Sabiduría 113-15 223-24;
Salmo 29; 2ª Corintios 87-9. 13-15; Marcos 521-43
La liturgia de este domingo inicia con el libro de la Sabiduría
acompasándose en su contenido con el Evangelio
de Marcos. La afirmación principal es que “Dios es amigo de la vida”; Dios
quiere que todos vivamos y vivamos dignamente; la muerte no es de Él; aunque
sea un paso que todos los seres vivos habremos de dar.
“Dios no hizo la muerte, ni
se recrea en la destrucción de los vivientes”, afirma la primera lectura. Ni creó la muerte ni
se goza en la destrucción de la vida, sea cual sea. Frente a lo que hoy en
nuestro mundo está siendo lo más natural, el deseo de Dios es totalmente
contrario. Hoy en día no sólo hay muertes, por así llamarlas naturales; sino
muertes provocadas, realizadas antes de tiempo; muertes por la violencia, por
el crimen, por el narcotráfico, por la injusticia, por la pobreza.
Y eso definitivamente va contra los planes de Dios; pues –como continúa
el libro de la Sabiduría- “Dios creó al hombre
para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo”. Esta
revelación es maravillosa; si en algo nos parecemos a Dios es en que estamos
hechos para vivir eternamente; estamos hechos para no morir. Sin embargo –nos dice
el redactor del libro- “por envidia del
diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan quienes le pertenecen”.
De esta forma, la revelación más profunda que nos hace este texto
de la Escritura es que no moriremos. Cierto, entró la muerte al mundo por el
diablo; pero solamente la “experimentan
quienes le pertenecen”. Así, de la muerte física no nos podremos escapar;
pero sí de la muerte espiritual. Para los que pertenecen a Dios, la muerte física
es la puerta que conduce a la vida divina en su plenitud; por eso no hay muerte
definitiva; en eso nos parecemos a Dios. El problema es para los que pertenecen
al diablo. Es decir, los que en esta vida están muertos por sus actos que
contradicen el deseo de Dios: el que mata, muere; el que viola, se destruye; el
que agrede a otro, se destruye a sí mismo… Ésta es la conquista del diablo.
El Evangelio de Marcos
en una de sus páginas más hermosas, reafirma ese deseo de Dios expresado en la
primera lectura. Jesús quiere que el ser humano viva; que esté sano; que no
muera; y Él mismo se compadece hasta el extremo frente a la enfermedad o la
muerte.
La escena de la hemorroisa
es maravillosa. Una mujer con una enfermedad de muchos años está convencida de
que con sólo tocar el manto de Jesús, quedará sana. Su certeza, es obvio que ha
nacido de ver a un Jesús que vino a “curar
toda enfermedad y dolencia”. Por eso se acerca a Él confiadamente; porque sabe
que el Maestro vino a aliviar el dolor de las personas. No se acerca a Él para
recibir un “consejo espiritual”; para recibir alguna pista que le ayude a
aceptar que su enfermedad –como pensaban muchos de los judíos- era castigo de
Dios por los pecados cometidos. Ella ha captado que ese enviado de Dios quiere
que la gente viva; que viva sanamente; que disfrute de lo más importante que
todos hemos recibido: la vida saludable.
Pero la fuerza que dimana de Jesús es tan poderosa que no hace
falta ni siquiera que el Maestro haga algún signo, que lo toque o algo le diga;
sólo con tocar su manto, basta; con tocar algo que Él tenga. Lo hace, y queda
curada; recibe la salud, la vida que justo brota del mismo Jesús. Lo
sorprendente es que Él se da cuenta; experimenta –dice el evangelio- “que una fuerza curativa había salido de Él”;
y busca a la mujer, no para recriminarla; sino, simplemente, para hacer notar a
todos los oyentes que es la fe la que la ha curado. Podríamos decir que la
curación viene de dos elementos: la fuerza de Jesús y la fe de las personas. Esa
combinación es la que hace el milagro; y es el paradigma a realizar que se nos
ofrece.
En la misma narración, más delante, Jesús resucita a la hija de Jairo y, con eso, vuelve a
manifestar que es la vida, la salud, el bienestar de las personas lo que Dios quiere
y anhela para toda la humanidad. Los milagros de Jesús sólo son símbolos que
manifiestan la voluntad de Dios y, por tanto, lo que también nosotros hemos de
hacer: dar vida.
Pero, como dice Pablo en su 2ª
carta a los Corintios, lo que Dios quiere no es sólo que las personas vivan
como sea; sino que apliquemos “durante
nuestra vida una medida justa”, para que así la abundancia de unos remedie
las carencias de los otros. No sólo, por tanto, se trata de aceptar la
desigualdad de nuestras sociedades; de cada quien vaya a lo suyo; sino de
buscar que todos tengan lo suficiente para vivir una vida digna, al modo de lo
que Jesús quiso para nosotros a lo largo de su vida y expresó bajo el
simbolismo del “Reino de Dios”.