domingo, 6 de marzo de 2016

4° Domingo de Cuaresma; 6 de marzo del 2016; Fdo Fdz Font, sj

Josué 59. 10-12; Salmo 33; 2ª Corintios 517-21; Lucas 151-3. 11-32

El evangelio de este 4° domingo de cuaresma es una de las piezas más hermosas de toda la Biblia: se trata de la narración del “Hijo Pródigo”; de la página que nos devela el corazón de nuestro Dios, la ventana hacia la infinita misericordia de un Dios que se ha manifestado como “padre-madre” para toda la humanidad. En el Dios cristiano no cabe ni el rencor ni el odio; ni la venganza ni la condenación. En su corazón sólo hay amor, misericordia, comprensión y, finalmente, perdón.
Y esa es la gran “Pascua” que se nos invita a celebrar, pre-anunciada en el pueblo de Israel tras la liberación de Egipto: lo que ellos celebraron fue a un Dios que se comprometió con su pueblo, lo liberó de la esclavitud, le perdonó todas sus rebeldías y desesperaciones, y lo llevó hasta la tierra que “manaba leche y miel”. Y eso es lo que Josué deja grabado en su libro para que jamás el pueblo olvide a ese Dios maravilloso que los construyó sobre un hecho: la Pascua, es decir, el “paso” de la esclavitud a la liberación, del pecado a la gracia, de la muerte a la vida, del hambre y el desierto a la plenitud y abundancia. Y eso no se puede ni se debe olvidar, porque es justo su propia identidad, lo que les permite tener una concepción correcta de Yahvé y distanciarlos de los demás dioses de los otros pueblos. “Nuestro Dios es un Dios de vida; es un Dios que perdona, que ama hasta el extremo, que acompaña, cuya misericordia e infinita bondad no tienen fin”.
Pero esa “Pascua” de Israel, ha quedado superada –por así decirlo- en la “Pascua del Hijo del Hombre”. En su entrega hasta el final, Jesús no sólo nos rescató de la esclavitud para darnos una tierra propia; sino nos rescató de la muerte misma para darnos la vida. Con su muerte, destruyó la muerte misma, y nos abrió a la plenitud de la vida en su Resurrección. La “Pascua” de Jesús, su paso de la muerte a la vida a través de su entrega en la cruz, como muestra de su amor que no se detuvo ni siquiera ante el temor al sufrimiento y a la misma muerte, rompió las cadenas que nos tenían esclavizados al pecado por nuestro mismo temor a la muerte, según la Carta a los Hebreos.
Como señala la segunda lectura, en Jesús no sólo se liberó un pueblo, sino la humanidad entera. En Él hemos sido salvados. El pueblo que caminaba en tinieblas, vio una gran luz. Así, lo que ahora significa esta nueva “Pascua” para los que viven según Cristo consiste en ser “una creatura nueva; todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo”, como afirma San Pablo en esta Segunda carta a los Corintios. La humanidad entera, en Jesús, ha realizado su propia Pascua; pero no sólo un “paso” hacia algo temporal y pasajero como puede ser una tierra, unas cosechas, un pueblo libre; sino el paso definitivo de la muerte a la vida: en Jesús ya estamos resucitados; ya no hay temor a la muerte, porque ella ya no tiene poder sobre nosotros. Nuestro peor enemigo, la muerte, ha sido derrotado.
En Cristo “Dios reconcilió al mundo consigo y renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres”. Esta es la Pascua maravillosa que ha sido realizada gracias a Jesús y que se nos narra en la parábola del “Hijo Pródigo”, que contrasta de tal forma el comportamiento del ser humano y el de Dios, nuestro Padre-Madre, que confirma esa “Pascua” definitiva que la humanidad ha realizado en el Hijo de Dios.
Conocemos la parábola casi hasta de memoria: por un lado, un hijo que peca radicalmente contra su Padre y deja el paraíso por el infierno. Decide hacer su vida “sin Dios” y termina en lo más profundo de la desesperación y de la muerte. Toda esa imaginación de libertad, goce, satisfacción, se transforma en frustración, hambre, dolor, abandono. Su sueño de ser libre, de finalmente no tener a quién rendir cuentas, de gastar su herencia como bien le pareciera, de entregarse plenamente al placer como si fuera la fuente de la eterna felicidad, se convierte en una quimera que lo deja en el más profundo vacío y frustración, y termina por destruirlo como ser humano.
Por otro lado, la realidad del Padre: en Él no hay venganza, odio, deseo de condena, de llamarlo a cuentas, de castigarlo; sólo un dolor profundo “porque ese hijo mío estaba muerto”. El Padre rompe todos nuestros esquemas de relación y comportamiento con los demás. Sin duda, nosotros esperaríamos un verdadero arrepentimiento, lo probaríamos y le daríamos un castigo ejemplar; de alguna manera tendríamos que vengarnos por lo que nos hizo. Nada de facilitarle las cosas; tiene que aprender con dureza, pues su pecado y su ofensa superaron cualquier límite.
Sin embargo, al Padre no le interesa si se ha o no arrepentido; no piensa en el castigo que le impondrá y, mucho menos, en la venganza; no se preocupa de si su regreso y arrepentimiento son sinceros o si más pronto que tarde volverá a las andadas y hará de nuevo lo mismo.
En un gesto que los humanos no podemos comprender fácilmente, el Padre sólo quiere abrazarlo, celebrar que ha vuelto a la vida, que de nuevo está con Él, que ha sido encontrado. Le devuelve la dignidad perdida, y eso lo celebra con una gran fiesta.
Éste es el Dios que se nos revela en Jesús. Por eso, con ese Padre-Madre, si creemos en Él, habremos realizado la Pascua definitiva: con ese Dios ya no habrá muerte; hemos sido perdonados. Su único interés es que tengamos vida, y vida en abundancia, que es justo la que nos trajo Jesús en el Evangelio.
Agradezcamos esa maravilla de Dios en quien hemos tenido la gracia de creer.