domingo, 23 de noviembre de 2014

Cristo Rey; y P. Miguel A. Pro; 23 de noviembre del 2014

Hoy celebramos tres acontecimientos íntimamente relacionados que marcan el derrotero fundamental del cristiano. En primer lugar, la conclusión del año litúrgico marcado por el triunfo de Cristo como Rey; aunque su reinado no sea de este mundo. Y, simultáneamente, el martirio del P. Pro y el aniversario de la masacre del P. Ellacuría y sus compañeros y compañeras en la Universidad jesuita del Salvador, acaecida hace justo 25 años el 16 de  noviembre de 1989. Con su vida y con su entrega nos ponen ante los ojos lo que significa seguir a ese Jesús hasta la muerte en la apuesta por el Reino. Seguirlo en la proclamación de las libertades religiosas contra un gobierno despótico y autoritario, como fue el caso del P. Pro; pero de igual forma con el P. Ellacuría, en su lucha por denunciar a un Gobierno que estaba masacrando a su pueblo hecho a modo para defender  los intereses de un puñado de familias salvadoreñas, poseedoras de la mayoría de la riqueza del país. Seguimiento de Jesús que los llevó al martirio.
Y todo esto se mezcla con la conflictiva situación social por la que nuestro propio país sigue atravesando. El país se resquebraja ante la impotencia de nuestra mirada que cada día percibe más y mayores conflictos, en una situación que no parece encontrar salida por ningún resquicio. Desde estos nubarrones, la fiesta de Cristo Rey vuelve a renovar nuestra esperanza y el sentido de nuestra lucha por lograr el reinado que Dios, como Padre, desea para sus hijos e hijas.
El Reino fue la propuesta fundamental de Jesús. Esa era su utopía. Desde el principio soñó con un espacio en el que los pobres fueran “bienaventurados”; no para un futuro en el cielo, después de la muerte. La propuesta era para ese momento: para ese lugar y para esa historia de Israel. Con sus palabras y hechos, Jesús convocaba a una nueva sociedad en la que los pobres, los pequeños, los enfermos, los excluidos, las prostitutas… tuvieran un lugar en el banquete del Reino. Ese fue el signo de la multiplicación de los panes.
Su opción fue, en primer lugar por ellos, porque ellos mostraban con más claridad el fracaso de la creación del Padre. La humanidad, habiendo sido creada para la felicidad, la paz, el encuentro y convivencia fraternos, para el disfrute de toda la riqueza del mundo, se fracturó justo por la división e injusticia del mundo, destruyendo así la armonía del sueño de Dios.
Las curaciones, los milagros, la incorporación de pecadores y prostitutas en el séquito de sus seguidores, se convirtió en el modelo de lo que los seguidores de Jesús tendrían que hacer para continuar la obra de su maestro y preparar las condiciones para la creación de esa nueva humanidad tan deseada y esperada por Jesús y por su Padre.
Los evangelios nos dicen que Jesús “pasó haciendo el bien y curando toda enfermedad y toda dolencia”. Esa acción era el sacramento, los signos, de que el Reino estaba llegando a la historia humana,  tarea a la que invitaba a los que lo escuchaban y veían.
De ahí que el “Reinado” de Jesús nada tenía que ver con los reinos de este mundo. Jesús no fue el “centro” del Reino. El centro fueron los pobres y los excluidos; los niños, las viudas, los forasteros, como lo pedía también el Antiguo Testamento. La pasión de Jesús eran los otros. Tenía una mirada especial para descubrir el dolor y sufrimiento de sus contemporáneos y atenderlos. Pero también el valor y la fortaleza, para defenderlos al precio que fuera. Jesús fue un rey que estuvo en la primera fila al frente de sus seguidores, en la lucha por hacer realidad la propuesta del Padre, sabiendo que esa opción lo llevaría a la muerte en un mundo que no toleraba la disidencia ni la denuncia.
Su reino fue de justicia, igualdad, servicio, verdad, totalmente otro de los reinos que lo rodeaban en los que el poder, la arbitrariedad, la injusticia y la muerte eran los modos ordinarios de reinar.
En su Reino, Jesús nos abrió a la esperanza, a la confianza absoluta hacia Dios, no como alguien castigador, vengador y justiciero, sino como un Padre-Madre amoroso cuyo único interés era la vida de sus hijos; y ésta, en abundancia.
Rey, reinado, reino, fueron realidades transformadas por la práctica de Jesús, para hablarnos de ese Dios diferente que era su Padre y así animarnos a vivir de manera distinta en nuestras vidas, a la manera de Jesús.
La utopía sigue vigente; la presencia de Jesús y de su Padre continúan animando nuestra acción para no resignarnos a la muerte y al pecado; para no quedarnos indiferentes ante el dolor y sufrimiento de los pequeños, víctimas de la injusticia y prepotencia de los poderes de este mundo. Desde la Cruz, Jesús sigue siendo el grito que denuncia la muerte de tantas y tantas víctimas del egoísmo e indiferencia; pero también sigue animándonos en la esperanza y el amor, por su Resurrección. Su triunfo es nuestro triunfo, y la derrota de nuestro peor enemigo, la muerte, realizada desde la cruz, nuestra mayor esperanza, fortaleza y convicción.
Que la fiesta de Cristo Rey nos renueve en nuestro deseo de implantar su Reino en los espacios donde se está jugando  nuestra vida y la vida de los pobres y oprimidos.