domingo, 4 de junio de 2017

Pentecostés; 4 de junio del 2017, Homilía FFF

Hechos de los Apóstoles 21-11; Salmo 103; 1 Corintios 123-7. 12-13; Juan 2019-23

La festividad de Pentecostés o del Espíritu Santo es una de las más grandes de la tradición cristiana; es la celebración de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; es el reconocimiento del Espíritu como intermediario entre Dios como el Padre y Jesús como el Hijo, para el bien de la humanidad.
Su presencia en el Evangelio y en la construcción de la primitiva comunidad de los seguidores de Jesús, termina por revelarnos a un Dios que es comunidad; lo que desde el catecismo decíamos como un solo Dios y tres personas distintas. No se trata sólo de la pareja del Padre y el Hijo; sino de una trinidad, de una verdadera comunidad constituida por el Espíritu, que es la relación de amor entre ambos. En otras palabras, el Espíritu es el Amor personificado que estructura lo más profundo de Dios, que es justo el amor; figurativamente, podríamos hablar que Dios es “familia”, cuyo polo central es el amor; no es sólo “pareja”.
Cierto, se trata de una pluralidad, pero en la unidad de Dios, pero no de un dios individual, autosuficiente en sí mismo; sino de un Dios que desde su unidad constitutiva se expande en 3 personas indisociables para manifestar que en la unidad está la comunidad; y con eso descubrir nuestra propia esencia: somos individuos cuya esencia más profunda es ser parte de un Dios comunidad: aislados no somos nada; nuestra esencia es la relación, es el ser para el otro y el ser desde el otro, cuya unidad última y radical es la unidad comunitaria que es ese Dios Trinidad.
No podía no existir el Espíritu; no podía no ser. Para decirlo en términos coloquiales, Dios-Padre es el que está en el cielo; Dios-Hijo es el que vino a la tierra; es la “Palabra”, el “Logos” de Dios que puso “su tienda entre nosotros” y nos dio el acceso a su propia divinidad; a la misma divinidad del Padre: “Felipe –le dice Jesús- quien me ve a mí ve al Padre”. Y el Espíritu es la conexión más honda, profunda, entre ambos: es la fuerza y el poder de Dios por el que el Padre se hace presente y hace presente su amor en nuestra historia. El Espíritu es el que crea el mundo; el que lo renueva radicalmente en la nueva humanidad que es Jesús, la nueva creación; pero también el Espíritu es el que permanentemente sostiene toda la realidad; el que guía y acompaña la vida de Jesús; el que sostuvo a la primera comunidad y sigue sosteniendo a la Iglesia: es el mediador entre Dios y los hombres desde la presencia histórica de Jesús, para el bien de la humanidad.
Ésta es la maravilla de nuestro Dios: un dios no encerrado en sí mismo, sino expansivo, como el amor. El amor no es el regodeo entre dos personas, sino la generatividad que da vida; la fuerza que lleva hacia fuera, para dar “de lo que cada uno tiene y puede”, como dice San Ignacio.
Podríamos decir que el amor de Dios es tan potente que no podía quedarse encerrado en sí mismo, amándose sólo entre sí, en sus 3 personas. De ahí la creación del mundo, como fruto de la capacidad generativa de Dios que lo llevó hacia fuera; a crear un espacio, un lugar, en el que otros seres que sin ser “dioses” pudieran vivir el amor; pudieran ser de tal forma creados que consiguieran relacionarse con el “totalmente otro” que es Dios, gracias a una simple y sencilla realidad: el amor. Por eso somos “creados a imagen y semejanza de Dios”, como dice la Biblia; creados desde el amor, para el amor y en el amor.
Pero, una vez que Jesús murió y resucitó y subió a los Cielos, no quedamos solos. Éste es el otro gran sentido del Espíritu y del amor maravilloso de Dios: El Padre nos llama a la realidad, nos da la existencia; Jesús nos señala el camino, la verdad, y nos da la clave para encontrar la vida; y el Espíritu es el que nos acompaña y acompañará todos los días de nuestra vida, es el “Consolador”, es el amor de Dios presente en la historia que nos sostiene en su rescoldo, nos guía en el camino y nos da la fuerza para realizarnos plenamente como hijos de Dios, a fin de llegar de nuevo –al final de nuestros días- a la plenitud del amor, la Santísima Trinidad, de donde surgimos.
Para San Ignacio, el Espíritu es el que va inspirando y guiando el centro más profundo de nuestras vidas, depositando ahí las mociones espirituales con las que Dios mismo nos va indicando el camino; nos va manifestando lo que quiere y espera de nosotros; aquello que nos llevará a la verdadera y auténtica felicidad. Y la consolación del Espíritu que experimentamos al ir respondiendo a la voluntad de Dios, es la forma como nos va confirmando el camino elegido.
El Espíritu no sólo creó el mundo en el origen, sino también a Jesús, como la “nueva humanidad”; y desde entonces guía nuestros pasos, nos sostiene y crea la posibilidad de experimentar a Dios, de comunicarnos con Él, de recibir la plenitud de su amor.
Dejemos que el Espíritu inunde nuestro corazón y seamos fieles a sus mociones, las únicas que nos podrán llevar a la plenitud de la vida.