Hoy celebramos tres acontecimientos
íntimamente relacionados que marcan el derrotero fundamental del cristiano. En
primer lugar, la conclusión del año litúrgico marcado por el triunfo de Cristo
como Rey; aunque su reinado no sea de este mundo. Y, simultáneamente, el
martirio del P. Pro y el aniversario de la masacre del P. Ellacuría y sus
compañeros y compañeras en la Universidad jesuita del Salvador, acaecida hace
justo 25 años el 16 de noviembre de 1989.
Con su vida y con su entrega nos ponen ante los ojos lo que significa seguir a
ese Jesús hasta la muerte en la apuesta por el Reino. Seguirlo en la
proclamación de las libertades religiosas contra un gobierno despótico y
autoritario, como fue el caso del P. Pro; pero de igual forma con el P.
Ellacuría, en su lucha por denunciar a un Gobierno que estaba masacrando a su
pueblo hecho a modo para defender los
intereses de un puñado de familias salvadoreñas, poseedoras de la mayoría de la
riqueza del país. Seguimiento de Jesús que los llevó al martirio.
Y todo esto se mezcla con la
conflictiva situación social por la que nuestro propio país sigue atravesando.
El país se resquebraja ante la impotencia de nuestra mirada que cada día
percibe más y mayores conflictos, en una situación que no parece encontrar
salida por ningún resquicio. Desde estos nubarrones, la
fiesta de Cristo Rey vuelve a renovar nuestra esperanza y el sentido de nuestra
lucha por lograr el reinado que Dios, como Padre, desea para sus hijos e hijas.
El Reino fue la propuesta fundamental de Jesús. Esa era su utopía.
Desde el principio soñó con un espacio en el que los pobres fueran
“bienaventurados”; no para un futuro en el cielo, después de la muerte. La
propuesta era para ese momento: para ese lugar y para esa historia de Israel.
Con sus palabras y hechos, Jesús convocaba a una nueva sociedad en la que los
pobres, los pequeños, los enfermos, los excluidos, las prostitutas… tuvieran un
lugar en el banquete del Reino. Ese fue el signo de la multiplicación de los
panes.
Su opción fue, en primer lugar por ellos, porque ellos mostraban
con más claridad el fracaso de la creación del Padre. La humanidad, habiendo
sido creada para la felicidad, la paz, el encuentro y convivencia fraternos,
para el disfrute de toda la riqueza del mundo, se fracturó justo por la
división e injusticia del mundo, destruyendo así la armonía del sueño de Dios.
Las curaciones, los milagros, la incorporación de pecadores y
prostitutas en el séquito de sus seguidores, se convirtió en el modelo de lo
que los seguidores de Jesús tendrían que hacer para continuar la obra de su
maestro y preparar las condiciones para la creación de esa nueva humanidad tan
deseada y esperada por Jesús y por su Padre.
Los evangelios nos dicen que Jesús “pasó haciendo el bien y
curando toda enfermedad y toda dolencia”. Esa acción era el sacramento, los
signos, de que el Reino estaba llegando a la historia humana, tarea a la que invitaba a los que lo
escuchaban y veían.
De ahí que el “Reinado” de Jesús nada tenía que ver con los reinos
de este mundo. Jesús no fue el “centro” del Reino. El centro fueron los pobres
y los excluidos; los niños, las viudas, los forasteros, como lo pedía también
el Antiguo Testamento. La pasión de
Jesús eran los otros. Tenía una mirada especial para descubrir el dolor y
sufrimiento de sus contemporáneos y atenderlos. Pero también el valor y la
fortaleza, para defenderlos al precio que fuera. Jesús fue un rey que estuvo en
la primera fila al frente de sus seguidores, en la lucha por hacer realidad la
propuesta del Padre, sabiendo que esa opción lo llevaría a la muerte en un
mundo que no toleraba la disidencia ni la denuncia.
Su reino fue de justicia, igualdad, servicio, verdad, totalmente
otro de los reinos que lo rodeaban en los que el poder, la arbitrariedad, la
injusticia y la muerte eran los modos ordinarios de reinar.
En su Reino, Jesús nos abrió a la esperanza, a la confianza
absoluta hacia Dios, no como alguien castigador, vengador y justiciero, sino
como un Padre-Madre amoroso cuyo único interés era la vida de sus hijos; y
ésta, en abundancia.
Rey, reinado, reino, fueron realidades transformadas por la práctica de Jesús, para
hablarnos de ese Dios diferente que era su Padre y así animarnos a vivir de
manera distinta en nuestras vidas, a la manera de Jesús.
La utopía sigue vigente; la presencia de Jesús y de su Padre
continúan animando nuestra acción para no resignarnos a la muerte y al pecado;
para no quedarnos indiferentes ante el dolor y sufrimiento de los pequeños,
víctimas de la injusticia y prepotencia de los poderes de este mundo. Desde la
Cruz, Jesús sigue siendo el grito que denuncia la muerte de tantas y tantas
víctimas del egoísmo e indiferencia; pero también sigue animándonos en la esperanza
y el amor, por su Resurrección. Su triunfo es nuestro triunfo, y la derrota de
nuestro peor enemigo, la muerte, realizada desde la cruz, nuestra mayor esperanza,
fortaleza y convicción.
Que la fiesta de Cristo Rey nos renueve en nuestro deseo de
implantar su Reino en los espacios donde se está jugando nuestra vida y la vida de los pobres y
oprimidos.