Zac 99-10; Sal 144; Rom 89; 11-13; Mt 1125-30
El
evangelio de este domingo comienza dejándonos escuchar el grito de Jesús al
descubrir la acción del Padre sobre los pequeños. Él no está solo; sin embargo,
ha comenzado a dudar de los resultados de su propia misión. Por todos lados
encuentra oposición y rechazos. El desánimo aparece en Él. Incluso las frases
al final de este mismo evangelio parecen testimoniar su cansancio y desesperación.
Cuando dice: “Vengan a mí los que están fatigados y agobiados…, y yo les daré
alivio…; porque mi yugo es suave y mi carga, ligera”, más bien parece que se lo
dice a Él mismo. La frustración y el desánimo,
también están apareciendo en Jesús.
Los planes
no le han resultado como esperaba; y de pronto, tiene una revelación en
la que experimenta que también el Padre trabaja con Él; que no está solo; que
Dios apoya su misión. Y lo que descubre es algo relativamente sencillo, pero
que responde al corazón de su misión: a los pobres, a los pequeños, a los
excluidos, se les están revelando los secretos del Reino. Por eso Jesús termina
esta revelación agradeciendo esto al Padre, “porque así le ha parecido bien”.
Pero, ¿qué
le causa tanta emoción a Jesús? ¿De qué secretos se trata? Justo de que están captando
que Dios es Padre y que está actuando en favor de los pobres; que a ellos se
les está ofreciendo la “buena noticia”, que se les está liberando de toda
enfermedad y dolencia, que se les está devolviendo la dignidad perdida de
saberse y de ser hijos e hijas de Dios.
Parece
extraño, pero esta es la gran revelación de Jesús, a eso vino. A continuación expresa:
“Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Esta es la gran revelación: al
momento que en nuestra vida experimentemos la paternidad de Dios y su acción en
la historia para liberar al oprimido, entonces nuestra vida cambiará. Nos sentiremos
como Jesús, respaldados en nuestro compromiso con el otro y sostenidos por un
Dios que va con nosotros; un Dios que actúa y que con nuestros ojos podremos ir
descubriendo en la tierra su acción liberadora y salvadora. Esto es lo que significa ser "contemplativos en la acción", a lo que nos invita San Ignacio.
Sin
embargo, como dice San Pablo, para estar en sintonía con Dios, tenemos que
dejar de vivir bajo “el desorden egoísta del hombre”, a fin de vivir conforme al
Espíritu. Y esto es posible, porque el Espíritu de Dios habita en nosotros; un
Espíritu que no es diferente al Espíritu de Cristo; que es el mismo.
Es decir,
San Pablo también nos revela que el Espíritu no es algo distinto o separado de
Cristo o del Padre. Hay una unidad radical entre los 3 que se despliega para realizar
la voluntad salvífica de Dios sobre nuestra historia. El Espíritu, entonces, no
hace su obra por su lado; no es independiente de la revelación que encontramos
en Jesús. Si decimos que le tenemos devoción al Espíritu o que Él nos guía, el
criterio y la clave para saber que eso es auténticamente de Dios, es si nos está
llevando a hacer las acciones de Jesús, si nos está llevando a descubrir en el
día a día, cómo Dios va salvando a los pobres, cómo les va comunicando su Espíritu,
como les va revelando los misterios del Reino, cómo les va devolviendo su
dignidad de hijos e hijas de Dios.
Con la
ayuda del Espíritu, como termina este párrafo de San Pablo, entonces destruiremos
las malas acciones y viviremos. Por un lado, entonces, la acción del Espíritu
nos lleva a revisar nuestra vida para contrastarla con los valores del
Evangelio; y, por la otra, nos llevará a seguir a Jesús en la construcción del
Reino, sabiendo que el Padre realmente está actuando liberadoramente en la historia,
a favor de los pobres.
Finalmente,
el profeta Zacarías nos alienta en nuestra lucha contra el mal en la historia,
al afirmar que Dios viene a nuestra encuentro, “justo y victorioso, humilde y
montado en un burrito”; “Él hará desaparecer… los carros de guerra… Romperá el
arco del guerrero y anunciará la paz.”
Esta es la
gran revelación para los pequeños: una promesa de paz; un fin de la guerra; una
protección para los pequeños; una revelación para ellos, pues son los elegidos
de Dios.
A nosotros
nos queda responder a la invitación que este domingo nos hace: quitar el mal de
nuestras vidas, descubrir la acción del Padre en la historia a favor de los
pequeños y caminar con el Espíritu de Cristo en la construcción del Reino.