domingo, 29 de mayo de 2016

Frente unido contra la pobreza

BOLETÍN SEMANAL; Trasparencia y Rendición de Cuentas
SEMANA DEL 9 AL 15 DE MAYO

En 1992 México contaba con 46 millones de personas en pobreza por ingresos. Veintitrés años y una infinidad de programas sociales después, la pobreza no solo no ha disminuido sino que ésta se incrementó a 60.6 millones de personas en 2012. Proporcionalmente hablando, no hubo un aumento radical pero tampoco una disminución: se pasó de un 53.1% de población en pobreza a un 51.6% en 2012. Esto en un país en el cual, según Oxfam, el 1% de la población concentra el 43% de la riqueza del país. ¿Qué es lo que ha pasado? Para la Acción Ciudadana Frente a la Pobreza, coalición de organizaciones sociales, el fracaso de las políticas y acciones contra la pobreza no se debe a la falta de diagnósticos ni a la ausencia de propuestas; sin embargo, existen una serie de problemas estructurales que han frenado la movilidad social y han producido que la pobreza y la desigualdad sean una especie de destino manifiesto, heredándose fatalmente por generaciones.
Un ejemplo de esto lo documenta el estudio hecho por CONAPRED y el CIDE en el cual se registra que el presupuesto federal discrimina y excluye a sectores de población vulnerable como mujeres, niños, discapacitados, indígenas y adultos mayores. La falta de transparencia y rendición de cuentas han generado que en muchos de estos programas se desconozca la población beneficiaria, no se cuente con un padrón de datos suficientes y de acceso abierto, que los requerimientos de acceso a sean tan complejos que terminan por excluir a los beneficiarios y que los objetivos y los resultados esperados no son identificables por lo que se acaba excluyendo a más del 30% de la población objetivo. Otros esfuerzos de organizaciones sociales como Transparencia Mexicana, Fundar y México Evalúa han registrado la opacidad y la incapacidad del gobierno para generar un efecto redistributivo en el diseño de la política social. Los más afectados son los jóvenes -con más de 7 millones viviendo de trabajos precarios, las mujeres -15 millones en trabajos con menor paga o fuera del mercado laboral y los indígenas -16 millones - que viven en situación de desigualdad. Para enfrentar el problema, en su primer aniversario, la Acción Ciudadana Frente a la Pobreza propone no solamente exigir el cumplimiento de las metas suscritas por México como parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) sino que además propone una serie de acciones de entre las que destacan la exigencia de mayor rendición de cuentas y combate a la corrupción pare evitar la duplicidad de programas sociales que responden a ocurrencias políticas o a prácticas clientelares. También considera aumentar los mecanismos de participación y vigilancia social, que se fomente un presupuesto “sin moches” congruente con las recomendaciones y resultados de evaluaciones y que se potencien las acciones de otras coaliciones de organizaciones e instituciones como la Red por la Rendición de Cuentas.
Por otro lado, entre las acciones propuestas también se sugiere trabajar en el cambio de mentalidades. Es decir, como corresponsables de la desigualdad, la sociedad mexicana debe de cambiar la mentalidad de aquellos y aquéllas cuyas prácticas privadas fomentan el abuso y la exclusión como es el caso de modelos de negocio que pretenden apropiarse de riquezas naturales de pueblos indígenas o la falta de respeto a los derechos de las trabajadoras domésticas. Corrupción y desigualdad es la agenda prioritaria y es en la que habrá que trabajar en los años que vienen.









9° Dom. Ordinario; APRENDER A COMULGAR; José Antonio Pagola

Yo no soy quien para que entres en mi techo.
Habituados desde niños a recibir la eucaristía, fácilmente podemos hacer de la comunión un gesto vacío y rutinario, sin apenas contenido alguno para nuestra vida. Las palabras del centurión, «yo no soy digno de que entres en mi casa», que pronunciamos al comulgar, parecen ser una invitación a recibir al Señor de manera más viva y renovada.

La preparación litúrgica comienza con el rezo del Padrenuestro. Puestos en pie y sintiéndonos hijos del mismo Padre, invocamos a Dios con las palabras que Jesús nos enseñó, pidiendo que «venga su Reino». Pedimos también a Dios el perdón al mismo tiempo que nos perdonamos unos a otros. De esa manera, el Padrenuestro (cantado a veces con las manos abiertas y alzadas hacia Dios o juntándolas con las del hermano) nos configura como comunidad fraterna hecha de perdón y amor mutuo. A comulgar no vamos aisladamente, cada uno por su lado, sino como comunidad reconciliada que busca el encuentro con un Dios Padre de todos.

Precisamente por eso, nos damos a continuación el abrazo de paz, que es un gesto que invita a romper distancias y aislamientos, y a suprimir odios y divisiones entre nosotros.

El rito se inicia con una oración del sacerdote en la que, en nombre de una Iglesia pecadora pero creyente, se pide a Jesucristo la paz y la unidad. Después, respondiendo a su invitación, nos damos fraternalmente la paz. El gesto concreto puede ser muy variado: un abrazo, un apretón de manos, un beso, una inclinación de cabeza, una sonrisa... No es un mero gesto de amistad, sino expresión de la paz que el Señor nos regala y nosotros nos comunicamos unos a otros. Si el gesto no es caricatura, es el momento de restañar heridas, reforzar vínculos amenazados, reavivar nuestra solidaridad y comprometernos a construir paz.

Después de recitar todos el «Cordero de Dios», el sacerdote muestra el Pan eucarístico y nos llama a tomar parte en la Cena del Señor. Es una invitación a la fe y la vigilancia. Dichosos si en ese momento nos sentimos llamados a comulgar hondamente con Cristo.

Con actitud humilde («Señor yo no soy digno») pero confiada, en procesión ordenada y pausada, cantando desde lo hondo del corazón algún canto apropiado, nos acercamos con fe a comulgar.
El silencio agradecido (habría que prolongarlo más) y la oración conclusiva ponen fin al rito de la comunión. Alimentados por el mismo Cristo nos sentimos enviados a trabajar por un mundo más humano y fraterno. Sostenidos por él podemos seguir caminando con esperanza.


9° domingo ordinario; 29 de mayo del 2016; homilía de Fdo Fdz, sj

1° Reyes 841-43; Salmo 116; Gálatas 11-2. 6-10; Lucas 17-10

El nuevo tiempo de la Iglesia inaugurado por Pentecostés se desplegará ahora durante el tiempo ordinario haciendo que la comunidad cristiana, bajo el influjo del Espíritu, sea fiel a lo que vivieron y experimentaron los discípulos, en la época en la que Jesús hizo historia con la humanidad.
Poco tiempo estuvo el Maestro con sus discípulos y discípulas; pero el impacto sobre ellos fue total; sin embargo, hasta que no descendió sobre ellos el Espíritu, no terminó de consolidarse la experiencia de Dios y del Reino, que Jesús les había transmitido. Con esos pertrechos, con ese equipo, ahora tendrían que lanzarse a realizar la Misión que habían recibido.
Para nada se trataba de algo sencillo o fácil; sino sumamente complejo. Jesús ya no estaba con ellos; el diálogo con Él, había terminado. Sí, tenían ahora al Espíritu con su fuerza y con su guía; pero la comunicación tenía que ser discernida y luego discutida entre ellos. Ya no había una autoridad máxima, “al alcance de su mano”, como para dirimir los conflictos o diversas interpretaciones que entre ellos se iban a dar. La autoridad de Pedro era importante, pero la última palabra la tenía la comunidad. Fue el tema de si obligaban o no a los paganos conversos a seguir con las prácticas religiosas de los judíos.
La nueva experiencia de fe que se dio en Jesús, bajo el acompañamiento del Padre y la guía del Espíritu, rompió los estrechos moldes en los que religiosamente había crecido ese puñado de seguidores de Jesús. Ahora el horizonte se abría hacia todo el mundo, hacia todas las razas, hacia todo aquel que quisiera recibir la buena noticia del Reino, no importando quién fuera ni de qué experiencia personal viniera.
Misión demasiado ambiciosa o, quizá, demasiado compleja, extensa. Sin duda, esa primitiva comunidad se habrá sentido en muchas ocasiones desbordada por las enormes dimensiones del encargo y por los retos que implicaba. Por eso, tanta insistencia en la fe, como la liturgia nos presenta en este domingo. El llevar “la buena noticia del Reino” a todos los rincones del mundo, no sería posible sin creer profundamente en la fuerza de Dios.
Desde esta óptica, el Evangelio es una constante invitación a creer en Jesús y en el Padre y su Reino. Por eso la narración de un Romano, el Centurión, que ante la enfermedad de uno de sus siervos, muestra una fe que ni siquiera los judíos habían demostrado. Le manda decir a Jesús que no se moleste, que no es necesario que vaya hasta su casa; que simplemente diga una sola palabra y su siervo quedará curado. Punto. El Centurión, de tal forma cree en Jesús, que no importa ni la distancia, ni rituales de curación, ni siquiera su presencia. Se fe es total: “una sola palabra”; un solo deseo; una fe ciega. Por eso la gran admiración del mismo Jesús: en todo Israel no había encontrado una fe como la de él.
Un pagano les está dando una cátedra de lo que significa creer. Y eso es lo que ahora los discípulos en la época de la Iglesia necesitan tener: una fe capaz de mover montañas, de trasplantar árboles, de conquistar el mundo entero. La tarea es inconmensurable, imposible de realizar sólo con sus propias fuerzas o convicciones. O Dios está con ellos, y ellos están totalmente convencidos de ello, o la Misión terminará por ser un fracaso. Por eso la necesidad de la fe; pero de una fe como la del Centurión: absoluta, total, que traspasa tiempo y espacio.
Y la enseñanza para nosotros es clara: no se trata sólo de una fe que nos lleva a conocer lo que por nuestra propia inteligencia no podemos. Creer no es solamente cerrar los ojos y decir que existe algo que por los sentidos no podemos conocer. Creer es amar a esa persona que por la fe hemos conocido y entregarnos a su causa, con la total certeza que sólo “su palabra” será capaz de ayudarnos a realizar la misión que para nuestras propias fuerzas resulta imposible.
Fe, entonces, es una entrega, un amor, una solidaridad con la causa de Jesús, una confianza plena que nos lleva a trabajar por el Reino, a pesar de lo imposible que parece su realización; fe es saber que el Espíritu de Jesús nos acompaña día y noche para realizar la misión que también a nosotros se nos ha encomendado.
Reducir la fe sólo a creer que existe lo que no vemos, es empobrecerla; fe es la actitud total del creyente que se entrega a construir el Reino sin importar lo adverso o difícil que pueda ser. Fe es “creer a la persona de Jesús”, es “creer en su invitación”, es entregarse a su causa cueste lo que cueste. Fe va más allá de un beneficio personal, hasta buscar el bien de la comunidad; la implantación del Reino en nuestra historia.
Bajo el impulso del Espíritu es posible creer en Jesús y entregarnos a su causa a pesar de todos los fracasos que podamos tener en el deseo de realizar el Reino.




domingo, 15 de mayo de 2016

Pentecostés; 15 de mayo del 2015; José Antonio Pagola

INVOCACIÓN
Recibid el Espíritu Santo.
Ven Espíritu Creador e infunde en nosotros la fuerza y el aliento de Jesús. Sin tu impulso y tu gracia, no acertaremos a creer en él; no nos atreveremos a seguir sus pasos; la Iglesia no se renovará; nuestra esperanza se apagará. ¡Ven y contágianos el aliento vital de Jesús!
Ven Espíritu Santo y recuérdanos las palabras buenas que decía Jesús. Sin tu luz y tu testimonio sobre él, iremos olvidando el rostro bueno de Dios; el Evangelio se convertirá en letra muerta; la Iglesia no podrá anunciar ninguna noticia buena. ¡Ven y enséñanos a escuchar sólo a Jesús!
Ven Espíritu de la Verdad y haznos caminar en la verdad de Jesús. Sin tu luz y tu guía, nunca nos liberaremos de nuestros errores y mentiras; nada nuevo y verdadero nacerá entre nosotros; seremos como ciegos que pretenden guiar a otros ciegos. ¡Ven y conviértenos en discípulos y testigos de Jesús!
Ven Espíritu del Padre y enséñanos a gritar a Dios "Abba" como lo hacía Jesús. Sin tu calor y tu alegría, viviremos como huérfanos que han perdido a su Padre; invocaremos a Dios con los labios, pero no con el corazón; nuestras plegarias serán palabras vacías. ¡Ven y enséñanos a orar con las palabras y el corazón de Jesús!
Ven Espíritu Bueno y conviértenos al proyecto del "reino de Dios" inaugurado por Jesús. Sin tu fuerza renovadora, nadie convertirá nuestro corazón cansado; no tendremos audacia para construir un mundo más humano, según los deseos de Dios; en tu Iglesia los últimos nunca serán los primeros; y nosotros seguiremos adormecidos en nuestra religión burguesa. ¡Ven y haznos colaboradores del proyecto de Jesús!
Ven Espíritu de Amor y enséñanos a amarnos unos a otros con el amor con que Jesús amaba. Sin tu presencia viva entre nosotros, la comunión de la Iglesia se resquebrajará; la jerarquía y el pueblo se irán distanciando siempre más; crecerán las divisiones, se apagará el diálogo y aumentará la intolerancia. ¡Ven y aviva en nuestro corazón y nuestras manos el amor fraterno que nos hace parecernos a Jesús!
Ven Espíritu Liberador y recuérdanos que para ser libres nos liberó Cristo y no para dejarnos oprimir de nuevo por la esclavitud. Sin tu fuerza y tu verdad, nuestro seguimiento gozoso a Jesús se convertirá en moral de esclavos; no conoceremos el amor que da vida, sino nuestros egoísmos que la matan; se apagará en nosotros la libertad que hace crecer a los hijos e hijas de Dios y seremos, una y otra vez, víctimas de miedos, cobardías y fanatismos. ¡Ven Espíritu Santo y contágianos la libertad de Jesús!


Pentecostés; Mayo 15 del 2016; Fdo Fdz, sj.

Hechos 21-11; Salmo 103; Romanos 88-17; Juan 1415-16. 23-26

La venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles cierra el ciclo de Pascua y con él, el de Jesús en nuestra historia. Y al terminar este primer dinamismo de salvación, aparece el del Espíritu que acompañará a los cristianos hasta el final de los tiempos.
Sin duda, que todos estos acontecimientos no dejan de estar envueltos por el misterio que implica la presencia de Dios en nuestra vida. La encarnación no es otra cosa que el deseo de Dios de “habitar” a la humanidad. “Habitar” es una palabra muy profunda, muy densa. Una casa “habitada” tiene vida; una persona “habitada” por Dios tiene una presencia poderosa, salvífica, misteriosa, divina, que la hace ya poseedora de la eternidad, de lo divino, de Dios mismo.
Y esto nos habla del sentido “pasivo” de la salvación en el Cristianismo, tan repetido por Jesús: “no me eligieron Uds. a mí; sino yo les he elegido”. El ser humano acepta o rechaza esta presencia; pero es Dios mismo quien ha tomado la iniciativa de estar en lo más profundo de nuestro ser, de hacerse “uno” –por así decirlo- con nosotros de tal forma que nos ha convertido “en verdaderos hijos”, en carne “divinizada” por el Espíritu. No que seamos “dioses”; pero sí sus hijos. Es el misterio de la gracia que Dios nos ha derramado abundantemente.
Una persona habitada no es una persona “hueca”, vacía de sentido, alienada. Una persona “habitada” es la que está consigo misma; que se posee; que es libre; que sabe lo que quiere; que vive la vida con sentido, y con un sentido que lo construye como persona, como ser humano; que toma sus decisiones conforme “al fin para el que fue creado”, como invita San Ignacio. Y en la medida en que el Espíritu “habite” en nosotros, entonces seremos fieles al Evangelio, porque estaremos habitados por el mismo Espíritu que “habitó” a Jesús y que lo guió conforme a la voluntad salvífica del Padre.
Éste es quizá el gran dilema de nosotros los creyentes: dejarse o no habitar por el Espíritu; hacerle un verdadero espacio en nuestro corazón o rechazarlo. Podemos decir que como “receptores” de la Encarnación, de ese tomar carne de nuestra carne que sucedió en Jesús de Nazaret, querámoslo o no, ya hemos sido hechos “a imagen y semejanza de Dios”: su semilla se integró con la nuestra. Al encarnarse, la carne humana fue tomada por Dios, hecha uno con Él mismo. Un rayo de la divinidad nos constituye. “Estructuralmente” así estamos hechos; y eso no lo podemos ni evitar ni cambiar.
Pero eso no basta. Aun siendo creados como sus hijos, tenemos la libertad para asumir o rechazar en la línea del tiempo, a lo largo de nuestra historia, esa “filiación”. Podemos desafiar a Dios y decirle que preferimos ir por nuestro lado, que asumir el camino de salvación que inauguró en Jesús. Parte de la historia de la humanidad, tomada desde la óptica del pecado, es lo que nos revela: una humanidad que le dice a Dios “no te serviré”.
Pero otra gran parte, también ha sido dócil a esa presencia del Espíritu en nuestros corazones y se ha dejado guiar por Él.
Así, el aspecto quizá más fundamental del Espíritu en nuestras vidas es que es nuestro “paráclito”, nuestro abogado. Como dice San Pablo en la carta a los Romanos, “intercede por nosotros con gemidos inenarrables”. Dejarse llevar, entonces, por el Espíritu, es aprovechar la fuerza y la intervención que Él opera en lo más profundo de nuestro ser, a fin de responder a las invitaciones que Jesús nos hizo en el Evangelio; al camino que él nos propuso; a la vida que nos ofreció; a la verdad que nos hizo y nos hace libres.
De ahí entonces que celebrar la venida del Espíritu de Jesús es abrirnos a la nueva época que se inaugura, la Época de la iglesia, de la comunidad de los seguidores de Jesús. Físicamente, Jesús ya no está en esa comunidad que creó; pero les ha enviado a su Espíritu quien ahora los guiará, “les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto” Jesús les dijo.
“Hablar lenguas”, realizar milagros, tener éxtasis místicos, etc., etc., sólo son las señales para que la humanidad sepa que la salvación ha llegado para todos; pero en sí mismos sólo son medios. No pueden ser lo central de la vida cristiana. El Espíritu no se entiende sin Jesús y su evangelio, y sin el Reino de Dios y el Dios del Reino, tal cual lo anunció el Maestro.
Fácilmente algunos cristianos se han quedado con los medios, y se han olvidado del fin. Se “han comido el rábano por las hojas”. Lo verdaderamente importante no son los signos espectaculares que acompañaron la llegada del Espíritu a esa Primera Comunidad de seguidores del Resucitado. No son las “lenguas de fuego” lo que importa; sino el fuego que el Espíritu enciende en nuestros corazones a fin de poder seguirlo hasta la muerte, a la manera de Jesús.
Ser coherente con el evangelio no es fácil; implica demasiados riesgos; incluso quizá el sufrimiento y la muerte; pero para eso está ese fuego, esa fuerza que desciende lo Alto y que nos acompañará hasta el final de la historia.
Finalmente, caer en la cuenta que las invitaciones del Espíritu sólo son eso; no son “imposiciones” y muchas veces se oscurecen por nuestros afectos que se desordenan y nos impiden escuchar lo que auténticamente nos pide el Espíritu. De ahí la necesidad del “discernimiento”, como lo señala San Ignacio. Las “buenas mociones” se pueden entremezclar con las “malas”, y entonces podemos equivocar el camino. Por ello no podemos dejar de discernir el camino de nuestras vidas, de crear esa sensibilidad para descubrir lo que Dios quiere para cada uno de nosotros y realizarlo gracias a la fuerza y el poder del Espíritu.
Que esta venida del Espíritu nos ayude a reforzar nuestra opción por el Evangelio de Jesús y a vivirlo en nuestro mundo, a pesar de la conflictividad en la que estamos inmersos.


domingo, 8 de mayo de 2016

La Ascensión del Señor; José Antonio Pagola; 8 de mayo de 2016

CRECIMIENTO Y CREATIVIDAD
Los evangelios nos ofrecen diversas claves para entender cómo comenzaron su andadura histórica las primeras comunidades cristianas sin la presencia de Jesús al frente de sus seguidores. Tal vez, no fue todo tan sencillo como a veces lo imaginamos. ¿Cómo entendieron y vivieron su relación con él, una vez desaparecido de la tierra?
Mateo no dice una palabra de su ascensión al cielo. Termina su evangelio con una escena de despedida en una montaña de Galilea en la que Jesús les hace esta solemne promesa: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Los discípulos no han de sentir su ausencia. Jesús estará siempre con ellos. Pero ¿cómo?
Lucas ofrece una visión diferente. En la escena final de su evangelio, Jesús «se separa de ellos subiendo hacia el cielo». Los discípulos tienen que aceptar con todo realismo la separación: Jesús vive ya en el misterio de Dios. Pero sube al Padre «bendiciendo» a los suyos. Sus seguidores comienzan su andadura protegidos por aquella bendición con la que Jesús curaba a los enfermos, perdonaba a los pecadores y acariciaba a los pequeños.
El evangelista Juan pone en boca de Jesús unas palabras que proponen otra clave. Al despedirse de los suyos, Jesús les dice: «Yo me voy al Padre y vosotros estáis tristes… Sin embargo, os conviene que yo me vaya para que recibáis el Espíritu Santo». La tristeza de los discípulos es explicable. Desean la seguridad que les da tener a Jesús siempre junto a ellos. Es la tentación de vivir de manera infantil bajo la protección del Maestro.
La respuesta de Jesús muestra una sabia pedagogía. Su ausencia hará crecer la madurez de sus seguidores. Les deja la impronta de su Espíritu. Será él quien, en su ausencia, promoverá el crecimiento responsable y adulto de los suyos. Es bueno recordarlo en unos tiempos en que parece crecer entre nosotros el miedo a la creatividad, la tentación del inmovilismo o la nostalgia por un cristianismo pensado para otros tiempos y otra cultura.
Los cristianos hemos caído más de una vez a lo largo de la historia en la tentación de vivir el seguimiento a Jesús de manera infantil. La fiesta de la Ascensión del Señor nos recuerda que, terminada la presencia histórica de Jesús, vivimos «el tiempo del Espíritu», tiempo de creatividad y de crecimiento responsable. El Espíritu no proporciona a los seguidores de Jesús «recetas eternas». Nos da luz y aliento para ir buscando caminos siempre nuevos para reproducir hoy su actuación. Así nos conduce hacia la verdad completa de Jesús.


La Ascensión del Señor; Mayo 8 del 2016; homilía de Fdo Fdz Font, sj

Hechos 11-11; Salmo 46; Hebreos 924-28; 1019-23; Lucas 2446-53

Casi al fin de la Pascua, la Iglesia celebra la Ascensión del Señor. Su ciclo se cierra. La misión de Jesús ha terminado. Enviado por Padre, ha realizado dos encargos: mostrarnos qué significa “amar hasta el extremo de dar la vida por los demás”, condición indispensable para la llegada del Reino; y, segundo, cambiar radicalmente la imagen de Dios: Él es la fuente de paternidad y maternidad volcada hacia todos los seres humanos. “Reino” y “Padre” resumirían su presencia en nuestra historia.
Pero Él ha terminado; poco tiempo en nuestra casa, pero un tiempo denso, cargado de un gran dinamismo; tierno hasta el extremo, pero violento y radical contra el poder y el abuso de los pobres. Él no podía quedarse para siempre; no hubiera sido ser humano; tarde o temprano tenía que morir. Por eso su estrategia fue clara desde el principio. Él había puesto la muestra; había enseñado el camino; pero otros tendrían que continuarlo; tendrían que aprender y continuar con su Misión.
De manera un tanto ingenua escogió a las personas –desde nuestro punto de vista- menos capaces para continuar con su obra. Como dice San Pablo, no escogió a sabios y poderosos, sino a rudos e ignorantes. “Llevamos el mensaje en vasijas de barro” –dirá también- para mostrar que la fuerza que tiene el Mensaje no es obra del apóstol sino de la gracia.
El final del tiempo del Mesías, abre un nuevo círculo: el círculo de la Iglesia protagonizado por ese puñado de hombres y mujeres sin más herramientas que “el amor a su Señor”, acompañados –definitiva y eficazmente- por la Madre de Jesús. La responsabilidad cae ahora sobre ellos.
Sin embargo, el encargo es relativamente sencillo: ser testigos de Jesús; dar testimonio de su vida y de sus obras. Es curioso; no se trata de crear instituciones, transformar las instancias políticas o militares, tomar el poder, borrar a las demás religiones o desaparecer a los que se opusieran al mensaje. Sólo “ser testigo”.
Simple, pero también muy complicado. Cada uno de ellos estaba invitado a ser “testigo”, a testimoniar a Jesús de Nazaret. ¡Qué fácil y qué difícil! Hay una línea muy delgada entre buscar ser uno el protagonista y testimoniarse a sí mismo; o con sus actos, dichos y palabras, testimoniar al Mesías. Ellos tenían que ser espejo de Jesús, del Salvador. A final de cuentas, estaban invitados a ser “otros Cristos”, haciendo que toda acción misionera llevara “a dar gloria a Dios” y no a ellos mismos.
Entonces, asumida de esta forma su tarea, podemos entender por qué Jesús confió en ellos: porque también ellos lo amaron hasta el extremo, como les había enseñado. La condición entonces para ser seguidor y apóstol del Reino, es estar profundamente enamorado de Él.
Enamorado de Jesús, uno ha salido de sí mismo y lo único que importa, como a la Magdalena, es saber “dónde está el Señor”. Y de ese amor, de esa maravilla que es ser amigos de Dios, es de lo que tenían que ser testigos.
Testimoniar un amor muy concreto a ese Hombre que se encontraron a orillas del Lago de Galilea; que les impactó tan profundamente que se atrevieron a dejar todo para seguirlo: a dejar su trabajo, sus barcas, sus redes, incluso a su propia familia. Enamorados de Aquel que proclamó desde el principio el Anuncio a los pobres, la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos; la redención de los cautivos. Un Jesús que se compadeció del caído, que buscó a los excluidos, a los leprosos, a los que fueron sacados del camino, a las prostitutas y pecadores, y los devolvió a la vida; que les ofreció una comunidad en la que se sintieron acogidos, reconocidos en su dignidad sabiéndose también hijos de Dios y no rechazados por Él.
Testimoniar a aquel que no hizo otra cosa que revelar a un Dios a quien le podemos decir “Padre” y que destinó un Reino para nosotros: ser testigos del Dios del Reino y del Reino de Dios.
Sin embargo, la pregunta: ¿Serían capaces? Jesús regresa a la diestra del Padre, pero justo para eso y para eso les envía al Espíritu: es el don que los acompañará y les permitirá dar ese testimonio, incluso –como su Maestro- hasta la muerte.
Nosotros también tenemos el Espíritu. Es tiempo de celebrar agradecidamente la venida de Jesús, se presencia en nuestra historia que definitivamente la cambió, y el don del Espíritu, quien continua acompañando a su Iglesia para que todos demos testimonio auténtico y veraz de Aquél que fue y sigue siendo “el camino, la verdad y la vida”.


domingo, 1 de mayo de 2016

6° Domingo de Pascua; ULTIMOS DESEOS DE JESÚS; J. A. Pagola.

Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Los ve tristes y acobardados. Todos saben que están viviendo las últimas horas con su Maestro. ¿Qué sucederá cuando les falte? ¿A quién acudirán? ¿Quién los defenderá? Jesús quiere infundirles ánimo descubriéndoles sus últimos deseos.
Que no se pierda mi Mensaje. Es el primer deseo de Jesús. Que no se olvide su Buena Noticia de Dios. Que sus seguidores mantengan siempre vivo el recuerdo del proyecto humanizador del Padre: ese “reino de Dios” del que les ha hablado tanto. Si le aman, esto es lo primero que han de cuidar: “el que me ama, guardará mi palabra...el que no me ama, no la guardará”.
Después de veinte siglos, ¿qué hemos hecho del Evangelio de Jesús? ¿Lo guardamos fielmente o lo estamos manipulando desde nuestros propios intereses? ¿Lo acogemos en nuestro corazón o lo vamos olvidando? ¿Lo presentamos con autenticidad o lo ocultamos con nuestras doctrinas?
El Padre os enviará en mi nombre un Defensor. Jesús no quiere que se queden huérfanos. No sentirán su ausencia. El Padre les enviará el Espíritu Santo que los defenderá de riesgo de desviarse de él. Este Espíritu que han captado en él, enviándolo hacia los pobres, los impulsará también a ellos en la misma dirección.
El Espíritu les “enseñará” a comprender mejor todo lo que les ha enseñado. Les ayudará a profundizar cada vez más su Buena Noticia. Les “recordará” lo que le han escuchado. Los educará en su estilo de vida.
Después de veinte siglos, ¿qué espíritu reina entre los cristianos? ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu de Jesús? ¿Sabemos actualizar su Buena Noticia? ¿Vivimos atentos a los que sufren? ¿Hacia dónde nos impulsa hoy su aliento renovador?
Os doy mi paz. Jesús quiere que vivan con la misma paz que han podido ver en él, fruto de su unión íntima con el Padre. Les regala su paz. No es como la que les puede ofrecer el mundo. Es diferente. Nacerá en su corazón si acogen el Espíritu de Jesús.
Esa es la paz que han de contagiar siempre que lleguen a un lugar. Lo primero que difundirán al anunciar el reino de Dios para abrir caminos a un mundo más sano y justo. Nunca han de perder esa paz. Jesús insiste: “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”.
Después de veinte siglos, ¿por qué nos paraliza el miedo al futuro? ¿Por qué tanto recelo ante la sociedad moderna? Hay mucha gente que tiene hambre de Jesús. El Papa Francisco es un regalo de Dios. Todo nos está invitando a caminar hacia una Iglesia más fiel a Jesús y a su Evangelio. No podemos quedarnos pasivos.

José Antonio Pagola

6° Domingo de Pascua; 1 de mayo del 2016; Homilía de Fdo Fdz Font, sj

Hechos de los Apóstoles 151-2. 22-29; Salmo 66; Apocalipsis 2110-14. 22-23; Juan 1423-29

El tiempo pascual sigue testimoniándonos la transformación profunda que va experimentando la primitiva comunidad cristiana. No les resultó fácil romper con el judaísmo, sin soltar totalmente su historia, como pueblo escogido por Dios. Como que tenían que tirar el “agua sucia” sino tirar al niño, ese niño que nacía a partir de la Resurrección de Jesús y que transformaría radicalmente la relación del ser humano con su Dios y la religión judía.
Por una parte el Dios liberador, profético, del Antiguo Testamento era parte que el mismo Jesús había incorporado a su vida: “no dejarán de cumplirse la ley y los profetas”; pero, al mismo tiempo, y eso fue lo realmente complicado, en Jesús se había dado una novedad ni siquiera imaginada a lo largo de toda la historia del pueblo de Israel. Jesús, profeta de la misericordia, luchador incansable al lado de su pueblo contra todas las injusticias y marginaciones que sufrían los pobres a manos del poder político y religioso, no pudo ser retenido por la muerte: el Padre lo resucitó y, con eso, confirmaba su camino: su camino de una lucha contra toda dominación aunque eso costara la muerte; pero una muerte, que ya no tuvo poder sobre Él: Jesús pasó por la muerte como un rayo de luz pasa a través del cristal.
Novedad absoluta, radical: Dios con nosotros (el Emanuel) y nosotros con Dios. Un mundo más allá de las leyes, los ritos, los sacrificios; una experiencia religiosa que vuelve a confirmar absolutamente el mandamiento más importante de la Ley: “amarás a Dios y a tu prójimo, como a ti mismo”. No será ahora el cumplimiento de la ley lo que salva, sino el amor real, concreto, por el que ha sido asaltado y dejado fuera del camino; por la prostituta redimida desde el amor incondicional que experimentó en Jesús; por el leproso que no le resultó repugnante a Jesús y que se atrevió a tocarlo, a caminar con él, a reincorporarlo a la vida del pueblo.
No es el poder, ni el templo, ni la ley, ni el control… lo que salva, sino el amor que permite unir el cielo con la tierra, a Dios Padre-Madre con sus hijos, la eternidad con la temporalidad.
Muy difícil para ese puñado de hombres y mujeres incultos que no eran ni sacerdotes, ni levitas, ni fariseos, ni escribas, poder discernir con qué se quedaban del Antiguo Testamento y qué desechaban; qué hacía la continuidad histórica con el Dios liberador del Éxodo y cómo habría de romperse con la vivencia de quienes se apropiaron del templo y de la ley para controlar y oprimir al pueblo con sus formalismos legales y su venganza del “ojo por ojo y diente por diente”; con su sed de sangre deseosa de asesinar al pecador y no de salvarlo.
Pero además, no se trataba simplemente de una continuidad discernida que buscara romper con lo peor de la religión judía; sino de una novedad total, inédita en la historia. ¿Qué añadía la experiencia dela Resurrección a su vivencia religiosa? ¿Qué implicaba en sus vidas, en sus prácticas? ¿Qué mantener y qué desechar?
La Resurrección fue poner las cosas en su lugar; fue recuperar el deseo original del Padre en el momento de la Creación: que todo ser humano fuera feliz en la presencia de su Dios, como lo describe la utopía del Paraíso en el Génesis y que la muerte vuelve a perder su dominio sobre la humanidad. La praxis religiosa se había desviado; ahora había que recuperarla, ordenarla. Por eso, lo importante no era ni el Templo ni la Ley en sí mismos, sino el ser humano como centro de cualquier experiencia religiosa.
La circuncisión deja de ser requisito para ser seguir de Jesús. Lo que daña no es lo que entra del exterior (como la comida), sino lo que sale del interior como los malos deseos. Lo fundamental está en otra parte: todo es bueno; todo está hecho para el hombre. Lo definitivo es el apoyo de unos con otros en la comunidad cristiana para “que nadie pase necesidad”; es la lucha por la libertad, por la verdad, bajo la inspiración de la “buena nueva” del Evangelio; bajo el modelo de Jesús, “el hombre nuevo”.
La afirmación que hace San Juan en la 2ª Lectura, en el libro del Apocalipsis, es realmente sorprendente: ya no hay templos, “porque el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son el templo”; no se necesita la luz del sol o de la luna, “porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lumbrera”. El templo ha sido desplazado y en su lugar ha quedado la centralidad de Dios en la historia a través de Jesús, para plenitud del hombre.
Y la práctica “religiosa” no será otra que la del amor. Si amamos, entonces se juntará el cielo con la tierra: el Padre nos amará y vendrá a nosotros y pondrá ahí su morada. Nosotros somos ahora el templo verdadero donde podemos encontrar a Dios; por eso, además, será inviolable su condición: Dios habita en nuestro corazón.
Difícil síntesis entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; pero el Espíritu de la Verdad los fue acompañando para recuperar lo auténtico de uno y la novedad del otro. Las cosas han vuelto a ser puestas en su lugar: el ser humano de nuevo integrado con Dios; Dios experimentado como Padre-Madre mediante el amor, sabiendo que Cristo ha vencido al mundo, ha vencido a la muerte.
Que el Espíritu nos conceda recorrer los pasos que dio la Primitiva comunidad Cristiana.