domingo, 2 de julio de 2017

La Jornada, Jun 28 '17 Excomunión a políticos corruptos; Bernardo Barranco

El Vaticano ha anunciado que estudia la posibilidad de excomulgar oficialmente de la Iglesia a aquellos cristianos que se prestan a la corrupción o mantienen lazos con organizaciones criminales, como la mafia, en el caso italiano. Podría tratarse de un decreto que permita excomulgar corruptos y mafiosos acorde a los lineamientos del magisterio de la Iglesia y la prédica pastoral que ha impulsado el papa Francisco.
La clase política mexicana, que entusiasta se ha venido declarado muy devota y católica, podría sufrir un serio revés. Muchos de sus integrantes podrían ser excomulgados de la Iglesia por actos de corrupción y asociación delictuosa. Por ejemplo, los dos ex gobernadores Duarte, que entregaron sus gobiernos al Sagrado Corazón de Jesús, quedarían fuera de la justicia divina de la Iglesia. ¿Cuántos políticos y empresarios han querido legitimarse con oportunismo por el manto eclesial? Ahora pueden correr el peligro de ser degradados y quedar bajo la pena máxima de la Iglesia, es decir, la exclusión. ¿Qué harán todos aquellos políticos encumbrados que desfallecían por una selfie con el papa Francisco en Palacio Nacional en febrero de 2016? Ahora corren el riesgo de quedar fuera de la comunidad de creyentes. No creo que les aterre, en verdad. Esa ha sido también la señal que ha enviado el semanario de la arquidiócesis Desde la Fe a los funcionarios de alto rango en el país, en especial a los gobernadores, sentenciando: la corrupción tiene consecuencias morales y espirituales. Así, especialistas de la Santa Sede analizan ya la viabilidad para aplicar la máxima de las penas a estos políticos rapaces, a fin de sensibilizar a la sociedad de la gravedad de sus actos: la separación del cuerpo eclesial, es decir, la excomunión a los corruptos. ¿O es un mensaje directo para el presidente Peña Nieto? Cuando la corrupción es norma de vida en la cúpula social se expande como un cáncer a todo el cuerpo social y espiritual; ahí reina el cinismo que ya no tiene límites debido a la impunidad y el sistema de protecciones que gozan los corruptos políticos en México. Por su parte la excomunión es la pena más grave en la Iglesia. Se refiere a la sanción más antigua, pues supone el destierro de la comunidad de los fieles y la consecuente exclusión de los sacramentos. Una de las excomuniones más estrepitosas en los tiempos actuales fue a los ultraconservadores lefebvrianos en 1988, quienes se oponían al mandato del Concilio Vaticano II. ¿Qué es la excomunión? En el nuevo catecismo, la Iglesia lo define: Ciertos pecados particularmente graves están sancionados con la excomunión, la pena eclesiástica más severa, que impide la recepción de los sacramentos y el ejercicio de ciertos actos eclesiásticos, y cuya absolución, por consiguiente, sólo puede ser concedida, según el derecho de la Iglesia, por el Papa, por el obispo del lugar, o por sacerdotes autorizados por ellos.
A mediados de junio se celebró en el Vaticano una cumbre internacional sobre la corrupción. Allí se planteó que una de las responsabilidades de la Iglesia es denunciar y confrontar la corrupción como prioridad pastoral. El cardenal Peter Turkson, de Ghana, es quien tiene encargo de redacción del nuevo decreto en Roma y cuenta con el apoyo del Papa. El objetivo, según se ha externado, es llegar a la elaboración de un texto común que guiará a escala internacional y legal según la doctrina de la Iglesia, en cuestión de la excomunión de católicos por la corrupción y la asociación delictiva. Este tema no es nuevo. 
El papa Francisco lo ha venido sentenciado desde el inicio de su pontificado. Recordemos la excomunión tan resonada a la mafia, 21 de junio de 2014, cuando visitó el sur de Italia. Allí expresó que la corrupción no sólo es una cuestión de legalidad, sino de viabilidad de nuestra civilización. En numerosas ocasiones, en las homilías matinales que Francisco predica en la capilla de Santa Martha ha abordado el tema. Para Bergoglio la corrupción es una perversión de la forma de vida de las élites, que conduce a la sociedad a perder el respeto a sí misma, que fractura el sentido de la autoridad y de la responsabilidad social. Los principales afectados no son sólo los pobres, sino las familias de los funcionarios, políticos, consejeros, legisladores, magistrados, administradores. “Y sus hijos –dice– quizás educados en colegios costosos, quizás crecidos en ambientes cultos, habían recibido de su papá, como comida, porquería, porque su papá, llevando pan sucio a la casa, ¡había perdido la dignidad! Esto es un pecado grave.” En el libro de 2016, cuyo título es El nombre de Dios es Misericordia, Francisco manifiesta severas consideraciones sobre el actor corrupto. Escribe: “Hay que hacer una diferencia entre el pecador y el corrupto. El primero reconoce con humildad ser pecador y pide continuamente el perdón para poderse levantar, mientras el corrupto es elevado a sistema, se convierte en un hábito mental, en un modo de vida (…) el corrupto es quien peca, no se arrepiente y finge ser cristiano. Con su doble vida, escandaliza”.

La clase política mexicana y sectores empresariales están señalados por sus prácticas de corrupción y cinismo que le otorga un sistema de impunidades y complicidades. La corrupción política entendida como el abuso del poder público y mal uso de recursos para beneficio de un grupo, camarilla o personal; la corrupción que frena el desarrollo e incrementa la pobreza; no es un hábito cultural, es un ejercicio de las élites como un mal endémico que hace metástasis en todo el sistema político mexicano; corrupción sin freno practicada por todos los partidos. La corrupción está detrás de la violencia, la inseguridad y la protección a diversas formas del crimen organizado. Si bien hay un reclamo social ante este flagelo, la propia clase política hace oídos sordos. El Papa va contra estos nuevos fariseos seculares. Sin embargo, flota la pregunta sobre la corrupción dentro de las propias estructuras religiosas. ¿No hay corrupción adentro?

13 Dom. Ordinario; Julio 2 '17; LA FAMILIA NO ES INTOCABLE; J. A. Pagola

Con frecuencia, los creyentes hemos defendido la «familia» en abstracto, sin detenernos a reflexionar sobre el contenido concreto de un proyecto familiar entendido y vivido desde el Evangelio. Y, sin embargo, no basta con defender el valor de la familia sin más, porque la familia puede plasmarse de maneras muy diversas en la realidad.
Hay familias abiertas al servicio de la sociedad y familias replegadas sobre sus propios intereses. Familias que educan en el egoísmo y familias que enseñan solidaridad. Familias liberadoras y familias opresoras.
Jesús ha defendido con firmeza la institución familiar y la estabilidad del matrimonio. Y ha criticado duramente a los hijos que se desentienden de sus padres. Pero la familia no es para Jesús algo absoluto e intocable. No es un ídolo. Hay algo que está por encima y es anterior: el reino de Dios y su justicia.
Lo decisivo no es la familia de carne, sino esa gran familia que hemos de construir entre todos sus hijos e hijas colaborando con Jesús en abrir caminos al reinado del Padre. Por eso, si la familia se convierte en obstáculo para seguir a Jesús en este proyecto, Jesús exigirá la ruptura y el abandono de esa relación familiar: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí. El que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí».
Cuando la familia impide la solidaridad y fraternidad con los demás y no deja a sus miembros trabajar por la justicia querida por Dios entre los hombres, Jesús exige una libertad crítica, aunque ello traiga consigo conflictos y tensiones familiares.
¿Son nuestros hogares una escuela de valores evangélicos como la fraternidad, la búsqueda responsable de una sociedad más justa, la austeridad, el servicio, la oración, el perdón? ¿O son precisamente lugar de «desevangelización» y correa de transmisión de los egoísmos, injusticias, convencionalismos, alienaciones y superficialidad de nuestra sociedad?
¿Qué decir de la familia donde se orienta al hijo hacia un clasismo egoísta, una vida instalada y segura, un ideal del máximo lucro, olvidando todo lo demás? ¿Se está educando al hijo cuando lo estimulamos solo para la competencia y rivalidad, y no para el servicio y la solidaridad?
¿Es esta la familia que tenemos que defender los católicos? ¿Es esta la familia donde las nuevas generaciones pueden escuchar el Evangelio? ¿O es esta la familia que también hoy hemos de «abandonar», de alguna manera, para ser fieles al proyecto de vida querido por Jesús?


13° domingo Ordinario; 2 de julio del 2017; Homilía FFF.

2° Reyes 48-11. 14-16; Salmo 88; Romanos 63-4. 8-11; Mateo 1037-42

El evangelio de este domingo trasluce el extraño uso de la dialéctica en algunos de los mensajes de Jesús. Por lo general, su estilo de comunicación era directa, sencilla, tratando de ser asequible a sus oyentes. Es el caso de las parábolas, de sus hipérboles, de sus diálogos con los discípulos, con el pueblo, con las personas que se le acercaban buscando alguna curación, algún consuelo, algún milagro extraordinario como una resurrección de alguna persona que había muerto y causaba gran dolor a sus familiares. Su diálogo buscaba que los oyentes comprendieran el mensaje del Reino; a pesar de que con frecuencia no era fácil interpretar el sentido profundo y claro de sus mensajes, de algunas de sus parábolas.
Sin embargo, también utilizó paradojas en situaciones especiales, como la que ahora nos ofrece el Evangelio. Es claro que cuando Jesús quería subrayar radicalmente algo con respecto al seguimiento o la relación con Dios, su Padre, entonces parece que se iba a fondo, que atacaba, que no dejaba alternativa, buscando que las personas se definieran ante Él. Sin embargo, lo complejo parece ser que no sólo exponía un ideal, sino que lo hacía forzando de tal manera las tintas, que obligaba a las personas a definirse frente a una contradicción, justo frente a una paradoja, nada fácil de comprender y menos de vivir.
Es el caso del evangelio de este domingo, Jesús quiere subrayar la absolutez de Dios ante todas las cosas, ante todo lo creado. El ser humano y todo lo que hay en el mundo, en el universo, por más trascendente o fundamental que sea, no deja de ser sólo algo relativo ante Dios. Y esto, que en una primera vista es algo hasta cierto punto aceptable y creíble, Jesús lo formula mediante una paradoja, difícil de entender y, quizá, más difícil de vivir. Nos dice: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”.
Sin duda que el texto nos pone contra la pared: ¿es posible querer más a Jesús que a un hijo o a una hija? ¿La base de nuestra existencia, justamente querida y propuesta por Dios, no es el amor? ¿Por qué, entonces, Jesús contrapone, justamente,  el amor a Dios y el amor a los seres más entrañables de cualquiera? ¿No es una locura, un absurdo? Pues sin duda no. El discurso de Jesús busca que caigamos en la cuenta, quizá, de dos cosas.
La primera, que nada se puede equiparar con Dios; Él es el absoluto; el creador de todo. Nada puede equipararse a su realidad. Nosotros, y con nosotros toda la creación, no somos más que “creaturas”; hechuras de Dios. Por eso, mientras no entendamos esto, no habremos entrado en el horizonte divino; no habremos entendido el mensaje fundamental de Jesús en nuestra relación con Dios. Y el que no lo ve así, no le faltará ocasión en la que opte por la creatura antes que por el creador. Somos muy proclives a clavarnos de tal forma en lo inmediato, en lo visible, en lo palpable, sean las cosas o las personas, que sólo haciendo un planteamiento tan radical como el que nos hace Jesús, podemos caer en la cuenta que no podemos competir con Dios; que no lo podemos poner en el mismo nivel. Por eso, no podemos amar más a nadie que a Dios; nada está por encima de Él. Frente a Él tenemos que tener una reverencia absoluta.
En el fondo es que nos estamos encontrando con el misterio de lo absolutamente otro; no podemos tomarlo a la ligera; como si fuera una cosa banal: “amo a esto o amo a Dios”. Esta disyuntiva es totalmente falsa, para quien quiere entrar en la órbita de la divinidad. Para lograr esto es que Jesús pone las tintas en esta aparente contradicción y la expresa mediante lo que llamamos paradoja o pensamiento dialéctico. Estira la liga lo más que puede, para que comprendamos la seriedad y trascendencia que implica nuestra relación con Dios.
La segunda cuestión, también paradójica, es que quien da un vaso de agua fría al prójimo, quien lo visita en la cárcel, quien le da de comer, etc., etc., ese lo está haciendo directamente a Jesús y, en Él, a Dios. Entonces, la contradicción se aclara: amar con toda la radicalidad posible, con independencia de lo que amemos, nos lleva hasta Dios. Por eso, no se trata de contraponer a Dios y las creaturas, sino de amar en Dios a todo lo creado; de amar con tal radicalidad que siempre experimentemos a Dios como fundamento de todo lo real que está en lo más profundo de lo que existe. Por eso, quien es capaz de amar con toda hondura a su prójimo y comprometerse con él, ese está amando a Dios; ese se está encontrando con Dios, aunque no lo sepa.
Claro, no cualquier amor implica esto. No es lo mismo “amar” de esta forma que “querer” las cosas. Amar es algo muy serio; es el don más grande que tenemos como creaturas y que Dios nos ha regalado. El evangelio sólo nos invita a que lo vivamos, a que valoremos ese maravilloso don; a que lo pongamos en práctica; pues así estaremos, aunque de forma misteriosa, experimentando a Dios mismo.
Si así amamos, entonces podremos comprender la paradoja aún más radical con la que termina el evangelio de este domingo: “el que no toma su cruz y  me sigue, no es digno de mí. El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará”.
Dejemos caer en nuestro corazón la invitación paradójica que Jesús nos hace…