domingo, 1 de marzo de 2015

2° domingo de Cuaresma; Marzo 2 del 2015.

Génesis 221-2. 9-13. 15-18; Salmo 115; Romanos 831-34; Marcos 92-10

Estamos ya en el 2° domingo de Cuaresma. La palabra de Dios, no nos hablará de penitencias ni ayunos. Irá a algo mucho más radical: a que entendamos que Dios es nuestro único Señor; que Dios es Dios, y no uno de nosotros a quien le podamos corregir la plana o decirle cómo actuar; qué estaría bien o qué estaría mal. Va a algo totalmente radical, a nuestro “principio y fundamento”, como diría San Ignacio: ¿qué nos sostiene? ¿Qué es lo verdaderamente real? ¿Qué es lo último de la vida? Y a final de cuentas a confrontarnos con nuestra propia idea de Dios.
El Génesis nos presenta el Sacrificio de Isaac, una de las lecturas más difíciles de entender de toda la Biblia: ¿cómo Dios le pide a una persona, Abraham, que sacrifique a su hijo, Isaac, cuando es justo su hijo, el único, el centro de las mismas promesas de Dios? Sobre Isaac se centraba todo el futuro del pueblo de Israel. Conocemos el relato: Abraham acepta el mandato de Dios sin cuestionarlo y, cuando está a punto de clavar el puñal en el corazón de su hijo, el Ángel del Señor le detiene la mano y le devela el verdadero sentido de su obediencia: “por no haberme negado a tu hijo único, te bendeciré y multiplicaré tu descendencia”.
Dios es Dios y nos puede pedir hasta lo más absurdo de la vida. Él es el Dios mayor que, sin duda, no busca la muerte de nadie ni obligarnos al absurdo. Lo que busca es que nos abramos a la experiencia trascendente del “Dios Mayor”. El ser humano ha sido creado –como dice el Salmo 8- poco inferior a los ángeles; y, sin embargo, no es “otro Dios”. Sólo reconociendo la absoluta grandeza de Dios, el hombre podrá ubicarse en su misma medida y sabrá cómo comportarse en su caminar sobre la tierra para no errar el rumbo, como el mismo Caín quien se sintió dueño de la vida y la muerte de su hermano Abel.
No es peleando contra Dios, poniéndonos al tú por tú, como descubriremos el sentido de nuestra vida y, así, la plena felicidad. Somos hijos de Dios; no somos otro Dios. Y ante Él, lo que queda es la reverencia absoluta. Abraham obedece y se entrega ciegamente a su mandato, y entonces descubre y se encuentra con el verdadero Dios y su vida seguirá por el camino de la planea felicidad. El relato, por consiguiente, es una invitación a no perder el sentido de nuestra vida, a ubicarnos en nuestra justa medida, a reconocer la absolutez de Dios y a entregarnos amorosamente a su realidad.
Con otras palabras es lo mismo que experimentó San Pablo: ese Dios aparentemente monstruoso que pide a un padre la muerte de su hijo, ahora se revela como la bondad absoluta. No sólo no nos pide la muerte de nuestros hijos, sino nos entrega a su propio Hijo para liberarnos de la muerte; es decir, se compromete tanto con la humanidad y le importa tanto nuestra realización en el amor y la plenitud de la vida, que nos da a su Hijo –aún a costa de su propia muerte- con tal de que podamos “escucharlo”, descubrir el camino para llegar a Él, el camino de la plenitud. Y este camino no se realiza si no nos encontramos con ese Dios maravilloso que descubrió San Pablo y que lo enamoró: “Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra?” Si nos dio a su propio Hijo, nos dará todo junto con Él; si Él es el mismo que perdona, ¿cómo nos va a acusar? Ésta es la certeza absoluta que guio tanto a Abraham como a San Pablo, y que ahora tiene que ser la Luz que guie nuestro camino. Sólo si caminamos acompañados de esta confianza absoluta en nuestro Dios, podremos descubrir el camino de la realización plena, de la felicidad.
Es lo mismo que nos presenta el Evangelio de Marcos: Jesús es el verdadero Dios, hijo del Padre, enviado por Él para ayudarnos a descubrir el secreto de la existencia. En la Transfiguración, Pedro queda fuera de sí mismo y, ante la experiencia sobre humana que lo acoge, invita a que las tres personas ahí presentes, Elías, Moisés y Jesús transfigurado, se queden ahí para siempre, en “tres tiendas”. Parece que Pedro iguala a esas tres personas. Sin embargo, el sentido de la experiencia que los 3 discípulos viven, no es para que vean que Elías y Moisés no han muerto, sino para que entiendan que Jesús es mayor que ellos y la culminación de toda la revelación de Dios a la humanidad. Por eso se oye una voz del Cielo que dice: “Éste es mi hijo amado; ¡escúchenlo!”. No hay que confundirlo con nadie. Es mayor que Elías y Moisés. Él es el único a quien hay que escuchar, aunque nos vaya a hablar de un camino de cruz y de muerte.
Sólo Jesús irradia luz. Todos los demás, profetas y maestros, teólogos y jerarcas, doctores y predicadores, tenemos el rostro apagado. No hemos de confundir a nadie con Jesús. Sólo él es el Hijo amado. Su Palabra es la única que hemos de escuchar. Las demás nos han de llevar a él”, como dice el P. Pagola.
En medio de este mundo tan cargado de cruces, Jesús nos sigue invitando a acompañarlo asumiendo las cruces de nuestros hermanos y hermanas que padecen la injusticia y la muerte, a fin de que uniéndonos a la entrega de Jesús podamos acceder a la Resurrección, como ahí mismo lo afirmó Jesús y lo vivió después de su crucifixión.

No es posible una iglesia fiel a Jesús y a su proyecto del reino, sin conflictos, sin rechazos y sin cruces.