La
Jornada
A propósito del Sismo del 19 de septiembre del 2017
La
tragedia del Istmo. El sismo del 7 de septiembre pasado afectó vastas
zonas de Oaxaca y Chiapas, en particular a las situadas en la zona del Istmo.
Los informes hablan de que tan sólo en Juchitán más de 30 por ciento de las
viviendas son ya inhabitables, además de las que se derrumbaron en la noche del
terremoto. La devastación alcanzó a las poblaciones circundantes. En la Laguna
Superior, que bordea los asentamientos de pueblos huaves e ikoot, en la región
de San Dionisio del Mar, San Francisco del Mar, Santa María del Mar y los
municipios aledaños de Unión Hidalgo, la destrucción fue prácticamente
completa. Los reportes informan de 500 escuelas dañadas en toda la zona y un
sinnúmero de edificaciones históricas que se vinieron abajo. En Chiapas, la
situación parece más grave aún. En los municipios de Tonalá, Villaflores, San
Cristóbal de las Casas, Cintalapa y Jiquilpan hay más de 55 mil casas
afectadas, de las cuales más de 17 mil colapsaron por completo. Toda la
infraestructura elemental sufrió severos daños: hospitales, escuelas,
carreteras, gasolineras, puentes, tiendas de autoservicio, silos, estaciones de
camiones, iglesias, edificios de gobierno.
Han
transcurrido prácticamente tres semanas y la intervención gubernamental ha sido
casi nula. A una semana del día 7, ese casi se tornó ominoso, por no decir
siniestro. Todo el apoyo se redujo a unas cuantas despensas entregadas por el
Ejército. La intervención para la búsqueda de sobrevivientes se redujo a cero,
ni hablar del mínimo equipo para reanudar las actividades más elementales. Lo
más grave: el paso a los miles de brigadistas y ciudadanos que se disponían a ir
a la zona a ofrecer su solidaridad fue bloqueado por las fuerzas públicas. Se
puede entender que una catástrofe desborde a un gobierno, pero no que impida
que su sociedad acuda a sus propias emergencias. Las zonas de devastación han
sido así acordonadas y aisladas. Doble tragedia: la que impuso la naturaleza y
la que ha impuesto el Estado.
A
partir del 8 de septiembre, no faltaron, por supuesto, los viajes
presidenciales, los minitours de los gobernadores, las selfies de
los secretarios con los escombros de fondo. Todo para afianzar la imagen de un
gobierno hipotéticamente preocupado, que gasta un millón de pesos cada hora, es
decir, un millón de dólares diarios en su autopromoción. Preocupado tan sólo en
su propia imagen, porque las únicas noticias fieles que llegan del desastre se
deben a las redes sociales. Una vez más, las televisoras, la mayor parte de la
radio y la prensa –con excepción de los tres o cuatro valiosos medios que
suelen subvertir la omertà pública– han urdido un cerco
informativo. Se informa ahí donde llegan las tropas y el aparato oficial, o
Peña Nieto gesticula algún discurso, o un gobernador reparte despensas. La
historia y la memoria nunca van de la mano. Si algo mostró la crisis posterior
al terremoto de 1985 fue que manipular –o intentar capitalizar– el dolor humano
para promover la escenografía oficial es la vía más directa hacia el agravio. Y
las consecuencias del agravio resultan siempre inescrutables.
Como
explica Judith Butler en Marcos de guerra, negar o tratar de
ocultar la dimensión de una tragedia no hace más que convertir a la vida
precaria en una vida irreparable. Expulsadas de los marcos de visibilidad, las
propias comunidades del Istmo han sido las que han recuperado a sus muertos,
organizando formas inéditas de comunalidad e impidiendo el ingreso de la
autopromoción política a su hábitat. Esas mismas comunidades que durante años
se han opuesto a los proyectos extractivistas. Una infrahistoria que todavía
está por escribirse.
El
colapso del centro. El terremoto del 19 de septiembre afectó a toda la zona
centro del país. Los informes reportan daños y pérdidas gravísimas en
poblaciones de Morelos, Puebla y Tlaxcala. En la Ciudad de México la
devastación adquirió proporciones que aún desconocemos. Tan sólo en las
colonias Del Valle y Narvarte se derrumbaron más de 10 edificios y otros 40 han
sido acordonados para su desalojo. Edificios construidos, en su mayor parte, al
ritmo de la voracidad de las constructoras –y los corrompibles delegados– que
infringieron todas y cada uno de las normas de construcción antisísmicas
establecidas después de 1985. Todo lo que puede caer, cae, reza una de las
máximas del viejo manual de Peters para volver a la vida algo menos
impredecible. Hoy la corrupción ya cobró centenares de vidas e hizo colapsar
para siempre miles de historias individuales y familiares.
Lo
extraordinario, lo que habla de una sociedad capaz de restituir sus lazos más
profundos, es decir, una sociedad que reacciona frente al dolor y la pérdida
sufrida por los otros, son los miles y miles de ciudadanos y brigadistas
espontáneos que concurrieron a las calles para rescatar la vida ahí donde
parecía imposible hacerlo. Desbordado por la catástrofe, el gobierno local no
tuvo más que aceptar la acción de la ciudad solidaria. Pero gradualmente ha
vuelto a la ciudad cercada, a las zonas de pacificación y acordonamiento.
¿Un
85 nacional? Si se toman en cuenta los efectos de los huracanes y los
terremotos, la pregunta es si no nos encontramos ante el umbral de una crisis
humanitaria de las dimensiones de la que ocurrió en 1985, sólo que a escala
nacional. Nada de esto parece, sin embargo, perturbar a los corrillos de la
sociedad política. La Presidencia y el Congreso siguen mudos, inmóviles. Como
si la menor iniciativa o discusión pudiera contribuir a hacer pública su propia
inmovilidad.
Hace
algunos meses, el gabinete fue reunido en pleno sistemáticamente para urdir el
mayor fraude electoral de 2017 en el estado de México. ¿No podría reunirse al
menos una sesión para discutir la situación actual?
Aniversario. La
Jornada cumple 33 años de existencia en estos días. Uno de los pocos
medios que han convertido en vocación la voluntad de resistir al silencio, la
indiferencia y el acoso y la persecución del periodismo. Enhorabuena, ahora que
más se le necesita.