Génesis 221-2. 9-13. 15-18; Salmo 115; Romanos 831-34;
Marcos 92-10
Estamos ya en el 2° domingo de Cuaresma. La palabra de Dios, no
nos hablará de penitencias ni ayunos. Irá a algo mucho más radical: a que
entendamos que Dios es nuestro único Señor; que Dios es Dios, y no uno de
nosotros a quien le podamos corregir la plana o decirle cómo actuar; qué estaría
bien o qué estaría mal. Va a algo totalmente radical, a nuestro “principio y
fundamento”, como diría San Ignacio: ¿qué nos sostiene? ¿Qué es lo
verdaderamente real? ¿Qué es lo último de la vida? Y a final de cuentas a
confrontarnos con nuestra propia idea de Dios.
El Génesis nos presenta
el Sacrificio de Isaac, una de las lecturas más difíciles de entender de toda
la Biblia: ¿cómo Dios le pide a una persona, Abraham, que sacrifique a su hijo, Isaac, cuando es justo su hijo, el único, el centro de las mismas promesas
de Dios? Sobre Isaac se centraba todo el futuro del pueblo de Israel. Conocemos
el relato: Abraham acepta el mandato de Dios sin cuestionarlo y, cuando está a
punto de clavar el puñal en el corazón de su hijo, el Ángel del Señor le
detiene la mano y le devela el verdadero sentido de su obediencia: “por no
haberme negado a tu hijo único, te bendeciré y multiplicaré tu descendencia”.
Dios es Dios y nos puede pedir hasta lo más absurdo de la vida. Él
es el Dios mayor que, sin duda, no busca la muerte de nadie ni obligarnos al
absurdo. Lo que busca es que nos abramos a la experiencia trascendente del “Dios
Mayor”. El ser humano ha sido creado –como dice el Salmo 8- poco inferior a los
ángeles; y, sin embargo, no es “otro Dios”. Sólo reconociendo la absoluta
grandeza de Dios, el hombre podrá ubicarse en su misma medida y sabrá cómo
comportarse en su caminar sobre la tierra para no errar el rumbo, como el mismo
Caín quien se sintió dueño de la vida y la muerte de su hermano Abel.
No es peleando contra Dios, poniéndonos al tú por tú, como
descubriremos el sentido de nuestra vida y, así, la plena felicidad. Somos hijos
de Dios; no somos otro Dios. Y ante Él, lo que queda es la reverencia absoluta.
Abraham obedece y se entrega ciegamente a su mandato, y entonces descubre y se
encuentra con el verdadero Dios y su vida seguirá por el camino de la planea
felicidad. El relato, por consiguiente, es una invitación a no perder el
sentido de nuestra vida, a ubicarnos en nuestra justa medida, a reconocer la
absolutez de Dios y a entregarnos amorosamente a su realidad.
Con otras palabras es lo mismo que experimentó San Pablo: ese Dios aparentemente
monstruoso que pide a un padre la muerte de su hijo, ahora se revela como la
bondad absoluta. No sólo no nos pide la muerte de nuestros hijos, sino nos
entrega a su propio Hijo para liberarnos de la muerte; es decir, se compromete
tanto con la humanidad y le importa tanto nuestra realización en el amor y la
plenitud de la vida, que nos da a su Hijo –aún a costa de su propia muerte- con
tal de que podamos “escucharlo”, descubrir el camino para llegar a Él, el
camino de la plenitud. Y este camino no se realiza si no nos encontramos con
ese Dios maravilloso que descubrió San Pablo y que lo enamoró: “Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará
en contra nuestra?” Si nos dio a su propio Hijo, nos dará todo junto con Él;
si Él es el mismo que perdona, ¿cómo nos va a acusar? Ésta es la certeza
absoluta que guio tanto a Abraham como a San Pablo, y que ahora tiene que ser
la Luz que guie nuestro camino. Sólo si caminamos acompañados de esta confianza
absoluta en nuestro Dios, podremos descubrir el camino de la realización plena,
de la felicidad.
Es lo mismo que nos presenta el Evangelio de Marcos: Jesús es el verdadero Dios, hijo del Padre,
enviado por Él para ayudarnos a descubrir el secreto de la existencia. En la
Transfiguración, Pedro queda fuera de sí mismo y, ante la experiencia sobre
humana que lo acoge, invita a que las tres personas ahí presentes, Elías, Moisés
y Jesús transfigurado, se queden ahí para siempre, en “tres tiendas”. Parece
que Pedro iguala a esas tres personas. Sin embargo, el sentido de la
experiencia que los 3 discípulos viven, no es para que vean que Elías y Moisés
no han muerto, sino para que entiendan que Jesús es mayor que ellos y la culminación
de toda la revelación de Dios a la humanidad. Por eso se oye una voz del Cielo
que dice: “Éste es mi hijo amado; ¡escúchenlo!”. No hay que confundirlo con
nadie. Es mayor que Elías y Moisés. Él es el único a quien hay que escuchar,
aunque nos vaya a hablar de un camino de cruz y de muerte.
“Sólo Jesús irradia luz.
Todos los demás, profetas y maestros, teólogos y jerarcas, doctores y
predicadores, tenemos el rostro apagado. No hemos de confundir a nadie con
Jesús. Sólo él es el Hijo amado. Su Palabra es la única que hemos de escuchar.
Las demás nos han de llevar a él”, como dice el P. Pagola.
En medio de este mundo tan cargado de cruces, Jesús nos sigue
invitando a acompañarlo asumiendo las cruces de nuestros hermanos y hermanas
que padecen la injusticia y la muerte, a fin de que uniéndonos a la entrega de Jesús
podamos acceder a la Resurrección, como ahí mismo lo afirmó Jesús y lo vivió
después de su crucifixión.
No es posible una iglesia fiel a Jesús y a su proyecto del reino,
sin conflictos, sin rechazos y sin cruces.