domingo, 19 de octubre de 2014

Domingo Mundial de las Misiones. Octubre 19 del 2014

La iglesia entera celebra hoy el domingo mundial de las Misiones. Es el esfuerzo continuado a fin de que no pase a segundo lugar la vocación misionera del seguidor de Jesús. El Señor, antes de dejar nuestra tierra, quiso evidenciar que su tarea había terminado, pero que la misión continuaba. Ahora eran sus seguidores los que tendrán que proseguir con el encargo que Él había recibido del Padre. No se trataba de un abandono, sino de una presencia diferente. Seguiría con nosotros acompañándonos en el anuncio del Evangelio, pero ya no físicamente, como hasta ese momento había estado con sus discípulos. Ahora comenzaba el momento de la Iglesia, la responsabilidad total de sus seguidores bajo la inspiración y fuerza del Espíritu Santo.
Desde el inicio es sumamente desconcertante el procedimiento de Dios, lo que confirma algo que Jesús ya había dicho: “los pensamientos de Dios no son vuestros pensamientos; sus caminos no son los vuestros”. Escasos 3 años está Jesús con sus discípulos. Al menos una vez, cambia de estrategia cuando decide ya no andar con las masas y hacer tantos milagros. Casi inmediatamente, los somete a la peor crisis por la que pudieron haber pasado que fue su propia muerte; y luego abre la historia a una forma de realidad totalmente inédita en el mundo, pasado, presente y futuro, imposible de comprender, que fue su propia Resurrección. Y a ese puñado de personas desconcertadas les “encarga el Reino”; pero ni siquiera para que lo conserven como un tesoro enterrado –al estilo del Santo Sepulcro-, sino para que vayan, nada más ni nada menos, a anunciarlo a todo el mundo, a pesar de los límites y condicionantes evidentes que ellos tenían.
¿Qué garantías tenía Jesús de que todo su esfuerzo, todo su sufrimiento, su muerte y resurrección, no fueran a quedar estériles y pronto su Misión quedara en el olvido, como lo que ha pasado en la historia de la humanidad con tantos líderes? Sin embargo, ese fue el designio de Dios; ese fue el tamaño de la confianza de Dios hacia el ser humano. El tesoro que les dejaba no era para ser conservado bajo llave, sino para comunicarlo a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. ¿Habrían entendido de qué se trataba? ¿Podrían cargar con tal responsabilidad? ¿Estarían capacitados? Ninguno de ellos era rabino; ninguno era una persona académicamente preparada. Eran un puñado de hombres y mujeres rescatados – incluso- algunos de ellos, de la misma escoria de la sociedad, sin duda para la Misión más excelsa que cualquier ser humano pudiera aspirar. Ese es el misterio de  Dios; lo desconcertante de sus comportamientos.
Ya resucitado, Jesús los cita en Galilea, donde la Predicación del Reino había comenzado, para despedirse de ellos. Esa pequeña población se torna ahora, para ellos, un símbolo fundamental para la nueva etapa que comenzaban:
Primero, que a Jesús se le encuentra en la misión. Ahí donde todo comenzó, ahí se volverá a encontrar con ellos, por última vez, para darles el encargo. ¿Queremos encontrarnos con Jesús? No hay otro camino que la Misión. El que asume el encargo del Reino, ese estará acompañado por Jesús; ese se encontrará con Él.
Ciertamente no parece que nadie de entre ese puñado de hombres y mujeres que seguían de cerca a Jesús, pudiera sentirse “capacitado” para el encargo que se les hacía: pescadores, recaudadores de impuestos, mujeres de buena voluntad, etc., no parecía que pudieran asumir el encargo que Jesús les hacía. Al mismo Pedro, el líder, Jesús lo había corregido varias veces. Sin embargo, Jesús está con ellos con “todo el poder” que se le ha dado. Mismo que les entrega a través del Espíritu Santo. No estarán solos; el Espíritu los acompañará y, como también se los había dicho, Él les indicará lo que tengan que decir cuando estuvieran frente a los tribunales.
Pero, ¿por qué asumieron una misión de tanta responsabilidad? Justo porque, a pesar de todo, el encargo era relativamente sencillo. Vayan por todo el mundo y anuncien la “Buena Noticia del Reino”; vayan y transmitan su experiencia de amor que vivieron con Jesús; anuncien que a los pobres ha llegado la salvación; que Dios es un Padre-Madre bueno, preocupado hasta por los cabellos que se caen de la cabeza de sus hijos; que es un Dios que perdona hasta 70 veces 7; vayan y digan al mundo que Dios los ama; anuncien el Reino de hermanos y hermanas que implica un banquete en el que todos caben y no falta alimento.
¿Cuál es la garantía? La misma que la del principio: Jesús estará con ellos y con su iglesia, hasta el final de los tiempos, y su Espíritu les irá terminando de enseñar lo que tienen que saber. Por eso,  en este momento, con el envío de Jesús y su subida al Cielo, ellos dejan de ser “discípulos”, para convertirse en “apóstoles”: ya no son los “que aprenden”, sino los “enviados”, los que ahora tendrán que enseñar, bautizar, incorporar a este grupo, mediante la predicación y el testimonio de la Resurrección de Jesús.
Y a final de cuentas, los que ahora se encuentran con Él en Galilea, los hombres y mujeres que lo acompañaban, se animan a asumir la misión porque tienen una confianza absoluta, no en sus propias fuerzas y capacidades, sino en su maestro, en Jesús y en la promesa que estará con ellos para siempre.
Pongámonos, también nosotros, en camino. Confiemos en las mismas palabras que Jesús les dijo a sus seguidores y vayamos a anunciar al mundo ese Reino de justicia, de igualdad, de fraternidad y solidaridad; revisemos nuestras relaciones con los demás: familiares, empleados, vecinos, desconocidos: ¿qué tanto nuestros comportamientos son testimonio del Reino, de las mismas actitudes con las que Jesús vivió y se entregó por nosotros?



domingo, 12 de octubre de 2014

"NO COMPLIQUEMOS EL EVANGELIO, ESCUCHÉMOSLO Y VIVÁMOSLO" (Homilía del Papa, de hace unos días).

La vida cristiana es “simple”: escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica, no limitándose a “leer” el Evangelio, sino preguntándose de qué modo sus palabras hablan a la propia vida. Lo reafirmó el Papa Francisco en la homilía de la Misa de la mañana celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta.
Las palabras que decía Jesús sonaban nuevas, como “nueva” aparecía la autoridad de quien las pronunciaba. Palabras que tocaban el corazón y en las cuales tantos percibían “la fuerza de la salvación” que anunciaban. Por esta razón, observó el Papa Francisco, las muchedumbres seguían a Jesús.
Pero también había quienes lo seguían “por conveniencia”, sin demasiada pureza de corazón, tal vez sólo por las “ganas de ser más buenos”. En dos mil años, reconoció el Papa, no es que este escenario haya cambiado mucho. También hoy muchos escuchan a Jesús como aquellos nuevos leprosos del Evangelio que, “felices” con su nueva salud, “se olvidaron de Jesús” que se la había devuelto.
“Pero Jesús seguía hablando a la gente y amaba a la gente, amaba a la muchedumbre hasta tal punto que dice: ‘Estos que me siguen, esa muchedumbre inmensa, son mi madre y mis hermanos, son éstos’. Y explica: ‘Quienes escuchan la Palabra de Dios, la ponen en práctica’".
"Estas son las dos condiciones para seguir a Jesús: escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Esta es la vida cristiana, nada más, ¡eh! Simple, simple. Tal vez nosotros la hayamos hecho un poco difícil, con tantas explicaciones que nadie entiende, pero la vida cristiana es así: escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica”.
He aquí por qué – como lo describe el pasaje del Evangelio de Lucas – Jesús replica a quien le refería que sus parientes lo estaban buscando: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”.
Y para escuchar la Palabra de Dios, la Palabra de Jesús – dijo el Papa – basta abrir la Biblia, el Evangelio. Pero estas páginas no deben ser leídas, sino escuchadas. “Escuchar la Palabra de Dios es leer eso y decir: ‘¿Pero qué me dice a mí esto, a mi corazón? ¿Qué me está diciendo Dios a mí, con esta palabra?”. Y nuestra vida cambia”:
“Cada vez que nosotros hacemos esto – abrimos el Evangelio, leemos un pasaje y nos preguntamos: ‘Con esto Dios me habla, ¿me dice algo a mí? Y si dice algo, ¿qué cosa me dice?’ – esto es escuchar la Palabra de Dios, escucharla con los oídos y escucharla con el corazón. Abrir el corazón a la Palabra de Dios".
"Los enemigos de Jesús escuchaban la Palabra de Jesús, pero estaban cerca de Él para tratar de encontrar una equivocación, para hacerlo patinar, y para que perdiera autoridad. Pero jamás se preguntaban: '¿Qué cosa me dice Dios a mí en esta Palabra?'. Y Dios habla a todos, pero habla a cada uno de nosotros en particular: el Evangelio ha sido escrito para cada uno de nosotros”.


28° domingo Ordinario; 12 de octubre del 2014

Isaías 256-10; Salmo 22; Filipenses 412-14. 19-20; Mateo 221-14

El tema central de este domingo es el banquete del Reino. Para Jesús, la culminación de esta vida será una gran fiesta que no tendrá fin. Sin embargo, los textos entre sí guardan ciertas diferencias, no fáciles de explicar. Veamos primero a Isaías.
A pesar de ser un texto del Antiguo Testamento, sin embargo resulta menos dramático y más esperanzador que la misma parábola del Evangelio. Por principio de cuentas, no hay boleto de entrada; la invitación es para todos, es universal. En el banquete del Reino, nadie se quedará fuera, como sí parece suceder en el Evangelio. La invitación de Dios es para todos los pueblos, no importa su condición, su raza, su creencia.
La parábola toca el presente y el futuro; la vida y la muerte. El Banquete del Reino es la felicidad entera, plena; pero que dista mucho de las comilonas y borracheras que pudieran asemejarse a lo que Isaías nos está proponiendo. Aquí se trata de otra cosa: de una realidad que implica la vida histórica, el tiempo presente; pues la referencia es a algo sumamente humano, como es el comer y beber, el disfrutar al máximo; pero al mismo tiempo nos habla de tiempos futuros, de un banquete que implica otra condición: el velo que cubre el rostro de todos los pueblos, el paño que oscurece a todas las naciones, serán quitados por el mismo Dios. Es decir, todo aquello que nos impide ver la realidad  verdadera, que no nos permite la plenitud de la vida, aquello que oscurece nuestras vidas, será arrancado. La muerte será destruida para siempre; las lágrimas serán enjugadas por el mismo Señor y Él borrará todo el pecado de su pueblo.
Este mensaje de esperanza para un pueblo sometido a la esclavitud y cautiverio, como era el pueblo de Israel, implicó una gran motivación para seguir luchando por la liberación y para no perder la esperanza de que eso iba a pasar. Isaías juega con el presente y el futuro, con la vida y la muerte. Hoy podemos conseguir mejores condiciones de vida, pero para nada se van a asemejar a las que están por venir, cuando el velo que cubre nuestros ojos sea arrancado definitivamente.
El evangelio habla igualmente de un banquete, por supuesto del banquete del Reino. Si preguntamos cómo será la otra vida, cómo será el cielo, para la mentalidad hebrea el mejor símil es el del banquete: comer, beber, convivir sin tiempo ni condiciones; pero no como algo desordenado, como un desenfreno sin fin, según lo había ya descrito Isaías. Hay algo en la narración de lo que será el banquete que siendo algo totalmente satisfactorio desde el punto de vista de lo “humano”, dista mucho de ser un desorden, una orgía. Aquí se trata de una  plenitud no sólo del estómago, sino de la totalidad del ser humano: de la convivencia, del amor, de la compañía. Ya no habrá velos, como dice Isaías; no habrá llanto, dolor, limitaciones, ni toda esa parte de la vida humana que nos limita y muchas veces nos hace perder la experiencia de la paz y del amor a la que somos llamados como seres humanos.
Pero a diferencia de Isaías, el Evangelio busca resaltar que la entrada al Reino, implica condiciones, como tantas veces lo manifestó Jesús. La primera es la libertad. Algo que constantemente repetía Jesús. ¿Quieres? El banquete es una oferta abierta que a nosotros nos toca decir si la aceptamos o no; nos toca decidir si queremos o no participar de esa plenitud. Desgraciadamente, resulta que los primeros invitados, a los que se les había dado la prioridad, dicen que no. Y esa es como la gran rabia de Jesús. Los judíos eran los primeros destinados para el banquete, pero ahora deciden no entrar.
Y conforme avanza la parábola, el dramatismo aumenta. Los primeros no quisieron; pero los otros invitados “no hicieron caso”. Pasa la invitación por enfrente de nuestra cara, pero no hacemos caso: estamos ocupados en nuestros asuntos y perdemos la única invitación que vale la pena en esta vida, la invitación del Reino.
Ahora bien, curiosamente la invitación nos toca algo de nuestro interior, nos cuestiona tanto nuestro estilo de vida, nuestros pactos que hemos hecho con el antirreino, que entonces nuestra respuesta se torna sumamente agresiva: los invitados matan a los que fueron a invitarlos. Preferimos matar la invitación, preferimos seguir con el velo que nos cubre, que vivir en la luz, en la verdad, en la plenitud del Reino. Nos cuestiona tanto esa luz que ilumina nuestro interior, que no la podemos soportar; y por eso la reacción es no hacer caso, matar, a final de cuentas para quedarnos con nuestro propio “modus vivendi”; con una paz aparente y una felicidad totalmente efímera. Parece que no soportamos la bondad desmedida de Dios y preferimos encerrarnos en nuestra propia miseria.
Finalmente, están los que sí aceptaron; los que sí fueron dignos. Y de ahí la pregunta: ¿El Reino, entonces es o no para todos? La parábola habla que al banquete no entraron los que libremente no quisieron; pero al final nos dice que los criados sí invitaron a “buenos y malos” y que éstos sí aceptaron.
Quizá lo anterior se podría entender diciendo que no se trata de una “parábola”, sino de una “hipérbole”: ante el rechazo de los judíos, Jesús exagera las tintas para ver si logra hacerlos entender y que acepten poner en práctica las condiciones para entrar al banquete: aceptar a buenos y malos; incorporar a pobres; crear mejores condiciones y oportunidades de vida para los excluidos; luchar contra toda injusticia que vaya contra el ser humano. En una palabra, dar la vida por las mismas causas por las que Jesús se entregó.
Sintamos en carne propia la invitación de Jesús y analicemos nuestra respuesta.