domingo, 3 de abril de 2016

2° Domingo de Pascua; 3 de abril de 2016; Homilía Fdo Fdz Font

Hechos de los Apóstoles 512-16; Salmo 117; Apocalipsis 19-11. 12-13. 17-19; Juan 2019-31
Los tiempos litúrgicos han cambiado radicalmente: hemos pasado de la Pasión a la Resurrección; de un tiempo de sufrimiento, fracaso y muerte, a uno de triunfo, gloria y plenitud. Ese es el sentido más profundo de la Resurrección: todo lo que pareció absurdo y sin sentido, la más profunda derrota y fracaso, ahora se manifiesta como el único camino para acceder al plan definitivo del Padre, para bien de la humanidad. Lo que parecía perdido, ahora ha mostrado su verdadero rostro.
¿Qué reflexiones podemos hacer en torno a este hecho definitivo del Cristianismo?
Lo primero es rescatar el hecho. Como dice San Pablo, “si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe”. Sin la resurrección, Jesús hubiera sido sino un líder más como cualquier otro con una causa determinada, pero sin un sentido trascendente y definitivo. Para los otros líderes, la causa no está vinculada a la persona. Es más, todo mundo sabe que el líder va a morir y que los demás tienen que abrazar y seguir su causa. Con Jesús no fue así: “su causa” estaba íntimamente ligada a “su persona”. Por eso el desánimo generalizado de los discípulos y sus seguidores, cuando el Señor muere en la cruz. No luchan por Él, no salen a las calles y organizan una revuelta, no protestan y nombran a un nuevo líder. No; todo se acaba ahí. Los discípulos se llenan de miedo, se encierran, se desconciertan, no tiene un plan de seguimiento de la propuesta del Reino; comienzan a dispersarse, como los de Emaús; vuelven a su trabajo anterior, como los que se van a pescar de nuevo. El desconcierto es total y el miedo los lleva a la parálisis. El Proyecto del Reino ha muerto con la muerte de Jesús.
Segundo, el hecho de la Resurrección es un hecho de fe: algo en lo que uno cree y que se convierte en fundamento de la causa del Reino; pero del que no tenemos pruebas científicas, irrebatibles; del que no tenemos evidencias 100% convincentes. Los Evangelios sólo son un testimonio personal, de la vivencia espiritual que los discípulos dijeron haber tenido y que dejaron plasmada en los evangelios. Aquí es donde cada uno de nosotros somos forzados a un acto de fe, como creencia y como entrega: creo que Jesús está vivo y por eso me entrego a continuar con la realización de su Reino.
Pero, ¿esto significa que es una locura esta fe, o una arbitrariedad o una mentira? ¿No hay fundamento razonable? Por supuesto que sí, basado en dos hechos fundantes: primero, que la muerte de Jesús mató también la fe de sus seguidores. Ellos se desplomaron: se acobardaron, se llenaron de miedo, se dispersaron. Por eso, el hecho de que hayan vuelto con tal fuerza no es explicable humanamente, sino es porque de algún modo ellos experimentaron que “el Mesías estaba vivo”; y esa certeza absoluta, los “resucitó” también a ellos. La muerte de su Señor implicó su propia muerte; como también su Resurrección, los hizo resucitar. El puñado de cobardes que lo abandonaron en el momento más decisivo de su lucha, cuando iba a la muerte, ahora predican en el centro del Poder religioso, lo desafían, realizan “signos” (milagros) extraordinarios, se arriesgan al castigo y no huyen ante la muerte, como el primer mártir cristiano, Esteban.
Y el segundo hecho, es que esa fuerza desencadenó una historia que llega hasta nuestros días: hay una enorme cadena de testigos que han dado la vida por el seguimiento a su Maestro, porque han creído en el hecho de la Resurrección y han experimentado que “está vivo”, que “la muerte no pudo atrapar al autor de la vida”.
Tercero no hay Resurrección sin cruz: lucha y entrega de la vida hasta la muerte. El haber llegado a la Resurrección no significa que ya terminó la lucha. Miles y miles de hombres y mujeres siguen siendo crucificados; el sufrimiento y la muerte del inocente no ha terminado; la injusticia, el sufrimiento, los ataques permanentes a los hijos de Dios, nos reclaman una lucha, también para nosotros, hasta la muerte, sin pausa, sin componendas, sin justificaciones; una lucha por implantar el Reino de justicia y misericordia por el que el Mesías dio la vida.
Eso lo testimonian los escritos de la primitiva Comunidad Cristiana: “a ese que Uds. crucificaron es el mismo a quien el Padre ha resucitado”, lo ha devuelto a la vida. El vivir sólo anclados exclusivamente en la Resurrección, olvidándonos de los “Cristos” que aún hoy están siendo crucificados, es vivir alienados, huyendo de la lucha real por el Reino, apartándonos del verdadero camino de Jesús. Por eso la insistencia: el Crucificado es el mismo que el Resucitado. Es decir, el camino de Jesús se convierte así en algo paradigmático: sus seguidores tienen que llegar a la Resurrección tomando parte en la lucha hasta la muerte extender el Reino por el que Jesús entregó la vida.
Finalmente, caer en la cuenta que el creer en la Resurrección y seguir con la causa de Jesús teniéndolo a Él como “piedra angular” es un proceso lento y permanente, sostenido e impulsado por el Espíritu Santo, por el Espíritu de Jesús. A los discípulos les costó creer y tuvieron que vivir todo un proceso para llegar a entender plenamente lo que había pasado. Es el camino que tuvieron que recorrer los discípulos de Emaús, cuya fe despierta plenamente “al partir del pan”.
Ahí está el camino. ¿Queremos ser verdaderos seguidores de Jesús? Ya sabemos por dónde tendremos que ir.