Isaías 256-10;
Salmo 22; Filipenses 412-14. 19-20; Mateo 221-14
El
tema central de este domingo es el banquete del Reino. Para Jesús, la culminación
de esta vida será una gran fiesta que no tendrá fin. Sin embargo, los textos
entre sí guardan ciertas diferencias, no fáciles de explicar. Veamos primero a Isaías.
A
pesar de ser un texto del Antiguo Testamento, sin embargo resulta menos dramático
y más esperanzador que la misma parábola del Evangelio. Por principio de
cuentas, no hay boleto de entrada; la invitación es para todos, es universal. En
el banquete del Reino, nadie se quedará fuera, como sí parece suceder en el
Evangelio. La invitación de Dios es para todos los pueblos, no importa su
condición, su raza, su creencia.
La
parábola toca el presente y el futuro; la vida y la muerte. El Banquete del
Reino es la felicidad entera, plena; pero que dista mucho de las comilonas y
borracheras que pudieran asemejarse a lo que Isaías nos está proponiendo. Aquí
se trata de otra cosa: de una realidad que implica la vida histórica, el tiempo
presente; pues la referencia es a algo sumamente humano, como es el comer y beber,
el disfrutar al máximo; pero al mismo tiempo nos habla de tiempos futuros, de
un banquete que implica otra condición: el velo que cubre el rostro de todos
los pueblos, el paño que oscurece a todas las naciones, serán quitados por el
mismo Dios. Es decir, todo aquello que nos impide ver la realidad verdadera, que no nos permite la plenitud de
la vida, aquello que oscurece nuestras vidas, será arrancado. La muerte será destruida
para siempre; las lágrimas serán enjugadas por el mismo Señor y Él borrará todo
el pecado de su pueblo.
Este
mensaje de esperanza para un pueblo sometido a la esclavitud y cautiverio, como
era el pueblo de Israel, implicó una gran motivación para seguir luchando por
la liberación y para no perder la esperanza de que eso iba a pasar. Isaías
juega con el presente y el futuro, con la vida y la muerte. Hoy podemos
conseguir mejores condiciones de vida, pero para nada se van a asemejar a las
que están por venir, cuando el velo que cubre nuestros ojos sea arrancado
definitivamente.
El
evangelio habla igualmente de un
banquete, por supuesto del banquete del Reino. Si preguntamos cómo será la otra
vida, cómo será el cielo, para la mentalidad hebrea el mejor símil es el del
banquete: comer, beber, convivir sin tiempo ni condiciones; pero no como algo
desordenado, como un desenfreno sin fin, según lo había ya descrito Isaías. Hay
algo en la narración de lo que será el banquete que siendo algo totalmente
satisfactorio desde el punto de vista de lo “humano”, dista mucho de ser un desorden,
una orgía. Aquí se trata de una plenitud
no sólo del estómago, sino de la totalidad del ser humano: de la convivencia,
del amor, de la compañía. Ya no habrá velos, como dice Isaías; no habrá llanto,
dolor, limitaciones, ni toda esa parte de la vida humana que nos limita y muchas
veces nos hace perder la experiencia de la paz y del amor a la que somos llamados
como seres humanos.
Pero
a diferencia de Isaías, el Evangelio busca resaltar que la entrada al Reino,
implica condiciones, como tantas veces lo manifestó Jesús. La primera es la
libertad. Algo que constantemente repetía Jesús. ¿Quieres? El banquete es una
oferta abierta que a nosotros nos toca decir si la aceptamos o no; nos toca
decidir si queremos o no participar de esa plenitud. Desgraciadamente, resulta
que los primeros invitados, a los que se les había dado la prioridad, dicen que
no. Y esa es como la gran rabia de Jesús. Los judíos eran los primeros destinados
para el banquete, pero ahora deciden no entrar.
Y
conforme avanza la parábola, el dramatismo aumenta. Los primeros no quisieron;
pero los otros invitados “no hicieron caso”. Pasa la invitación por enfrente de
nuestra cara, pero no hacemos caso: estamos ocupados en nuestros asuntos y
perdemos la única invitación que vale la pena en esta vida, la invitación del
Reino.
Ahora
bien, curiosamente la invitación nos toca algo de nuestro interior, nos
cuestiona tanto nuestro estilo de vida, nuestros pactos que hemos hecho con el
antirreino, que entonces nuestra respuesta se torna sumamente agresiva: los invitados
matan a los que fueron a invitarlos. Preferimos matar la invitación, preferimos
seguir con el velo que nos cubre, que vivir en la luz, en la verdad, en la plenitud
del Reino. Nos cuestiona tanto esa luz que ilumina nuestro interior, que no la
podemos soportar; y por eso la reacción es no hacer caso, matar, a final de
cuentas para quedarnos con nuestro propio “modus vivendi”; con una paz aparente
y una felicidad totalmente efímera. Parece que no soportamos la bondad desmedida
de Dios y preferimos encerrarnos en nuestra propia miseria.
Finalmente,
están los que sí aceptaron; los que sí fueron dignos. Y de ahí la pregunta: ¿El
Reino, entonces es o no para todos? La parábola habla que al banquete no
entraron los que libremente no quisieron; pero al final nos dice que los
criados sí invitaron a “buenos y malos” y que éstos sí aceptaron.
Quizá
lo anterior se podría entender diciendo que no se trata de una “parábola”, sino
de una “hipérbole”: ante el rechazo de los judíos, Jesús exagera las tintas
para ver si logra hacerlos entender y que acepten poner en práctica las
condiciones para entrar al banquete: aceptar a buenos y malos; incorporar a
pobres; crear mejores condiciones y oportunidades de vida para los excluidos;
luchar contra toda injusticia que vaya contra el ser humano. En una palabra, dar
la vida por las mismas causas por las que Jesús se entregó.
Sintamos
en carne propia la invitación de Jesús y analicemos nuestra respuesta.