domingo, 12 de marzo de 2017

2 domingo de Cuaresma; 12 de marzo del 2017; Homilía FFF.

Génesis 121-4; Salmo 32; 2ª Timoteo 18-10; Mateo 171-9

Sin duda que la Cuaresma es un tiempo de lucha interior; de búsqueda de la voluntad de Dios –como lo hizo Jesús en el desierto-, pero de una búsqueda no pacífica, ni idílica. San Ignacio nos habla de 2 banderas opuestas a muerte en un campo de batalla. El Mal Espíritu con su bandera intenta confundirnos para no encontrar lo que Dios quiere de nosotros. Seguir a Jesús, con su mensaje de salvación, es el resultado de la otra bandera. Nosotros somos el campo de batalla; y la confusión, montada en las estructuras de pecado que nuestro mundo de consumo e injusticia nos presenta, es un manjar apetitoso. Es más fácil dejarse llevar por lo fácil, por lo cómodo, por las inercias del mundo en que vivimos, que remontar la corriente intentando cambiar las estructuras injustas que a tantos y tantos están llevando al sufrimiento y a la muerte. El pecado se oculta tras las ofertas engañosas con las que el Mal Espíritu intenta desviarnos del mensaje de salvación; es justo la tentación. Ir contra ella es una lucha; una verdadera lucha que habremos de librar, si queremos encontrar el camino que Dios quieres para sus hijos, especialmente los más destruidos por esa bandera de codicia, vano honor y soberbia.
Las  3 lecturas de este domingo están en el marco de la invitación que Dios nos hace a seguirlo, cueste lo que cueste; pues sabemos que no es fácil.
La primera, del Génesis, resuena en nuestro corazón cuando escuchamos cómo Yahvé Dios invita a Abram a dejarlo todo: “Deja a tu país, a tu parentela y la casa de tu padre…”, porque quiere que vaya a otro sitio, a otra tierra que le “mostrará”. Entonces, hasta el mismo Abram “será una bendición” para todo su pueblo. Encontrar a Dios, dejarse llevar por su voluntad, implica una maravillosa promesa; pero también un desprendimiento total: dejarlo todo. Y eso ha de ser una actitud permanente para los seguidores de Jesús: no podemos aferrarnos a nada, a ningún bien, a ninguna situación, sino sólo a Dios y su oferta de salvación; siempre en una búsqueda constante; en esa dialéctica de dejar y encontrar; para volver a dejar y seguir buscando.
El futuro siempre es confuso; por ello, lo radical es la libertad que se necesita para seguir a Jesús. El que entra en la órbita del Padre y de su Hijo Jesucristo, entra en un profundo misterio; en una libertad radical; en un dejarse llevar confiadamente por el camino que Él nos va mostrando. Poseer, aferrarse a las cosas, es muy fácil; soltar, desprenderse de todo, vivir con esa actitud permanente, es una invitación que sólo quien ama a Jesús y se ha comprometido con su Reino, puede realizar.
La segunda lectura de Pablo a Timoteo saca una primera conclusión para los que eso realizan: “la predicación del Evangelio” comporta sufrimientos y, como lo dirá en otras cartas, persecución, destierro, cárcel, hasta llegar a la muerte. Sin embargo, no vamos solos. El que nos “ha llamado a que le consagremos nuestra vida”, nos sostiene; cada seguidor del Reino es “sostenido por la fuerza de Dios”: ni más ni menos. Dios mismo va con nosotros en esa tarea que a los ojos humanos se experimenta imposible: ¿Realmente podemos dejarlo todo, vivir en permanente libertad sin aferrarnos a nada, ni a la propia vida, sólo para vivir consagrando nuestra vida a Dios en la construcción del Reino? Como dice el Evangelio, lo que parece imposible para el hombre, no lo es para Dios. “Si Dios está con nosotros –como también afirma Pablo-, ¿quién contra nosotros?”
Lo más maravilloso es que Pablo considera este llamado, esta vocación que tenemos los cristianos, como un “don”, como un regalo “que Dios nos ha concedido por medio de Cristo Jesús desde toda la eternidad”; y verdaderamente es un “don”, porque los que creemos en Dios y entregamos la vida por Él, participaremos de su misma suerte, pues Él “destruyó la muerte” y nos ha dado la inmortalidad “por medio del Evangelio”, de la que también participaremos. Servir a Jesús, entregar la vida por Él, definitivamente es un don, una gracia, algo que tenemos que agradecer profundamente; para nada es una carga o un destino maldito.
Nada fácil, pero sí muy esperanzador. Es lo que se muestra en el evangelio de este domingo. Jesús se transfigura en el monte delante de los 3 discípulos más cercanos. En medio de la lucha a muerte que librará Él al igual que sus seguidores, la presencia deslumbrante, abrumadora, indescriptible de Dios, les permite atisbar la inmensidad de su Gloria para seguir hasta el final. Pedro quiere quedarse; la consolación de Dios es tan fuerte, que sin duda todo lo dejamos con tal de participar de ese maravilloso misterio trascendente de la Divinidad que envuelve. Pero no; hay que seguir hasta el fin, a pesar de la renuncia y el sufrimiento que sin duda viene a los Seguidores “del Camino”.
Pero fundamental y necesario experimentar que en el Seguimiento de Jesús no todo es cuesta arriba, dolor, sufrimiento, renuncia… San Pablo dirá que no es posible ni siquiera describir con palabras la experiencia del encuentro con Dios, como la tuvo él. La consolación maravillosa que de ahí surge, es el mayor aliento para responder a la vocación que, como “don”, hemos recibido de Dios. Vendrá su muerte –dice Jesús-, pero con ella la Resurrección y el triunfo definitivo del peor enemigo del ser humano, pues en la cruz fue destruida la misma muerte.
La liturgia nos sigue preparando para la Pascua. “Reflictamos” –dice San Ignacio- para sacar provecho y responder generosamente a la invitación que Dios tiene, particularmente, para cada uno de nosotros.