Habacuc 12-3; Salmo 94; 1ª Timoteo 16-8. 13-14;
Lucas 175-10
Los aportes de las lecturas de este domingo se traban en una armonía
progresiva que nos invita a avanzar en nuestro camino de fe y entrega a la
causa del Reino y al seguimiento del Señor Jesús.
El profeta Habacuc en la
lectura del Antiguo Testamento parte de la situación que está viviendo el
Pueblo de Israel: hay violencia, injusticia, opresión, asaltos, rebeliones, desórdenes.
Eso definitivamente no es el plan de Dios para su pueblo. La situación es dramática;
pero lo más dramático es que –a la vista del Profeta- Dios no escucha. Le ha
pedido auxilio, ha denunciado a gritos la violencia y, sin embargo, parece que Él
sólo se queda “mirando”. El grito desesperado del Profeta no parece encontrar
eco en los oídos de Dios.
Sin embargo, aunque de manera misteriosa, no inmediata, Dios habla
y le dice a Habacuc que escriba la visión que le ha comunicado: se trata de “algo
lejano”; puede tardarse, pero no hay que desesperar, pues “viene corriendo y no
fallará”; hay que esperar; llegará sin falta.
¿Qué es lo que llegará? ¿Cuál es la respuesta de Yahvé? No fue más
que una información que quizá defraudó las expectativas del Profeta. No iba a
ser una intervención poderosa, mágica, milagrosa, para transformar los caminos
de la historia; no se trataría de desaparecer el mal del mundo mediante un “plumazo”;
de borrar de la sociedad a los malos. No simplemente, Dios señala –de alguna
manera- que la responsabilidad es de los mismos seres humanos: “El malvado
sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe”.
Pensando en nosotros, el tema es que Dios no intervendrá mágicamente
para modificar el mal de nuestro mundo. La responsabilidad es nuestra: si
estamos del lado de los malvados y ellos van siendo mayoría, entonces sucumbiremos
sin remedio. Pero si nos ponemos del lado de los “justos”, de la justicia, de
la verdad, del evangelio, entonces viviremos; y, exactamente viviremos por esa
fe que conduce nuestros destinos. La fuerza de Dios es la nuestra. Es algo lejano,
pero llegará. Su gracia, el Mesías, el Espíritu, están con nosotros, y lo
esperado llegará, pero no “con magia”, sino con la respuesta “justa” de cada
uno de nosotros.
Por eso el Salmo es tan
contundente: “que no seamos sordos a tu voz”. Hay que escuchar lo que Dios nos
pide, lo que quiere de nosotros; y no lo que nosotros nos imaginamos que Él nos
pide, como el Profeta Habacuc; él creía que la intervención de Dios sería
milagrosa; pero esos no eran los planes de Yahvé. Él le echaba toda la responsabilidad
a Dios; pero Dios se la devuelve. Hay que saber escuchar, discernir, buscar lo
que Dios quiere, y no confundirlo con lo que nosotros queremos y buscamos. Ese
es el gran tema de la manipulación del deseo de Dios.
Cierto que los problemas que vivimos nos desbordan; pero quizá no
son mayores que los que tenía la Primitiva comunidad de seguidores de Jesús. En
su carta a Timoteo, San Pablo, viendo
las dificultades y probablemente una cierta reacción cobarde de su discípulo,
lo exhorta con toda vehemencia –una vez más- a que asuma su propia
responsabilidad; que no tenga un “espíritu de temor”.
Por la carta, parece que su discípulo se había ido enfriando en su
experiencia religiosa. Por eso Pablo le pide que “reaviva el don de Dios” que
había recibido. Como que si Dios se le hubiera diluido en la lucha de cada día
y, entonces, su fe había ido desapareciendo. Y cuando eso sucede, nos confiamos
sólo a nuestras propias fuerzas; pero nadie puede luchar así contra el mal del
mundo. Es la fuerza de Dios que se nos comunica por el “espíritu de fortaleza”,
la que nos permite luchar –como el mismo Pablo dirá- con “una esperanza contra
toda esperanza”. Parece que ya Timoteo se estaba avergonzando de Pablo
encadenado.
El cuestionamiento último que le hace es que analice si su
predicación está “conformada” o no por el Evangelio que le transmitió y que
tiene su fundamento en Cristo Jesús. No es difícil –pensando en nosotros- confiarnos
más en lo que nos dicen los predicadores, amigos, políticos, o incluso las
invitaciones que nos hace la sociedad de consumo, que en el Evangelio de
Nuestro Señor Jesucristo.
Finalmente, San Lucas
nos transmite esa escena de los discípulos que –una vez más- ante la dificultad
de la misión, le piden que les aumente la fe. Pero el tema no es ese. No es
Dios el que les va a solucionar los problemas; son ellos quienes tienen que
preguntarse justamente por el tipo de fe que tienen. No hay milagros fáciles,
sino respuestas claras que los creyentes hemos de dar.
Además, ellos piden “más fe”; piensan que es cuestión de “cantidad”.
Ya tienen, pero quieren más. No obstante, ese no es el tema. Es cuestión de
calidad. Se puede tener fe, tan pequeña como la semilla de mostaza; pero si es
verdadera fe, con ella podremos mover montañas.
La conclusión es también contundente. Que al responder a lo que
Dios nos invita y trabajar incansablemente por el Reino, no pensemos que somos
unos héroes y que todo mundo nos tiene que aplaudir. Simplemente “hemos hecho
lo que teníamos que hacer”.