Eclesiástico 3515-17. 20-22; Salmo 33; 2ª Timoteo 46-8.
16-18; Lucas 189-14
Hoy se celebra el día mundial de las Misiones; aunque el mismo concepto
de “misionar” se ha modificado, podríamos decir casi radicalmente. La misma
liturgia ha cambiado, incluso en las lecturas, el énfasis que antes tenía.
En los tiempos pasados, con una teología pre-vaticana, la urgencia
de ir a todo el mundo y hacerlo cristiano era debido a la creencia de que sólo
a través de la Iglesia católica las gentes se podían salvar. Y si no se
salvaban, entonces no había otra alternativa que la “condenación” al fuego
eterno y por toda la eternidad. De ahí que, motivados por ese afán misionero de
hacer el bien a toda la humanidad y evitar su sufrimiento, los cristianos se lanzaban
a anunciar la fe en Nuestro Señor Jesucristo, aún a costa de la propia vida; y,
claro, aún a costa de las convicciones y creencias de los que habrían de ser
convertidos.
El fin justificaba los
medios, como en el tiempo de las Cruzadas o de la Inquisición o de la
Conquista de América. De buena o mala manera, pero la gente o creía o se
condenaba. Por eso, hasta la tortura se justificaba con tal de extender la fe. No
necesitamos de muchos ejemplos para darnos cuenta que eso así era. Recordemos
la urgente necesidad de “salvar a los chinitos”. Destruir ídolos, templos, creencias,
para sustituirlos por cruces, catedrales y evangelios, era la consigna.
Pero, ¿de dónde salía tal afán misionero? Por una parte, de páginas
del Evangelio en las que el Señor Jesús, antes de su partida, invitó a “predicar
el evangelio a todas las naciones”; y la otra de evitar la condenación de todos
aquellos que no se convertían al Evangelio o que se murieran sin haber conocido
la “verdadera fe”.
Estos textos de carácter “hiperbólico” que exageraban el contenido
de las afirmaciones para resaltar la importancia de sus contenidos, fueron
tomados al pie de la letra. Obvio que predicar el evangelio sí era “buena
noticia” para la humanidad; y que vivir sin un amor justo al hermano hacía que
los seres humanos vivieran en un “infierno”; pero de ahí pensar que otra fe que
no fuera la católica implicaba la condenación, fue un error de una pasión por
el Evangelio, pero desmedida.
Tuvo que llegar el Concilio
Vaticano II para afirmar a toda la cristiandad que “fuera de la Iglesia sí
había salvación”; y no como se afirmaba anteriormente. Textos como los del “Buen
Samaritano” o del “Banquete del Juicio final” es el que se reconoce explícitamente
que no se necesita la fe en Jesucristo ni en Dios para salvarse, porque justo
realizaron las obras de Dios: dar de comer, visitar al encarcelado y al
enfermo, hospedar, vestir, etc., etc., volvieron a resaltar que lo
verdaderamente radical del mensaje de Jesús era el amor real, justo, solidario,
comprometido con los hermanos, especialmente con los pobres, excluidos o
marginados. Por eso San Juan, en sus cartas critica la fe de aquellos que afirman
amar a Dios a quien no ven, sin amar efectivamente a los hermanos a quienes sí
ven.
El que ama radical y comprometidamente al otro, especialmente al
que necesita un “vaso de agua”, ese ya está en la órbita de Dios y de Cristo. Fácilmente
se abrirá a la fe, porque ya ha realizado las obras de justicia, de amor, que
Jesucristo testimonió a lo largo de su breve vida y dejó explicitadas en sus
parábolas y enseñanzas.
Entonces, ¿ya no hay que predicar la fe? ¿Ya no tendría sentido el
“misionar”? ¿No tenemos que “anunciar el evangelio a todas las creaturas? Obvio
que sí; pero sólo “anunciar”; no “imponer a costa de la vida y la libertad del
otro”.
Quien está convencido de que el Evangelio importa un mensaje de
salvación para el ser humano en esta historia, que lleva consigo “una buena
noticia” a la humanidad, no podrá dejar de vivirlo –en primero lugar- y de
anunciarlo por todos los rincones de la tierra –en segundo lugar-, porque es
algo maravilloso que podrá redimir a la tierra.
Los pueblos y las sociedades de hoy en día viven una severa crisis
de valores, de orden, de justicia, de paz. El “Tejido social” está destruido;
no hay “instituciones” confiables. El orden de la política y de la economía está
totalmente devastados por la mentira, la corrupción y la impunidad. Por eso,
hoy más que nunca “urge” un mensaje como el del Evangelio; pero que ha de ser
predicado –por los cristianos en primer lugar- con el propio ejemplo; y,
posteriormente, mediante una predicación que “invita” al otro a vivirlo,
respetando sus distintos modos de pensar y creer, a fin de que si es algo
valioso para ellos, ahí puedan descubrir la semilla del Evangelio y eso los
pueda llevar a la fe en un Dios que es padre-madre de todos y sólo busca el
bien de sus hijos e hijas.
Dios hace llover sobre
buenos y malos. Ahí está nuestro paradigma: anunciar
un mensaje de la reconciliación, de la tolerancia, del perdón, de la bondad por
encimad de la maldad, será mucho más cristiano que la imposición de nuestras
propias creencias a los demás.