Deuteronomio 3010-14; Salmo 68; Colosenses 115-20;
Lucas 1025-37
Las tres lecturas de este domingo abordan temas fundamentales para
la vida del cristiano, de tal forma que nos invitan a contrastarnos ante ellos,
como si fueran indicadores o parámetros que nos permiten revisar nuestra
coherencia con los principios básicos del Evangelio.
La carta de San Pablo a los Colosenses
pone en el centro de la vida Cristiana a Jesús. Si no hemos colocado en nuestro
corazón, en nuestro quehacer ordinario, en nuestras decisiones, la realidad de
Jesucristo, simplemente no hemos entendido “qué hemos de hacer para ganar vida
eterna”, como señala la Parábola del Buen Samaritano. ¿Cuántas veces la
referencia real a la vida de Jesús queda fuera de nuestra vida cotidiana? Fácilmente
acudimos directamente a Dios; buscamos pistas para la vida apoyados en nuestro
sentido común; acudimos a libros o consejos de sacerdotes o a experiencias
religiosas que nada tienen que ver con el Evangelio; pero no logramos tener una
vivencia real y profunda, básica, central, de la realidad de Cristo. Él es “la
piedra angular que han desechado los arquitectos”; y esta crítica que Jesús hizo
a los fariseos, puede calzar exactamente en nuestra experiencia religiosa.
Pablo nos dice que “Cristo es la imagen de Dios invisible”. Simple
y llanamente, como dirá también San Juan: “¿Cómo decimos que amamos a Dios a
quien no vemos, si no amamos a nuestro hermano a quien sí vemos?” Jesús es la
imagen, la presencia real de Dios en nuestra historia. Si no lo amamos a él, lo
demás puede llevarnos por caminos equivocados. Él lo dijo: “nadie va al Padre,
si no es a través de mí”; “el que me ve a mí, ve al Padre”. No podemos acercarnos
a Dios si no es a través de Jesús. Él es el “primogénito”, el “fundamento de
todo lo creado”; “existe antes que todas las cosas”; es el “principio”; justo “porque
Dios quiso que habitara en él toda plenitud y por él reconciliar consigo todas
las cosas…; y darles la paz”.
La siguiente invitación de este domingo nos viene del Deuteronomio: “Escucha y conviértete al
Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma”. Es decir, la relación que
hemos de tener con Dios y –desde el Evangelio- a través de Jesús, ha de ser
total, absoluta; no admite medias tintas. La conversión no ha de ser con “una
parte del corazón”, sino “con todo”; la relación con Dios no puede estar
divida, no le podemos dar migajas. Por eso el Evangelio nos lo dice: “no
podemos servir a Dios y a las riquezas”; “el que a dos amos sirve con alguno
queda mal”.
Y sin embargo, esta invitación tan radical –nos dice el
Deuteronomio- “no es superior a tus fuerzas, ni está fuera de tu alcance”; “todos
mis mandamientos están en tu boca y en tu corazón, para que puedas cumplirlos”.
Y es la máxima revelación que se nos hace: cumplir los mandamientos no es algo
difícil, pues nuestro corazón está hecho “al modo de Dios”; no tenemos que
hacer otra cosa, sino dejarnos llevar por los deseos más profundos que tenemos
que, a final de cuentas, no son otra cosa que el deseo del amor, el deseo de
Dios. San Agustín lo captó extraordinariamente: “Estamos hechos para ti y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Así, pues, siendo Jesús el centro de la Revelación y el fundamento
de nuestra práctica cristiana, el vivir acorde a sus mandatos no es algo que rebase
nuestras fuerzas, pues así estamos hechos: “a imagen y semejanza de Dios”.
Finalmente, el Evangelio
de este domingo cierra el círculo: si queremos ganar vida eterna –como desea el
Doctor de la Ley- no hay que ir demasiado lejos. Simplemente, hay que salirnos
del camino y buscar al hermano caído, al asaltado, al excluido. Vivir la
experiencia cristiana, no implica otra cosa que ser solidario con el
sufrimiento humano, con el de los hombres y mujeres que habitan nuestras
sociedades y que han sido arrojados fuera del camino, de la vida, de los bienes
de la creación. Y el medio para dar el paso y comprometernos, es simplemente “tener
compasión” con el caído; compadecerse; “padecer-con-él”; sentir su dolor como
algo propio; dolerse con el otro; pues sólo una sensibilidad transformada,
puede comprometerse para “ganar vida eterna”.
A Dios nadie lo ha visto; sólo a través de Jesús podemos llegar a Él;
y esto no es imposible, pues nuestro corazón está hecho para eso, está
orientado al amor, a Dios; sin embargo, seguir a Jesús, hacer el Reino, no es
cuestión de evadirse en rezos alienantes, sino de comprometerse con el hermano
caído. Pablo nos dice en la 2ª lectura que Jesús reconcilió al mundo con Dios
al entregar su vida por nosotros, y así le
dio su paz. Esa es la vocación del cristiano: reconciliar a los hombres y mujeres
de nuestro entorno; levantar al caído, luchando para que esa dinámica de
exclusión y muerte, se erradique de nuestra historia.
Dejemos que el corazón nos lleve al amor, nos lleve a Dios, nos
lleve a Jesús, nos lleve al prójimo caído…