Bergoglio quiere agitar el activismo de las bases del clero para
impulsar las nuevas cruzadas
Jorge Bergoglio es más hábil de lo que parece y su visita
a México lo demuestra. No sucedió lo que muchos habríamos deseado; no hizo de
su gira una cruzada incendiaria en contra de los poderosos, ni buscó poner fin
a los vicios enquistados de la Iglesia en nuestro país. No se reunió con
víctimas de curas pederastas ni denunció a sus victimarios; tampoco accedió a
verse con los padres de los 43 estudiantes desaparecidos.
Quiero pensar que el Pontífice sabe que para dejar huella
su papado debe ser longevo; algo que no sucederá si se pone a sacudir el árbol
del alto clero para tumbar a las manzanas podridas. El último que intentó sacar
a los fariseos y a los falsos sacerdotes del templo fue crucificado aún joven,
como bien se sabe.
No, el Papa cumplió con los requisitos diplomáticos que
se esperaban del jefe del Vaticano y cabeza de esa institución llamada Iglesia
Católica. Se tomó la foto con el presidente Peña Nieto y su esposa, se reunió
con cardenales y obispos, departió con jesuitas y monjas, mostró su devoción
por la virgen de Guadalupe.
Pero también es cierto que hizo lo que ningún Pontífice
en las seis visitas anteriores. Reconvino a los políticos y a los pudientes por
su corrupción, pidió perdón a los indígenas por la exclusión, la miseria y la
explotación; hizo un homenaje a Samuel Ruiz, el obispo de los pobres quien en
vida fue marginado por sus superiores; exigió a los curas a no resignarse ante
el crimen y la violencia; cuestionó el feminicidio tan ignorado por el clero.
En suma, si bien no rehuyó la alfombra roja con que lo recibieron las
autoridades políticas y eclesiásticas, acudió a las zonas candentes de la geografía
para poner el dedo en las llagas purulentas de los grandes males nacionales.
Un vaso medio vacío o medio lleno, según se mire. Pero no
está mal para una primera visita. Quizá no sea un comportamiento transgresor,
propio de un líder revolucionario; es más bien el de un estratega cauto que
desea poner en movimiento procesos transformadores de largo aliento. Cuestionó
a los gerentes a cargo del changarro, pero no los puso contra la pared. Es
consciente de que tras su partida son ellos, los obispos y cardenales
mexicanos, quienes seguirán en control del catolicismo local. Intentó, más
bien, amonestarlos con cuidado para hacerles ver lo que será la Iglesia de los
próximos años: una institución más comprometida con los agudos problemas
sociales de su feligresía.
Fue clara su intención de agitar el activismo de las
bases del clero, para que sean ellas las que pongan en movimiento nuevas
cruzadas. Es significativo el espaldarazo a Samuel Ruiz en Chiapas, o su
apasionado exhorto a los curas de Michoacán para no quedarse cruzados de brazos
ante la violencia salvaje que sacude sus parroquias. Con estas estrategias
legitima los cambios que puedan surgir desde el bajo clero y las parroquias.
Francisco sabe que para provocar cambios de fondo en la
Iglesia mexicana requiere más de una visita y, sobre todo, un liderazgo más
personal y carismático con el pueblo. Juan Pablo II visitó al país en cinco
ocasiones, y como resultado terminó generando un verdadero idilio con los
creyentes. Eso se tradujo en una gran influencia personal sobre el clero
mexicano, incluyendo a sus obispos.
Bergoglio aún está lejos de despertar una devoción de esa
naturaleza. Pero conseguirá hacerlo si persiste en el camino iniciado. Por lo
pronto, ha dejado en claro las directrices de lo que espera de la Iglesia en
México, sin violentar a los afectados. Difícilmente podía hacer algo más en su
primera visita.
Por lo demás, su exhorto a no resignarse ante las
infamias es, de por sí, un extraordinario mensaje para la sociedad mexicana en
su conjunto y una apuesta revolucionaria para una Iglesia que ha predicado la
resignación entre los pobres. Bien mirada, la no resignación es el siguiente
paso de la indignación. Bien por Don Jorge.