domingo, 10 de julio de 2016

15° domingo ordinario; 10 de julio del 2016; Homilía de Fdo Fdz F, sj

Deuteronomio 3010-14; Salmo 68; Colosenses 115-20; Lucas 1025-37

Las tres lecturas de este domingo abordan temas fundamentales para la vida del cristiano, de tal forma que nos invitan a contrastarnos ante ellos, como si fueran indicadores o parámetros que nos permiten revisar nuestra coherencia con los principios básicos del Evangelio.
La carta de San Pablo a los Colosenses pone en el centro de la vida Cristiana a Jesús. Si no hemos colocado en nuestro corazón, en nuestro quehacer ordinario, en nuestras decisiones, la realidad de Jesucristo, simplemente no hemos entendido “qué hemos de hacer para ganar vida eterna”, como señala la Parábola del Buen Samaritano. ¿Cuántas veces la referencia real a la vida de Jesús queda fuera de nuestra vida cotidiana? Fácilmente acudimos directamente a Dios; buscamos pistas para la vida apoyados en nuestro sentido común; acudimos a libros o consejos de sacerdotes o a experiencias religiosas que nada tienen que ver con el Evangelio; pero no logramos tener una vivencia real y profunda, básica, central, de la realidad de Cristo. Él es “la piedra angular que han desechado los arquitectos”; y esta crítica que Jesús hizo a los fariseos, puede calzar exactamente en nuestra experiencia religiosa.
Pablo nos dice que “Cristo es la imagen de Dios invisible”. Simple y llanamente, como dirá también San Juan: “¿Cómo decimos que amamos a Dios a quien no vemos, si no amamos a nuestro hermano a quien sí vemos?” Jesús es la imagen, la presencia real de Dios en nuestra historia. Si no lo amamos a él, lo demás puede llevarnos por caminos equivocados. Él lo dijo: “nadie va al Padre, si no es a través de mí”; “el que me ve a mí, ve al Padre”. No podemos acercarnos a Dios si no es a través de Jesús. Él es el “primogénito”, el “fundamento de todo lo creado”; “existe antes que todas las cosas”; es el “principio”; justo “porque Dios quiso que habitara en él toda plenitud y por él reconciliar consigo todas las cosas…; y darles la paz”.
La siguiente invitación de este domingo nos viene del Deuteronomio: “Escucha y conviértete al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma”. Es decir, la relación que hemos de tener con Dios y –desde el Evangelio- a través de Jesús, ha de ser total, absoluta; no admite medias tintas. La conversión no ha de ser con “una parte del corazón”, sino “con todo”; la relación con Dios no puede estar divida, no le podemos dar migajas. Por eso el Evangelio nos lo dice: “no podemos servir a Dios y a las riquezas”; “el que a dos amos sirve con alguno queda mal”.
Y sin embargo, esta invitación tan radical –nos dice el Deuteronomio- “no es superior a tus fuerzas, ni está fuera de tu alcance”; “todos mis mandamientos están en tu boca y en tu corazón, para que puedas cumplirlos”. Y es la máxima revelación que se nos hace: cumplir los mandamientos no es algo difícil, pues nuestro corazón está hecho “al modo de Dios”; no tenemos que hacer otra cosa, sino dejarnos llevar por los deseos más profundos que tenemos que, a final de cuentas, no son otra cosa que el deseo del amor, el deseo de Dios. San Agustín lo captó extraordinariamente: “Estamos hechos para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Así, pues, siendo Jesús el centro de la Revelación y el fundamento de nuestra práctica cristiana, el vivir acorde a sus mandatos no es algo que rebase nuestras fuerzas, pues así estamos hechos: “a imagen y semejanza de Dios”.
Finalmente, el Evangelio de este domingo cierra el círculo: si queremos ganar vida eterna –como desea el Doctor de la Ley- no hay que ir demasiado lejos. Simplemente, hay que salirnos del camino y buscar al hermano caído, al asaltado, al excluido. Vivir la experiencia cristiana, no implica otra cosa que ser solidario con el sufrimiento humano, con el de los hombres y mujeres que habitan nuestras sociedades y que han sido arrojados fuera del camino, de la vida, de los bienes de la creación. Y el medio para dar el paso y comprometernos, es simplemente “tener compasión” con el caído; compadecerse; “padecer-con-él”; sentir su dolor como algo propio; dolerse con el otro; pues sólo una sensibilidad transformada, puede comprometerse para “ganar vida eterna”.
A Dios nadie lo ha visto; sólo a través de Jesús podemos llegar a Él; y esto no es imposible, pues nuestro corazón está hecho para eso, está orientado al amor, a Dios; sin embargo, seguir a Jesús, hacer el Reino, no es cuestión de evadirse en rezos alienantes, sino de comprometerse con el hermano caído. Pablo nos dice en la 2ª lectura que Jesús reconcilió al mundo con Dios al entregar su vida por nosotros,  y así le dio su paz. Esa es la vocación del cristiano: reconciliar a los hombres y mujeres de nuestro entorno; levantar al caído, luchando para que esa dinámica de exclusión y muerte, se erradique de nuestra historia.
Dejemos que el corazón nos lleve al amor, nos lleve a Dios, nos lleve a Jesús, nos lleve al prójimo caído…