Isaías 401-5. 9-11; Salmo 103; Tito 211-14; 34-7;
Lucas 315-16. 21-22
El Bautismo del Señor es uno de los hechos más paradigmáticos de la
revelación. En una primera instancia, este hecho no abona a la realización de
la Misión que Jesús venía a realizar en nuestra historia. Es decir, Jesús llevaba
casi 30 años viviendo como cualquier persona normal de este mundo. Salvo el
acontecimiento del Templo cuando tenía 12 años en el que discute con los
Doctores de la Ley, y que quizá para nada trascendió en su biografía
particular, de ahí en fuera nada de “extraordinario” había acontecido en su
vida. Jesús era un trabajador más de su pueblo; era un judío practicante; una
persona como cualquier otra. Si Él venía a manifestarse como Hijo de Dios y a
impactar con su mensaje de salvación como el Mesías verdadero, hasta ese
momento no había ningún rasgo que lo indicara.
Sobre todo desde el imaginario popular, la idea dominante del Mesías
era la de un gran guerrero, poderoso, que mediante su fuerza y liderazgo,
liberaría al pueblo de Israel de todos sus enemigos; habría de ser alguien
enviado de Dios y que, mediante signos extraordinarios, acreditara su
procedencia. Sin embargo, el camino de Jesús estaba siendo todo lo contrario. De
su parte, no había puesto ni hecho nada fuera de lo común; ningún rasgo para
pensar que Él pudiera ser “el Enviado”.
Y en este marco, como cualquier otro pecador, Jesús acude a ser
bautizado. El Mesías no podía tener pecado: ¿por qué acude a bautizarse? Desde
la óptica humana, más difícil está poniendo las cosas para realizar su misión. Se
pone en la fila, como cualquier otro, y a pesar de la resistencia de Juan el
Bautista, que es el primero que reconoce la divinidad de Jesús, se deja
bautizar.
El mensaje es claro. Su Mesianismo será algo totalmente contrario
a las expectativas de Israel. Su poder no será el de la fuerza que domina y
destruye, sino de la fuerza que ama y se entrega, como cualquier otro lo puede
hacer, innovando un camino hasta ahora inédito en nuestra historia. El cambio,
la redención, la implantación del Reino, no será a base de un poder que domina,
destruye, asesina y somete, como hasta ese momento estaban acostumbrados los
judíos. Tener el favor de Dios, era dominar y no dejarse dominar; era controlar
a fin de gozar ellos, como supuesto “pueblo elegido”, de todas las maravillas
de la “tierra prometida”.
Por eso la forma como Jesús inicia su misión es lo más contrario a
la lógica humana, al modo de proceder de los poderosos. Sus estrategias serán
totalmente contrarias “a las de este mundo”. Por eso su Reino “no será de este
mundo”; es decir, no será como el modelo que hasta ese momento existía en ese
mundo. Su fuerza y poder no serán otros que los del servicio, la entrega
incondicional, la atención a los marginados, a los que sufren, a los pecadores,
como un signo de que “ahora sí está llegando el Reino a este mundo”. Un reino
distinto; un “reinado” como forma de hacer llegar el amor del Padre a sus hijos
que sufren, no con imposición y dominio, sino con servicio, con entrega, con
amor hasta la muerte, sin fronteras.
En este sentido, Jesús no entra con ventaja en nuestro mundo; no
hace cosas que nosotros como simples mortales no podamos hacer. El camino que
abre para realizar el Reino y para mostrar que Dios, Yahvé sí está con
nosotros, es el del servicio y la entrega. Es el anonadamiento. Como dice San
Pablo en Colosenses, “no se aferró a su condición divina, sino que asumió la
forma de siervo”, haciéndose uno como nosotros. Evidente que puso signos, que
hizo milagros, pero sólo para dejar claro por dónde y cómo estaba utilizando el
poder de Dios: lo que en ellos se manifestaba es lo que Él necesitó para dejar
claro que iba a pasar “haciendo el bien y curando toda enfermedad y dolencia”.
El bautismo cierra el círculo de toda su vida oculta, en total
coherencia con lo que había vivido. Por eso desde aquí se ve lo mismo que advertíamos
en Navidad: Jesús entra en la historia absolutamente sin ningún privilegio, sin
ninguna ventaja; y así comienza su Misión. No hay contradicción entre su
nacimiento, como pobre entre los pobres, sin lugar para Él en este mundo; y,
ahora, su ponerse en la cola de los pecadores para ser bautizado como cualquier
hijo de Israel.
Y en ese acto de máxima coherencia, entonces aparece la Primera Manifestación
divina, central para comenzar su Misión. Ahí se le revela a Él mismo que es “el
hijo muy amado”, en el que Dios mismo tiene sus complacencias. Manifestación
que no es de poder, dominio o destrucción, sino de amor: Él es el hijo amado. El
Espíritu estará con Él; lo guiará en su modo de hacer el Reino; pero antes de
comenzar ese mismo Espíritu lo llevará al desierto, donde tendrá su última
preparación para iniciar su vida pública.
Como señaló San Ignacio en sus Ejercicios, dejémonos impactar por
la escena y preguntémonos qué hemos de hacer o cambiar en nuestras vidas, para
ser compañeros de Jesús en la realización de su Reino.