La
iglesia entera celebra hoy el domingo mundial de las Misiones. Es el esfuerzo
continuado a fin de que no pase a segundo lugar la vocación misionera del
seguidor de Jesús. El Señor, antes de dejar nuestra tierra, quiso evidenciar
que su tarea había terminado, pero que la misión continuaba. Ahora eran sus
seguidores los que tendrán que proseguir con el encargo que Él había recibido del
Padre. No se trataba de un abandono, sino de una presencia diferente. Seguiría
con nosotros acompañándonos en el anuncio del Evangelio, pero ya no físicamente,
como hasta ese momento había estado con sus discípulos. Ahora comenzaba el
momento de la Iglesia, la responsabilidad total de sus seguidores bajo la inspiración
y fuerza del Espíritu Santo.
Desde
el inicio es sumamente desconcertante el procedimiento de Dios, lo que confirma
algo que Jesús ya había dicho: “los pensamientos de Dios no son vuestros pensamientos;
sus caminos no son los vuestros”. Escasos 3 años está Jesús con sus discípulos.
Al menos una vez, cambia de estrategia cuando decide ya no andar con las masas
y hacer tantos milagros. Casi inmediatamente, los somete a la peor crisis por
la que pudieron haber pasado que fue su propia muerte; y luego abre la historia
a una forma de realidad totalmente inédita en el mundo, pasado, presente y
futuro, imposible de comprender, que fue su propia Resurrección. Y a ese puñado
de personas desconcertadas les “encarga el Reino”; pero ni siquiera para que lo
conserven como un tesoro enterrado –al estilo del Santo Sepulcro-, sino para
que vayan, nada más ni nada menos, a anunciarlo a todo el mundo, a pesar de los
límites y condicionantes evidentes que ellos tenían.
¿Qué
garantías tenía Jesús de que todo su esfuerzo, todo su sufrimiento, su muerte y
resurrección, no fueran a quedar estériles y pronto su Misión quedara en el
olvido, como lo que ha pasado en la historia de la humanidad con tantos líderes?
Sin embargo, ese fue el designio de Dios; ese fue el tamaño de la confianza de
Dios hacia el ser humano. El tesoro que les dejaba no era para ser conservado
bajo llave, sino para comunicarlo a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad. ¿Habrían entendido de qué se trataba? ¿Podrían cargar con tal
responsabilidad? ¿Estarían capacitados? Ninguno de ellos era rabino; ninguno
era una persona académicamente preparada. Eran un puñado de hombres y mujeres
rescatados – incluso- algunos de ellos, de la misma escoria de la sociedad, sin
duda para la Misión más excelsa que cualquier ser humano pudiera aspirar. Ese
es el misterio de Dios; lo desconcertante
de sus comportamientos.
Ya
resucitado, Jesús los cita en Galilea, donde la Predicación del Reino había
comenzado, para despedirse de ellos. Esa pequeña población se torna ahora, para
ellos, un símbolo fundamental para la nueva etapa que comenzaban:
Primero,
que a Jesús se le encuentra en la misión. Ahí donde todo comenzó, ahí se volverá
a encontrar con ellos, por última vez, para darles el encargo. ¿Queremos
encontrarnos con Jesús? No hay otro camino que la Misión. El que asume el
encargo del Reino, ese estará acompañado por Jesús; ese se encontrará con Él.
Ciertamente
no parece que nadie de entre ese puñado de hombres y mujeres que seguían de
cerca a Jesús, pudiera sentirse “capacitado” para el encargo que se les hacía:
pescadores, recaudadores de impuestos, mujeres de buena voluntad, etc., no
parecía que pudieran asumir el encargo que Jesús les hacía. Al mismo Pedro, el
líder, Jesús lo había corregido varias veces. Sin embargo, Jesús está con ellos
con “todo el poder” que se le ha dado. Mismo que les entrega a través del Espíritu
Santo. No estarán solos; el Espíritu los acompañará y, como también se los había
dicho, Él les indicará lo que tengan que decir cuando estuvieran frente a los
tribunales.
Pero,
¿por qué asumieron una misión de tanta responsabilidad? Justo porque, a pesar
de todo, el encargo era relativamente sencillo. Vayan por todo el mundo y
anuncien la “Buena Noticia del Reino”; vayan y transmitan su experiencia de
amor que vivieron con Jesús; anuncien que a los pobres ha llegado la salvación;
que Dios es un Padre-Madre bueno, preocupado hasta por los cabellos que se caen
de la cabeza de sus hijos; que es un Dios que perdona hasta 70 veces 7; vayan y
digan al mundo que Dios los ama; anuncien el Reino de hermanos y hermanas que
implica un banquete en el que todos caben y no falta alimento.
¿Cuál
es la garantía? La misma que la del principio: Jesús estará con ellos y con su
iglesia, hasta el final de los tiempos, y su Espíritu les irá terminando de
enseñar lo que tienen que saber. Por eso,
en este momento, con el envío de Jesús y su subida al Cielo, ellos dejan
de ser “discípulos”, para convertirse en “apóstoles”: ya no son los “que
aprenden”, sino los “enviados”, los que ahora tendrán que enseñar, bautizar,
incorporar a este grupo, mediante la predicación y el testimonio de la
Resurrección de Jesús.
Y
a final de cuentas, los que ahora se encuentran con Él en Galilea, los hombres
y mujeres que lo acompañaban, se animan a asumir la misión porque tienen una
confianza absoluta, no en sus propias fuerzas y capacidades, sino en su
maestro, en Jesús y en la promesa que estará con ellos para siempre.
Pongámonos,
también nosotros, en camino. Confiemos en las mismas palabras que Jesús les
dijo a sus seguidores y vayamos a anunciar al mundo ese Reino de justicia, de
igualdad, de fraternidad y solidaridad; revisemos nuestras relaciones con los
demás: familiares, empleados, vecinos, desconocidos: ¿qué tanto nuestros
comportamientos son testimonio del Reino, de las mismas actitudes con las que Jesús
vivió y se entregó por nosotros?