domingo, 20 de septiembre de 2015

25° domingo Ordinario; Septiembre 20 del 2015

Sabiduría 212. 17-20; Salmo 53; Santiago 316-43; Marcos 930-37
La “Crisis Galilea” ha aportado una “novedad” muy poco agradable para los discípulos. Ellos creían haber comprendido ya el mensaje de su Maestro, pero aún estaban muy distantes del mismo. Parece muy fácil entender de una vez por todas lo que Jesús quiere, y nos imaginamos que ya no hay más revelación, más “novedad”. Como si capturáramos la revelación en esquemas conceptuales precisos, rígidos, delimitados, de los cuales ya no queremos o pensamos que hay que movernos. ¿Para qué queremos algo más, especialmente cuando cuestiona y contradice aspectos de nuestros comportamientos y actitudes fundamentales de nuestra vida? Acogemos lo que nos gusta y lo demás lo rechazamos. Esto fue lo que les sucedió a los discípulos.
A partir de la Crisis Galilea, cuando Jesús se da cuenta que su estrategia de curaciones, predicación a las masas, expulsión de endemoniados, etc., no había logrado traslucir lo que Él era y su relación con el Padre, entonces decide cambiarla: decide modificar sustancialmente lo que hasta ahora venía haciendo: se aparta de las multitudes; se dedica a enseñar a los 12; hace menos milagros…; pero, lo más duro, es que decide confrontarse directamente con los poderes establecidos. No le queda otra alternativa. Su estrategia primera, casi podríamos decir “triunfante”, no ha conseguido lo esperado. El poder sigue dominando, las masas siguen pisoteadas, su proyecto de Reino no llega. Y ahí decide reforzar su relación con los más cercanos y abiertamente confrontarse con los poderes establecidos. Por eso, era natural que se cerniera sobre Él un panorama sumamente sombrío. Confrontar el poder sólo con su persona, sus actitudes, su coherencia, sus palabras, sólo prefiguraba un final nada feliz.
Y eso es el contenido más difícil de aceptar que ahora implica esa “novedad” que descoloca a los suyos. Aparentemente el mensaje implicaba sólo una bondad maravillosa: a los pobres se les anuncia el evangelio, se libera a los cautivos, se cura a los enfermos, se declara el año de gracia. Hasta ahí ningún problema. Se podría decir que la utopía se estaba desplegando ante sus ojos. Pero, de pronto, Jesús cambia y endurece radicalmente sus comportamientos. Y al saber que su situación se volverá sumamente delicada, peligrosa, comprometida, previene a los suyos: “El hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte…; pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones”. Pero, ¿el miedo era a entender o a verse ellos mismos involucrados en una lucha a muerte, no sólo sumamente dolorosa, sino absolutamente incomprensible?
El mensaje de Jesús siempre es novedoso, desconcertante, pero sobre todo, se va desplegando día a día; y para ello, hemos de estar dispuestos, abiertos, sedientos de ver en cada momento cuál es la nueva palabra que el Hijo de Dios está dirigiendo a nuestra vida cotidiana.
Cuando los discípulos reciben el llamado de Jesús por primera vez “dejan las redes” inmediatamente y lo siguen: sin condiciones, sin preguntas, sin restricciones. Pero el llamado era algo más que esa primera respuesta. Había otras “redes” en las que estaban atrapados, y aún, incluso después de varios meses de estar con Él, no las habían podido romper. Jesús ha promovido el respeto, el amor a la vida, el perdón, la solidaridad, el servicio; está totalmente abocado hacia los otros: se acerca a la gente, los cura, los levanta, los libera; pero, como muestra el Evangelio, ellos siguen “enredados” en actitudes que no son las del Reino, las de Jesús. Siguen sin entender la “novedad” radical del Evangelio que implica una ruptura total con los valores del “mundo”. No es la fama, el poder ni el prestigio, lo que Jesús les ha enseñado; pero ellos siguen actuando con los criterios del mundo. Discuten no cómo seguir los pasos de Jesús, cómo anunciarlo, cómo prestar un mejor servicio…, sino sobre quién de ellos es el más importante.
Jesús los descubre, los llama y vuelve a anunciar su novedad: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Luego hizo un gesto profético. Toma un niño, lo pone en medio de ellos y lo abraza, anunciando así su profunda identidad con los más pequeños: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe…” Definitivamente la “novedad” de Jesús se opone radicalmente a los valores que nos ofrece la sociedad actual.
La epístola de Santiago enuncia esos valores mundanos que nos apartan del Reino: las envidias, rivalidades, las malas pasiones, la codicia, la ambición, los placeres, que siempre están en guerra dentro de nosotros mismos y terminan asesinando o haciendo la guerra. Por el contrario, nos propone la sabiduría, el ser amantes de la paz, comprensivos, dóciles, misericordiosos, imparciales, sinceros, la justicia…
La moneda está en el aire. ¿Estamos libres para aceptar irrestrictamente el Mensaje novedoso de Jesús o seguimos atrapados en redes que nos retienen en los valores del mundo?