Hechos de los Apóstoles 512-16; Salmo 117; Apocalipsis 19-11.
12-13. 17-19; Juan 2019-31
Los tiempos litúrgicos han cambiado radicalmente: hemos pasado de
la Pasión a la Resurrección; de un tiempo de sufrimiento, fracaso y muerte, a
uno de triunfo, gloria y plenitud. Ese es el sentido más profundo de la
Resurrección: todo lo que pareció absurdo y sin sentido, la más profunda
derrota y fracaso, ahora se manifiesta como el único camino para acceder al
plan definitivo del Padre, para bien de la humanidad. Lo que parecía perdido,
ahora ha mostrado su verdadero rostro.
¿Qué reflexiones podemos hacer en torno a este hecho definitivo
del Cristianismo?
Lo primero es rescatar el hecho. Como dice San Pablo, “si Cristo no hubiera
resucitado, vana sería nuestra fe”. Sin la resurrección, Jesús hubiera sido
sino un líder más como cualquier otro con una causa determinada, pero sin un
sentido trascendente y definitivo. Para los otros líderes, la causa no está
vinculada a la persona. Es más, todo mundo sabe que el líder va a morir y que
los demás tienen que abrazar y seguir su causa. Con Jesús no fue así: “su causa”
estaba íntimamente ligada a “su persona”. Por eso el desánimo generalizado de
los discípulos y sus seguidores, cuando el Señor muere en la cruz. No luchan
por Él, no salen a las calles y organizan una revuelta, no protestan y nombran
a un nuevo líder. No; todo se acaba ahí. Los discípulos se llenan de miedo, se
encierran, se desconciertan, no tiene un plan de seguimiento de la propuesta del
Reino; comienzan a dispersarse, como los de Emaús; vuelven a su trabajo
anterior, como los que se van a pescar de nuevo. El desconcierto es total y el
miedo los lleva a la parálisis. El Proyecto del Reino ha muerto con la muerte
de Jesús.
Segundo, el hecho de la Resurrección es un hecho de fe: algo en lo que
uno cree y que se convierte en fundamento de la causa del Reino; pero del que
no tenemos pruebas científicas, irrebatibles; del que no tenemos evidencias
100% convincentes. Los Evangelios sólo son un testimonio personal, de la
vivencia espiritual que los discípulos dijeron haber tenido y que dejaron
plasmada en los evangelios. Aquí es donde cada uno de nosotros somos forzados a
un acto de fe, como creencia y como entrega: creo que Jesús está vivo y por eso
me entrego a continuar con la realización de su Reino.
Pero, ¿esto significa que es una locura esta fe, o una
arbitrariedad o una mentira? ¿No hay fundamento razonable? Por supuesto que sí,
basado en dos hechos fundantes: primero, que la muerte de Jesús mató también la
fe de sus seguidores. Ellos se desplomaron: se acobardaron, se llenaron de
miedo, se dispersaron. Por eso, el hecho de que hayan vuelto con tal fuerza no
es explicable humanamente, sino es porque de algún modo ellos experimentaron
que “el Mesías estaba vivo”; y esa certeza absoluta, los “resucitó” también a
ellos. La muerte de su Señor implicó su propia muerte; como también su
Resurrección, los hizo resucitar. El puñado de cobardes que lo abandonaron en
el momento más decisivo de su lucha, cuando iba a la muerte, ahora predican en
el centro del Poder religioso, lo desafían, realizan “signos” (milagros) extraordinarios,
se arriesgan al castigo y no huyen ante la muerte, como el primer mártir
cristiano, Esteban.
Y el segundo hecho, es que esa fuerza desencadenó una historia que
llega hasta nuestros días: hay una enorme cadena de testigos que han dado la
vida por el seguimiento a su Maestro, porque han creído en el hecho de la
Resurrección y han experimentado que “está vivo”, que “la muerte no pudo
atrapar al autor de la vida”.
Tercero no hay Resurrección sin cruz: lucha y entrega de la vida hasta la
muerte. El haber llegado a la Resurrección no significa que ya terminó la
lucha. Miles y miles de hombres y mujeres siguen siendo crucificados; el
sufrimiento y la muerte del inocente no ha terminado; la injusticia, el
sufrimiento, los ataques permanentes a los hijos de Dios, nos reclaman una
lucha, también para nosotros, hasta la muerte, sin pausa, sin componendas, sin
justificaciones; una lucha por implantar el Reino de justicia y misericordia
por el que el Mesías dio la vida.
Eso lo testimonian los escritos de la primitiva Comunidad
Cristiana: “a ese que Uds. crucificaron es el mismo a quien el Padre ha
resucitado”, lo ha devuelto a la vida. El vivir sólo anclados exclusivamente en
la Resurrección, olvidándonos de los “Cristos” que aún hoy están siendo
crucificados, es vivir alienados, huyendo de la lucha real por el Reino, apartándonos
del verdadero camino de Jesús. Por eso la insistencia: el Crucificado es el
mismo que el Resucitado. Es decir, el camino de Jesús se convierte así en algo
paradigmático: sus seguidores tienen que llegar a la Resurrección tomando parte
en la lucha hasta la muerte extender el Reino por el que Jesús entregó la vida.
Finalmente, caer en la cuenta que el creer en la Resurrección y seguir con
la causa de Jesús teniéndolo a Él como “piedra angular” es un proceso lento y
permanente, sostenido e impulsado por el Espíritu Santo, por el Espíritu de Jesús.
A los discípulos les costó creer y tuvieron que vivir todo un proceso para
llegar a entender plenamente lo que había pasado. Es el camino que tuvieron que
recorrer los discípulos de Emaús, cuya fe despierta plenamente “al partir del
pan”.
Ahí está el camino. ¿Queremos ser verdaderos seguidores de Jesús?
Ya sabemos por dónde tendremos que ir.