domingo, 12 de octubre de 2014

28° domingo Ordinario; 12 de octubre del 2014

Isaías 256-10; Salmo 22; Filipenses 412-14. 19-20; Mateo 221-14

El tema central de este domingo es el banquete del Reino. Para Jesús, la culminación de esta vida será una gran fiesta que no tendrá fin. Sin embargo, los textos entre sí guardan ciertas diferencias, no fáciles de explicar. Veamos primero a Isaías.
A pesar de ser un texto del Antiguo Testamento, sin embargo resulta menos dramático y más esperanzador que la misma parábola del Evangelio. Por principio de cuentas, no hay boleto de entrada; la invitación es para todos, es universal. En el banquete del Reino, nadie se quedará fuera, como sí parece suceder en el Evangelio. La invitación de Dios es para todos los pueblos, no importa su condición, su raza, su creencia.
La parábola toca el presente y el futuro; la vida y la muerte. El Banquete del Reino es la felicidad entera, plena; pero que dista mucho de las comilonas y borracheras que pudieran asemejarse a lo que Isaías nos está proponiendo. Aquí se trata de otra cosa: de una realidad que implica la vida histórica, el tiempo presente; pues la referencia es a algo sumamente humano, como es el comer y beber, el disfrutar al máximo; pero al mismo tiempo nos habla de tiempos futuros, de un banquete que implica otra condición: el velo que cubre el rostro de todos los pueblos, el paño que oscurece a todas las naciones, serán quitados por el mismo Dios. Es decir, todo aquello que nos impide ver la realidad  verdadera, que no nos permite la plenitud de la vida, aquello que oscurece nuestras vidas, será arrancado. La muerte será destruida para siempre; las lágrimas serán enjugadas por el mismo Señor y Él borrará todo el pecado de su pueblo.
Este mensaje de esperanza para un pueblo sometido a la esclavitud y cautiverio, como era el pueblo de Israel, implicó una gran motivación para seguir luchando por la liberación y para no perder la esperanza de que eso iba a pasar. Isaías juega con el presente y el futuro, con la vida y la muerte. Hoy podemos conseguir mejores condiciones de vida, pero para nada se van a asemejar a las que están por venir, cuando el velo que cubre nuestros ojos sea arrancado definitivamente.
El evangelio habla igualmente de un banquete, por supuesto del banquete del Reino. Si preguntamos cómo será la otra vida, cómo será el cielo, para la mentalidad hebrea el mejor símil es el del banquete: comer, beber, convivir sin tiempo ni condiciones; pero no como algo desordenado, como un desenfreno sin fin, según lo había ya descrito Isaías. Hay algo en la narración de lo que será el banquete que siendo algo totalmente satisfactorio desde el punto de vista de lo “humano”, dista mucho de ser un desorden, una orgía. Aquí se trata de una  plenitud no sólo del estómago, sino de la totalidad del ser humano: de la convivencia, del amor, de la compañía. Ya no habrá velos, como dice Isaías; no habrá llanto, dolor, limitaciones, ni toda esa parte de la vida humana que nos limita y muchas veces nos hace perder la experiencia de la paz y del amor a la que somos llamados como seres humanos.
Pero a diferencia de Isaías, el Evangelio busca resaltar que la entrada al Reino, implica condiciones, como tantas veces lo manifestó Jesús. La primera es la libertad. Algo que constantemente repetía Jesús. ¿Quieres? El banquete es una oferta abierta que a nosotros nos toca decir si la aceptamos o no; nos toca decidir si queremos o no participar de esa plenitud. Desgraciadamente, resulta que los primeros invitados, a los que se les había dado la prioridad, dicen que no. Y esa es como la gran rabia de Jesús. Los judíos eran los primeros destinados para el banquete, pero ahora deciden no entrar.
Y conforme avanza la parábola, el dramatismo aumenta. Los primeros no quisieron; pero los otros invitados “no hicieron caso”. Pasa la invitación por enfrente de nuestra cara, pero no hacemos caso: estamos ocupados en nuestros asuntos y perdemos la única invitación que vale la pena en esta vida, la invitación del Reino.
Ahora bien, curiosamente la invitación nos toca algo de nuestro interior, nos cuestiona tanto nuestro estilo de vida, nuestros pactos que hemos hecho con el antirreino, que entonces nuestra respuesta se torna sumamente agresiva: los invitados matan a los que fueron a invitarlos. Preferimos matar la invitación, preferimos seguir con el velo que nos cubre, que vivir en la luz, en la verdad, en la plenitud del Reino. Nos cuestiona tanto esa luz que ilumina nuestro interior, que no la podemos soportar; y por eso la reacción es no hacer caso, matar, a final de cuentas para quedarnos con nuestro propio “modus vivendi”; con una paz aparente y una felicidad totalmente efímera. Parece que no soportamos la bondad desmedida de Dios y preferimos encerrarnos en nuestra propia miseria.
Finalmente, están los que sí aceptaron; los que sí fueron dignos. Y de ahí la pregunta: ¿El Reino, entonces es o no para todos? La parábola habla que al banquete no entraron los que libremente no quisieron; pero al final nos dice que los criados sí invitaron a “buenos y malos” y que éstos sí aceptaron.
Quizá lo anterior se podría entender diciendo que no se trata de una “parábola”, sino de una “hipérbole”: ante el rechazo de los judíos, Jesús exagera las tintas para ver si logra hacerlos entender y que acepten poner en práctica las condiciones para entrar al banquete: aceptar a buenos y malos; incorporar a pobres; crear mejores condiciones y oportunidades de vida para los excluidos; luchar contra toda injusticia que vaya contra el ser humano. En una palabra, dar la vida por las mismas causas por las que Jesús se entregó.
Sintamos en carne propia la invitación de Jesús y analicemos nuestra respuesta.