domingo, 5 de junio de 2016

10° domingo ordinario; 6 de junio del 2016; Homilía de Fdo Fdz, sj

1° Reyes 1717-24; Salmo 29; Gálatas 111-19; Lucas 711-17

Más allá de los hechos que narran la Primera lectura y el Evangelio –la resurrección de dos niños-, a donde nos llevan estas lecturas es al misterio de Dios, de su actuar, de su presencia en el mundo, a través de Elías o de Jesús, como también de San Pablo en la explicación que él mismo da de la forma como adquirió el conocimiento de Cristo.
En el fondo, la pregunta es por qué Dios actúa de esa forma: ¿podemos balbucear las claves de comportamiento de Dios, respecto a la salvación de la humanidad? En los tres casos, su intervención es para beneficiar a personas concretas, pero –más allá de eso que, sin duda, es fundamental- su intervención es para transmitir un mensaje de salvación; para hacerse presente y hacer que las personas puedan dar el brinco a la dimensión divina. Son comportamientos que, mediante signos extraordinarios, nos hacen caer en la cuenta de que hay un Dios, un Dios paterno-materno que busca intervenir en la historia de la humanidad, a fin de que las personas puedan caer en la cuenta que no sólo lo que vemos es la única realidad, sino –más aún- que la verdadera realidad no se agota en nuestra existencia o en la existencia del mundo, sino que va más allá.
Estamos creados con una inteligencia y un corazón para que podamos descubrir la trascendencia, la divinidad, a Dios mismo, presente en nuestra historia tanto de vida como de muerte, y así vivir de forma diferente, no sólo en cuanto a los comportamientos éticos o morales, sino a nuestro sentido de vida más profundo. Estamos hechos para Dios, y esta vida se nos dio para conocerlo y para decidir libremente si queremos que toda nuestra existencia esté envuelta –ya desde ahora- en Él; es como la oportunidad que se nos da para trascender una existencia chata, encerrada en sí misma, asfixiada en la materialidad de cada día, y abrirla al horizonte amplio y fresco de la divinidad. Es como tener la alternativa de vivir en un horizonte limitado y encerrado, o en otro abierto e infinito; es como solamente estar mirando a la tierra o abrirse a la inmensidad del Cosmos, a la belleza infinita e inconmensurable del Firmamento.
En la existencia de cada uno, siempre Dios se va haciendo presente de mil formas a fin de ofrecernos la posibilidad de que, libremente, optemos o no por Él. Dios pasa constantemente a nuestro lado dejando caer su invitación a vivir la vida con la intensidad y pasión que conlleva el decidir la vida junto a Él. Obvio, podemos no verlo, no caer en la cuenta que ahí va, a un lado; como también podemos verlo y decidir vivir sin Él, cuando menos con toda la pasión y revolución que podría implicar su presencia en nuestras vidas.
En la casa donde se hospeda Elías muere el hijo de la Señora que lo albergó. Para ella, la muerte es signo de castigo y no de la presencia de Dios; y el Profeta es el culpable. Tampoco Elías entiende la muerte del menor como una oportunidad maravillosa de entrar en una dimensión diferente de la existencia humana, de ahondar en su relación con Dios. En su oración, Elías le reclama a Dios; de muchas formas, ya lo había hecho. La relación del Profeta con Yahvé, no fue fácil; parecía una lucha entre ambos: entre el poder de Dios y el orgullo de Elías. En su oración, chantajea a Dios, y Dios accede: le devuelve la vida al menor; y al tomar de nuevo a su hijo, la mujer entra en esa dimensión de fe, en esa experiencia de Dios que, mediante la vuelta a la vida de su hijo muerto, ella también accede a una vida en Dios, que no tenía; ella también resucita: “ahora sé que eres un hombre de Dios” –le dice.
Con Jesús pasó algo semejante. Ve un entierro del hijo único de una viuda. Se compadece; se acerca; toca el féretro; y le ordena al joven muerto que se levante. Una vez resucitado, se lo entrega a su madre. La motivación de Jesús para hacer el milagro fue la compasión; pero el hecho fue más allá, se convirtió en un signo; fue más allá de un niño que vuelve a la vida: fue la oportunidad de abrirse a un Dios que camina nuestra historia y en su actuar nos ofrece la oportunidad para reconocerlo y vivir la vida con otra dimensión: la del creyente que ha tocado la divinidad y puede ver cómo “Dios ha visitado a su pueblo” y alivia el sufrimiento.
Finalmente, Pablo. De ser un perseguidor de la naciente iglesia de Jesús, es tocado por Él mismo y su vida se transforma totalmente: su pensar, su vivir, su actuar, todo cambia. Ahora conoce la verdadera doctrina que no recibió por medio de hombre alguno, ni siquiera de Jesús; sino por la revelación de la que fue objeto; y de la aceptación radical que el mismo Pablo hizo de esa oferta que Dios le hacía. Entró en una dimensión que hasta ahora –a pesar de ser creyente de la religión judía- no había encontrado.
Así es Dios: con un sinnúmero de acontecimientos, unos más evidentes y otros más ocultos, va tocando a nuestra puerta, va caminando junto con nosotros, siempre invitándonos a ahondar y a ir más allá de la existencia rutinaria de cada día. La vida se nos ha dado para buscar a Dios; y cada día tendríamos que ir acercándonos más a Él y dejándonos atrapar por Él. Vivir la vida divina ya desde ahora, es otra dimensión que desgraciadamente no siempre experimentamos o vivimos con la intensidad que contiene.