluso por los que lo vitorean constantemente, Juan Pablo II descubre en la raíz de esta situación algo que sólo tiene un nombre: pecado.
Podemos dar toda clase de explicaciones técnicas, pero cuando el resultado que se constata es el enriquecimiento siempre mayor de los ya ricos y el hundimiento de los más pobres, ahí se está consolidando la insolidaridad y la injusticia.
En sus bienaventuranzas, Jesús advierte que un día se invertirá la suerte de los ricos y de los pobres. Es fácil que también hoy sean bastantes los que, siguiendo a Nietzsche, piensen que esta actitud de Jesús es fruto del resentimiento y la impotencia de quien, no pudiendo lograr más justicia, pide la venganza de Dios.
Sin embargo, el mensaje de Jesús no nace de la impotencia de un hombre derrotado y resentido, sino de su visión intensa de la justicia de Dios, que no puede permitir el triunfo final de la injusticia.
Han pasado veinte siglos, pero la palabra de Jesús sigue siendo decisiva para los ricos y para los pobres. Palabra de denuncia para unos y de promesa para otros, sigue viva y nos interpela a todos.


6° Domingo Tiempo Ordinario; Feb. 17 del 2019; FFF


Jeremías 175-8; Salmo 1; 1ª Corintios 1512. 16-20; Lucas 617. 20-26

Jesús ha comenzado su vida pública por anunciar la proximidad del Reino y reforzar su predicación con esos “signos” o “milagros” con los que ha ido atrayendo a los pobres y marginados del sistema tanto civil como religioso. “Conviértanse –nos dice- porque el Reino de los Cielos está cerca”. Pero, ¿qué es el Reino? ¿Cuál es su proyecto? ¿Para qué quiere que sus escuchas se conviertan?
El Evangelio de este domingo nos despliega delante de nuestros ojos cuál es el proyecto que constituye el Reino y qué busca para sus oyentes, para sus seguidores. De alguna manera se puede decir que este pasaje de las Bienaventuranzas es el manifiesto que delinea los rasgos fundamentales de su proyecto social, religioso y político.
En unas cuantas frases despliega ante sus oyentes las claves de lo que constituye esa nueva forma de vida que Él ofrece a los que quieran entrar al Reino. La primera afirmación es que el centro de esa nueva comunidad lo constituyen los pobres, los marginados, los que sufren, los que lloran, los que por luchar por este proyecto serán perseguidos y calumniados. Este es el primer rasgo fundamental de su mensaje. Los pobres, en el Reino, no seguirán siendo los últimos, como en esta sociedad en la que ellos no caben y son excluidos del deseo del Padre que quiere que sus hijos sean dichosos, que participen del banquete, que siempre tengan un lugar.
Realmente lo que Jesús pretende es transformar la estructura socio-política que está matando a los hijos del Padre, a fin de crear las condiciones necesarias que permitan a la comunidad de hermanos y hermanas, disfrutar de los dones de la creación. El pobre que acepte la invitación de Jesús tendrá por recompensa el Reino; será saciado; no volverá a tener hambre; reirá ampliamente, como señal de la alegría que tendrá.
Aunque no sólo se trata de entrar a disfrutar la riqueza del Reino; hay que luchar por ella y “por la causa del Hijo del Hombre”, como segundo rasgo. El Reino no se dará sólo como un milagro que hay que recibir. El milagro comienza por la invitación que hace Jesús; por la forma como ahora los pobres y excluidos son invitados a salir de la marginación en la que se encuentran para entrar en un espacio en el que su vida y dignidad serán reconocidos; pero eso implica lucha. Ya lo dirá Jesús más delante: “El reino de los cielos sufre violencia y sólo los esforzados lo conquistan”. La invitación y el proyecto de Jesús ahí están; ahora hay que dar el siguiente paso: esforzarse por entrar y eso implicará –como bien lo profetiza Jesús- persecución y muerte. Pero incluso en esa realidad dolorosa de lucha y persecución, serán dichosos; tendrán que alegrarse, saltar “de gozo, porque su recompensa será grande en el Cielo”.
El Reino, por consiguiente, es para Jesús esa organización histórica, social, diferente, en la que los pobres serán la piedra angular; y el espacio de relación y convivencia será totalmente distinto que la sociedad dominadora y excluyente en la que viven y en el que podrán encontrarse con ese Dios Padre “que hace llover sobre buenos y malos”. Por eso también Jesús se va a la contraparte, como tercer rasgo; es decir, a las raíces que han impedido la posibilidad de este Reino de hermanos y hermanas, que es la acumulación que lleva a la riqueza: la concentración de los bienes de Dios en unas cuantas manos a costa de la miseria de la mayoría de la población.
La advertencia es clara y contundente, porque hay que sacudir las conciencias y hacer entender que el camino de la dominación, de la riqueza, de la exclusión, sólo llevará a la destrucción de la propia vida. “¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora, porque después tendrá hambre! ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!”.
De esta forma la invitación del Reino es para todos y cada uno tendrá que ver cómo entra, dónde se ubica: si entre los pobres y excluidos o entre los que han ocasionado esa marginación para los hijos e hijas de Dios. Y cada uno tendrá que dar su propia respuesta, pero no quedarse fuera del Reino.
Finalmente, y desde esta luz, se entiende cómo esas predicaciones de las bienaventuranzas que las convertido en “obras de caridad o misericordia”, nada tiene que ver con la propuesta de Jesús y con la fuerza del Reino. Jesús está invitando a una transformación radical de las estructuras sociales, y no a “hacer caridades”, a hacer obras de “misericordia”, sin cambiar históricamente ni el corazón ni las estructuras socio-económicas y políticas que han provocado la frustración del deseo del Padre.


domingo, 10 de febrero de 2019

5° Dom. Ord; Feb. 10 del 2019; LA FUERZA DEL EVANGELIO; J. A Pagola

10 de febrero de 2019
El episodio de una pesca sorprendente e inesperada en el lago de Galilea ha sido redactado por el evangelista Lucas para infundir aliento a la Iglesia cuando experimenta que todos sus esfuerzos por comunicar su mensaje fracasan. Lo que se nos dice es muy claro: hemos de poner nuestra esperanza en la fuerza y el atractivo del Evangelio.
El relato comienza con una escena insólita. Jesús está de pie a orillas del lago, y la gente se va agolpando a su alrededor para oír la Palabra de Dios. No vienen movidos por la curiosidad. No se acercan para ver prodigios. Solo quieren escuchar de Jesús la Palabra de Dios.
No es sábado. No están congregados en la cercana sinagoga de Cafarnaún para oír las lecturas que se leen al pueblo a lo largo del año. No han subido a Jerusalén a escuchar a los sacerdotes del Templo. Lo que les atrae tanto es el Evangelio del Profeta Jesús, rechazado por los vecinos de Nazaret.
También la escena de la pesca es insólita. Cuando de noche, en el tiempo más favorable para pescar, Pedro y sus compañeros trabajan por su cuenta, no obtienen resultado alguno. Cuando, ya de día, echan las redes confiando solo en la Palabra de Jesús que orienta su trabajo, se produce una pesca abundante, en contra de todas sus expectativas.
En el trasfondo de los datos que hacen cada vez más patente la crisis del cristianismo entre nosotros hay un hecho innegable: la Iglesia está perdiendo de manera imparable el poder de atracción y la credibilidad que tenía hace solo unos años. No hemos de engañarnos.
Los cristianos venimos experimentando que nuestra capacidad para transmitir la fe a las nuevas generaciones es cada vez menor. No han faltado esfuerzos e iniciativas. Pero, al parecer, no se trata solo ni primordialmente de inventar nuevas estrategias.
Ha llegado el momento de recordar que en el Evangelio de Jesús hay una fuerza de atracción que no hay en nosotros. Esta es la pregunta más decisiva: ¿Seguimos "haciendo cosas" desde un Iglesia que va perdiendo atractivo y credibilidad, o ponemos todas nuestras energías en recuperar el Evangelio como la única fuerza capaz de engendrar fe en los hombres y mujeres de hoy?
¿No hemos de poner el Evangelio en el primer plano de todo?. Lo más importante en estos momentos críticos no son las doctrinas elaboradas a lo largo de los siglos, sino la vida y la persona de Jesús. Lo decisivo no es que la gente venga a tomar parte en nuestras cosas, sino que puedan entrar en contacto con él. La fe cristiana solo se despierta cuando las personas se encuentran con testigos que irradian el fuego de Jesús.

J

5° Dom. Tpo Ord, Feb. 10, 2019: FFF


Isaías 61-2. 3-8; Salmo 137; 1ª Corintios 151-11; Lucas 51-11

Las lecturas de este 5° domingo del tiempo ordinario muestran una similitud interesante que toca elementos fundamentales de nuestra concepción cristiana.
La primera lectura del Profeta Isaías nos refiere la propia vocación del Profeta; San Pablo, en su 1ª carta a los Corintios nos refiere cómo también él fue tocado por Jesucristo en una visión que lo tiró al suelo y lo transformó en apóstol; y el Evangelio nos narra de manera semejante la vocación de Pedro, el llamado que Jesús le hizo después de una de las pescas milagrosas. Veamos, pues, cuál es el hilo conductor que construye uno de los mensajes poderosos de la liturgia de este domingo.
El primero es la contraposición entre Yahvé, el Dios de los hebreos, y el Abba, el Dios de Jesús. De raíz son los mismos; no es que se trata de 2 dioses; pero sí de 2 percepciones o experiencias distintas de la divinidad, con algunos rasgos diferentes.
Para los judíos, encontrarse cara a cara con Dios, significaba la muerte; sólo los profetas o sacerdotes podían tener interlocución con la divinidad; los demás no. Yahvé era el totalmente Otro, el Dios del trueno, del poder, de la destrucción; sólo asequible para los elegidos.
Para Jesús, en el evangelio, el Dios del Antiguo Testamento se experimenta como Padre, como Abba. Bajo ciertos aspectos, totalmente distinto; no del todo, pero sí en cuanto a la relación con su pueblo. El Abba de Jesús se preocupa por sus hijos; no es el Dios del temor, sino el del amor. Invita a que se le pida lo que sus hijos necesitan, con absoluta confianza; es el Dios de bondad infinita que hace salir el sol sobre buenos y malos; que no representa una amenaza de condenación o castigo, sino de perdón y amor. Al Dios de Jesús se le puede acercar uno con toda confianza, pues “quien ve a Jesús ve a al Padre”; y en Jesús Dios acoge a todos con bondad y comprensión inconmensurables. Se acabó el Dios del “terrible” y apareció “el Padre de todos”.
El segundo rasgo alude a los “mediadores” o a la “mediación” entre Dios y los hombres.
Yahvé se hace presente sólo a través de los serafines; ellos son los intermediarios, no sin dejar de manifestar el poder divino, pues el “clamor de sus voces” hacía temblar las puertas “y el templo se llenaba de humo”.
En el Nuevo Testamento, Jesús –un hombre como cualquier otro, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado, como dice San Pablo- es justo la palabra viva de Dios; es la encarnación del verbo; es su presencia amorosa que retira absolutamente las manifestaciones “terríficas” ante su presencia. La Palabra de Dios hecha carne es ahora la presencia de Dios mismo en el niño de Belén, el hijo de María y José, el carpintero que recibe la misión de anunciar a todos el año de gracia de Dios, de llevar la buena nueva a los pobres, de liberar a los cautivos… Como dice San Juan en una de sus cartas, “en el amor no hay temor”. Podemos decir que ahora es Dios mismo el que recorre nuestros caminos polvorosos en Jesús, para mostrarnos el rostro paterno/materno de Dios. Cualquiera se puede acercar a Jesús sin ningún temor: Él “es el camino, la verdad y la vida”; es la presencia amorosa del Padre en nuestra historia.
El tercer rasgo alude al perdón.
Isaías, sorprendentemente, recupera una de las tradiciones más hermosas del Dios de los hebreos, de Yahvé. En medio de su gran distancia con los humanos, sin embargo, ahí está también su capacidad de perdonar. Isaías se confiesa como pecador: “¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros…” Sin embargo, Yahvé envía a un Serafín con un tizón en la mano para que toque los labios de Isaías, y quede así purificado.
En Jesús, la oferta de perdón y reconciliación está reflejada maravillosamente en la parábola del Hijo pródigo, paradigma de todo el evangelio.
Así, pues, tanto Yahvé como el Padre de Nuestro señor Jesucristo lo que buscan es la salvación de sus hijos, no su condenación.
El cuarto y último rasgo es la Misión.
            El perdón que ofrece tanto Yahvé como el Padre sólo son para liberar a sus hijos del pecado, dado que representa una atadura para la propia vida, una carga que estorba para caminar ligeramente y anunciar “el año de gracia del Señor”, como lo proclamarán tanto Isaías como Jesús.
            Isaías es purificado con un carbón encendido que toca su boca y Pedro es perdonado por Jesús al invitarlo a ser pescador de hombres.
            En este sentido, el perdón es simultáneo al envío: si Dios nos perdona es porque nos quiere libres para asumir su Misión e ir por todo el mundo a anunciar el Evangelio de Jesús, como lo dice Pablo en su carta a los Corintios. También Pablo fue perdonado por Jesús, y en el perdón recibió el envío.
Éste es el sentido de nuestras vidas: agradecer infinitamente la presencia de un Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, en quien no hay temor sino sólo amor, que caminó por nuestras vidas y nos hizo partícipes de su misión, para anunciar el “Evangelio de Jesucristo”, fuente de vida y reconciliación para toda la humanidad. Todos somos, pues, “pecadores y sin embargo llamados” a anunciar la palabra del Hijo de Dios.