Llegamos prácticamente al fin
de la Cuaresma. Todo este tiempo ha pretendido crear el caldo de cultivos
adecuado para recibir la Pascua, para vivirla intensamente. Cierto, ha sido un
tiempo de purificación, pero no porque el “purificarnos” sea el objetivo de la
vida; sino porque si lo que rige en nuestra vida son los afectos desordenados,
las luchas y pasiones llevadas por nuestro ego, el pecado, no podremos
disfrutar de la plenitud a la que somos llamados desde la Resurrección del Señor.
El cristiano, el seguidor del Señor Jesús, no es alguien cuya
conducta esté fundada en la penitencia, en el auto-flagelo, en la concepción negativa
o pesimista de la vida. Si en la Cuaresma estamos llamados a la Conversión, es
sólo para prepararnos al gozo y plenitud a los que hemos sido llamados ya desde
ahora en Cristo Resucitado. Cierto, la injusticia y la muerte que llevaron a Jesús
a la cruz, desgraciadamente siguen presentes en los millones de víctimas,
hermanos nuestros, que mueren antes de tiempo, que viven con el estigma de la discriminación,
del odio, del rechazo; que están condenados a vivir al margen de los bienes de
la creación, al margen de una vida digna gozando de los derechos que todo ser
humano ha de tener.
Por eso la Cuaresma, este tiempo, es tan denso, tan profundo, tan
serio; porque la lucha radical contra el mal no es una cuestión de juego. Lo
peor que nos podría pasar es que por el gozo de la Resurrección y la satisfacción
de que ya nosotros vivimos una vida digna con las necesidades más básicas
satisfechas (y algo más), nos olvidemos del dolor y sufrimiento de aquellos
hermanos por quienes Jesús también dio la vida y para quienes también debe
alcanzarles los frutos de la Resurrección.
Sin embargo, también es verdad que la lucha del cristiano por otro
mundo no puede realizarse desde la negatividad, desde el odio, la venganza, la
lucha a muerte contra los que causan el mal. El seguidor de Cristo ha de luchar
por el Reino a la manera como el mismo Jesús lo hizo. Por ello, es tan
fundamental la escena maravillosa que nos presenta el evangelio de Juan. Una mujer sorprendida en adulterio debe ser
lapidada hasta la muerte, según la ley de Moisés que necesariamente se ha de
cumplir para no destruir la estructura en la que se sostiene la religiosidad
del Pueblo hebreo.
Y ahí aparece Jesús: la
aplicación de la ley no puede estar por encima de la persona y de la coherencia
de los mismos que buscan aplicarla. Si yo quiero condenar a alguien por “pecador”,
no puedo hacerlo si yo mismo estoy envuelto en el pecado que quiero exterminar.
Ésta es una de las escenas más bellas del evangelio. Con su actitud Jesús desenmascara
la hipocresía de los fariseos y la falta de compasión hacia los pecadores. No
se puede agradar a Dios, si no se es sensible a la situación del otro. Ellos le
llevan a la mujer pecadora; la echan al suelo delante de Él, poniendo a prueba
la misericordia que Jesús ha mostrado en tantas ocasiones. Si permite que se
cumpla la ley, entonces Jesús no es compasivo; si no la cumple, entonces no es
observante, y habrá motivo para condenarlo.
Jesús los ignora; no cae en la provocación; los deja hablando y se
agacha junto a ella, para escribir en el suelo. Ellos insisten. Entonces, se
levanta y autoriza realizar el castigo, siempre y cuando ellos no tengan pecado;
pero comenzando por los más viejos –dice el Evangelio- se fueron “escabullendo”
entre la gente. Jesús se vuelve a agachar y sigue escribiendo. Al irse todos, Jesús
se pone en pie y tiene ese diálogo maravilloso con la adúltera. No la condena,
no le pone penitencias, no la regaña. Al contrario; sólo le dice: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie
te ha condenado? Ella contestó: Nadie, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te
condeno. Vete y no vuelvas a pecar”.
La lucha contra el pecado y el mal en el mundo, ha de ser radical.
Pero sin misericordia y comprensión hacia el pecador, no seremos seguidores de Jesús
y no se logrará lo que pretendemos: la construcción de un Reino de hermanos y
hermanas.
El Profeta Isaías anticipa esta resurrección de Jesús haciéndonos caer en la cuenta
que, para el que sigue al Señor y ha entrado en la órbita del Reino, todo será
nuevo: “No recuerden lo pasado ni piensen
en lo antiguo; yo voy a realizar algo nuevo. Ya está brotando. ¿No lo notan?
Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en la tierra árida”.
Con Jesús resucitado, todo es nuevo; y desde esa gracia estamos invitados a
quitar –como Él- el pecado del mundo; todo aquello que hace sufrir a los hijos
e hijas de Dios y los lleva a la muerte.
Pablo en su carta a los
Filipenses nos narra la experiencia maravillosa,
sobrenatural, increíble, que le sucede al que ama absolutamente al Señor. “Todo lo que era valioso para mí, lo consideré
sin valor a causa de Cristo. Más aún pienso que nada vale la pena en comparación
con el bien supremo, que consiste en conocer a Cristo Jesús, el Señor, por cuyo
amor he renunciado a todo, y todo lo considero basura, con tal de ganar a
Cristo y de estar unido a él… Y todo esto, para conocer a Cristo, experimentar
la fuerza de su resurrección, compartir sus sufrimientos y asemejarme a él en
su muerte, con la esperanza de resucitar con él de entre los muertos… Cristo Jesús
me ha conquistado… Olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia adelante”.
Que este tiempo pascual en el que celebramos la muerte y
resurrección de Cristo, nos alcance la gracia de ser verdaderos seguidores del
Maestro en la construcción de su Reino, hasta dar la vida por Él en el
compromiso por los que más sufren, a fin de que también ellos puedan participar
de la Resurrección de Cristo Jesús.