domingo, 8 de octubre de 2017

27° dom. ord; Oct 8 '17; Homilía FFF.

Isaías 51-7; Salmo 79; Filipenses 46-9; Mateo 2133-43

Hoy la liturgia de la palabra toca prácticamente un solo tema: la expectativa que el Señor tiene de que demos frutos. Tanto la primera lectura como la segunda, utilizan el género de las parábolas para dejar absolutamente claro lo que Dios quiere y espera de nosotros: si se nos ha dado una vida, si se nos ha tratado de maravilla, si tenemos una misión en la tierra, ¿por qué no damos frutos? Cualquiera que le encomienda a otro una tarea y, más aún, le paga por ella, le da lo que necesita, lo trata bien; pues obvio que lo menos que esa persona puede esperar es que le reporte frutos. Y, sin embargo, no lo hemos hecho. Éste es el reclamo que viene de lo alto.
La primera lectura es del Profeta Isaías en el que anuncia y justifica la desgracia del Pueblo de Israel. La narración es desgarradora, además de poética: “Voy a cantar –comienza el texto- en nombre de mi amado, una canción a su viña”. Yahvé es el amado de Isaías; y la viña no es del profeta sino de Dios mismo. Él hizo todo para que el fruto fuera delicioso; “esperaba”, es el término que utiliza. Parece mentira, pero el texto pone a Dios a nuestro nivel; con sentimientos, con deseos, con expectativas.
Él le dio todo al pueblo de Israel: lo liberó de la esclavitud, lo condujo por el desierto, le dio la tierra prometida, la que manaba leche y miel, a fin de que viviera en plenitud; y, sin embargo, el pueblo no hizo caso; sino que se pervirtió, se desvió de su Dios, y se inclinó frente a ídolos, adorando a otros dioses. “Él esperaba justicia y sólo se oyen reclamaciones”. De ahí la furia de Dios: destruirá la viña y “mandará a las nubes que no lluevan sobre ella”.  Y continuando con el sentido humano, Yahvé se hace la pregunta: “¿Qué más pude hacer por mi viña, que yo no lo hiciera?” Si hoy el pueblo de Israel va al destierro, es justo por haber desoído la voz de su Dios; por no haber dado frutos buenos.
Mateo, a su vez, retoma esta parábola de Isaías, pero la radicaliza. El pueblo de Israel ha matado a los hijos del dueño que habían sido enviados por Él para recoger la cosecha. Los profetas, enviados por Yahvé para corregir al pueblo, han sido asesinados por ese mismo pueblo, por “su pueblo”. Incluso, y es lo más radical de esta parábola de Jesús, Dios ha enviado a su propio hijo, pero ni siquiera por eso lo respetaron, sino que también lo mataron. La historia es clara. El pueblo había traicionado a Yahvé; no había dado frutos; por lo que Dios les envió a sus profetas, a que hablaran en nombre de Él y corrigieran sus pasos; pero no lo hicieron, sino que acallaron su voz mediante el asesinato. Sin embargo, la terquedad de Dios y el “cariño por su viña”, lo hizo enviar a su propio hijo, pensando que a él sí lo respetarían. Sin embargo, tampoco lo hicieron. También al hijo lo mataron, pues así se “quedarían con la herencia”.
La reacción de Dios en la parábola es absolutamente comprensible, aunque su comportamiento será diferente al que el Profeta Isaías manifiesta en la primera lectura. Aquí, en el Evangelio, Dios no destruyen la viña; sino que se las arrebata a los viñadores homicidas y se las dará a otros, a fin de “que le entreguen los frutos a su tiempo”.
La realidad que trasluce la parábola es impactante. Dios ha hecho lo imposible por salvar el pueblo de Israel, a su pueblo; pero ellos no han dado los frutos esperados; no han respondido. Sin embargo, el convencimiento de los judíos y de sus jefes, era que sí se habían comportado correctamente. Es como la parábola del fariseo y el publicano que ambos van al templo, pero uno solo es el que sale justificado: no el representante de la ley, el que supuestamente hacía todo conforme a lo que Dios quería; sino el pecador que no se atrevía ni a levantar su mirada. A ellos, a esos que se habían apropiado del templo, de la revelación, de los frutos de la viña, son a los que ahora se les arrebatará para dársela a otros.
Jesús ha sido la “piedra que desecharon los constructores” y que es “la piedra angular”. Sin darse cuenta, los judíos traicionaron a su propio Dios y perdieron lo más importante de la revelación: a Jesús mismo, el Enviado, el Mesías, que era de parte de Dios el último esfuerzo por salvar a su pueblo. Ahora, en esta parábola, no se destruirá la viña, sino se le dará a otros viñadores, pues los primeros perdieron su oportunidad. Ellos serán los discípulos de Jesús, el nuevo pueblo de Dios, el “hombre nuevo” que ha nacido en Jesucristo.
De esta forma, la liturgia espera de nosotros que demos frutos, pero también que no nos apropiemos de ellos. Es el tema de la gracia: Dios es el que actúa en nosotros; suyo es el Reino; no de nosotros. “Somos siervos inútiles que sólo hemos hecho lo que nos correspondía”. Los frutos de nuestra viña, no son para nosotros; sino para el Reino, para los otros, para reconocer en lo que hacemos la obra de Dios en favor de su pueblo, de los marginados, de los pequeños.
San Pablo, en su carta a los Filipenses, deja con toda claridad los frutos que hemos de dar: apreciar lo verdadero y lo noble; lo justo y lo puro; no inquietarnos por nada; dejar que la paz de Dios custodie nuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús; y poner en práctica lo que hemos aprendido de San Pablo; y así el Dios de la paz estará con nosotros.