domingo, 12 de junio de 2016

11° domingo ordinario; 12 de junio del 2016; Homilías Fdo Fdz, sj

Samuel 127-10. 13; Salmo 31; Gálatas 216. 19-21; Lucas 736-83

La liturgia de este domingo toca directo el tema de la misericordia y el perdón; y deja colgando el tema del “castigo”. ¿Basta con perdonar o también hay que castigar al pecador? ¿Basta con perdonar al criminal o tiene que purgar su pena? Es quizá uno de los temas más complicados que toca el Evangelio y que se contrapone al deseo natural y espontaneo del ser humano de castigo y venganza. En los términos de nuestra sociedad diríamos: “todo aquel que comete un crimen, tiene que pagarlo”.
El Evangelio de este domingo, sin duda, propone otro camino radicalmente distinto, aunque quizá –ante nuestros ojos- inviable. La página de Lucas es insuperable y maravillosa. Jesús es invitado a comer por un fariseo. Una mujer “de mala vida” se entera y se lanza a buscarlo. Se pone detrás de Jesús; llora; moja sus pies con sus lágrimas; los enjuga; y no deja de besarlos. El fariseo se escandaliza y en su pensamiento desacredita a Jesús: “Si fuera profeta, sabría qué clase de mujer lo está tocando”.
Tres son los personajes en juego puestos en una relación sumamente compleja. El Fariseo se siente justo; pero quizá es el de mayor pecado. La soberbia, la autosuficiencia, el juicio sobre los demás desde sus parámetros, y no desde los de Dios, es su pecado. La mujer es pecadora; no es una santa. Para la ley judía, era de los peores pecados: tocarlas era quedar contaminado.
Jesús el que está en medio de los dos. Siente la mirada condenatoria del Fariseo; pero prescinde de ella; se deja tocar por la Mujer; Él va más allá de su exterior pecaminoso, para encontrar un corazón herido, dolido, arrepentido, amante. La mujer, solamente llora; besa; trata de amar de manera diferente a como había amado en su vida anterior.
Pero su arrepentimiento no puede ser captado por el Fariseo: tiene ojos y no ve; porque en su corazón no hay misericordia; sólo existe “la Ley”. Ve la paja en el ojo ajeno, pero no ve la viga que tiene en el suyo. Mientras la mujer ama, el Fariseo condena.
Jesús está atrapado en medio de dos frentes: la misericordia y la justicia; el perdón o la condena; la absolución o el castigo. Pero, ¿cómo tratar a una persona que lo ha invitado a comer, que se ha mostrado bondadoso con Él, que sin duda lo ha buscado porque quiere conocerlo? Quizá también está conmovido como la mujer, pero aún no sabe cómo recibir y vivir la radical novedad que trae Jesús con su mensaje del Reino. ¿Qué puede decir o hacer Jesús que responda a las lágrimas de la mujer y, al mismo tiempo, que comprenda el momento en el que el Fariseo se encuentra en ese camino hacia la conversión?
Magistralmente Jesús tiende el lazo que hará posible comprender la realidad de cada uno de los actores que se encuentran en esa tensión contradictoria. Con la misma misericordia con la que se dirigirá a la Mujer, ahora se dirige a Simón: “¿Has visto lo que ha hecho esta mujer? Pues has tú lo mismo”. Ella ha amado por encima de su propia realidad de prostituta, de la condena de la ley mosaica, del rechazo de su propio pueblo; se arriesgó al peor fracaso de su vida: la posibilidad de ser rechazada por Jesús era algo real; y entonces sí, ninguna esperanza le hubiera quedado en la vida. Pero, no; como el mismo Maestro le reconocerá: su fe la salvó. Como dirá San Pablo, ella “creyó contra toda esperanza”; ¡y ganó! Pero no sólo creyó. Creer fue la condición para el siguiente paso: amar hasta el extremo: porque creyó que no iba a ser rechazada, se lanzó a amar. Y ese amor le abrió las puertas del Reino de Dios, las puertas de una vida que hasta ahora no había no sólo experimentado, sino ni siquiera soñado.
Jesús la rescata; y la rescata contra la condena de Simón el Fariseo: con una bondad y delicadeza extraordinaria, describe perfectamente los signos que revelaron su amor infinito: lloró, lavó, besó, ungió. Pero también el Maestro rescata a Simón: no lo condena, sino le hace ver lo que ha de estar en el fondo de la relación con Dios: no el cumplimiento de la Ley; sino el amor a una persona. El pecado de la pecadora se convierte ahora en causa de su propio perdón.
Y aquí Jesús juega con una doble dialéctica: al que mucho se le perdona, mucho ama; pero también, porque ama mucho, se le perdona todo. El recibir el perdón, nos lanza a amar incondicionalmente; pero el amar de esa forma, nos obtiene el perdón.
El Fariseo estaba entrampado en el cumplimiento de la Ley; pero tenía un atisbo de esperanza en lo que había escuchado y conocido del Maestro. Jesús también lo perdona; lo invita a amar poniéndole el ejemplo de la Pecadora. Cosa aberrante para un fariseo, pero no para los seguidores del Camino, para los que quieren entrar al Reino. “Los pecadores y las prostitutas nos aventajarán en el Reino de los Cielos”.
En su perdón a la pecadora, no le cierra tampoco las puertas al Fariseo: lo invita a dar el paso que quizá él mismo estaba buscando, pero no sabía cómo darlo o no se atrevía a hacerlo. A ambos perdona Jesús y así maravillosamente va trazando las líneas que conformarán el Reino: misericordia, amor, perdón, fe. Y para nada “el cumplimiento de la Ley”. En la 2ª Lectura lo dirá San Pablo: “El hombre no llega a ser justo por cumplir la ley, sino por creer en Jesucristo”.
Las lecturas terminan sin castigo para nadie; sólo con la invitación de no volver la vista atrás. En nuestra sociedad deseamos el castigo y la pena para el criminal: no hay remisión si no se cumple la condena. Pero, ¿eso ha resuelto algo? Parece, de acuerdo al Evangelio, que mientras no se toque el corazón del pecador, ningún castigo ni cumplimiento de la ley, lo hará cambiar sus conductas.