Génesis 121-4; Salmo 32; 2ª Timoteo 18-10; Mateo
171-9
Sin duda que la Cuaresma es un tiempo de lucha interior; de búsqueda
de la voluntad de Dios –como lo hizo Jesús en el desierto-, pero de una búsqueda
no pacífica, ni idílica. San Ignacio nos habla de 2 banderas opuestas a muerte
en un campo de batalla. El Mal Espíritu con su bandera intenta confundirnos para
no encontrar lo que Dios quiere de nosotros. Seguir a Jesús, con su mensaje de
salvación, es el resultado de la otra bandera. Nosotros somos el campo de
batalla; y la confusión, montada en las estructuras de pecado que nuestro mundo
de consumo e injusticia nos presenta, es un manjar apetitoso. Es más fácil
dejarse llevar por lo fácil, por lo cómodo, por las inercias del mundo en que
vivimos, que remontar la corriente intentando cambiar las estructuras injustas
que a tantos y tantos están llevando al sufrimiento y a la muerte. El pecado se
oculta tras las ofertas engañosas con las que el Mal Espíritu intenta
desviarnos del mensaje de salvación; es justo la tentación. Ir contra ella es una lucha; una verdadera lucha que
habremos de librar, si queremos encontrar el camino que Dios quieres para sus
hijos, especialmente los más destruidos por esa bandera de codicia, vano honor
y soberbia.
Las 3 lecturas de este
domingo están en el marco de la invitación que Dios nos hace a seguirlo, cueste
lo que cueste; pues sabemos que no es fácil.
La primera, del Génesis,
resuena en nuestro corazón cuando escuchamos cómo Yahvé Dios invita a Abram a
dejarlo todo: “Deja a tu país, a tu parentela y la casa de tu padre…”, porque quiere
que vaya a otro sitio, a otra tierra que le “mostrará”. Entonces, hasta el
mismo Abram “será una bendición” para todo su pueblo. Encontrar a Dios, dejarse
llevar por su voluntad, implica una maravillosa promesa; pero también un
desprendimiento total: dejarlo todo. Y eso ha de ser una actitud permanente
para los seguidores de Jesús: no podemos aferrarnos a nada, a ningún bien, a
ninguna situación, sino sólo a Dios y su oferta de salvación; siempre en una búsqueda
constante; en esa dialéctica de dejar y encontrar; para volver a dejar y seguir
buscando.
El futuro siempre es confuso; por ello, lo radical es la libertad que
se necesita para seguir a Jesús. El que entra en la órbita del Padre y de su
Hijo Jesucristo, entra en un profundo misterio; en una libertad radical; en un
dejarse llevar confiadamente por el camino que Él nos va mostrando. Poseer,
aferrarse a las cosas, es muy fácil; soltar, desprenderse de todo, vivir con
esa actitud permanente, es una invitación que sólo quien ama a Jesús y se ha
comprometido con su Reino, puede realizar.
La segunda lectura de
Pablo a Timoteo saca una primera conclusión para los que eso realizan: “la
predicación del Evangelio” comporta sufrimientos
y, como lo dirá en otras cartas, persecución, destierro, cárcel, hasta llegar a
la muerte. Sin embargo, no vamos solos. El que nos “ha llamado a que le consagremos
nuestra vida”, nos sostiene; cada seguidor del Reino es “sostenido por la
fuerza de Dios”: ni más ni menos. Dios mismo va con nosotros en esa tarea que a
los ojos humanos se experimenta imposible: ¿Realmente podemos dejarlo todo,
vivir en permanente libertad sin aferrarnos a nada, ni a la propia vida, sólo
para vivir consagrando nuestra vida a Dios en la construcción del Reino? Como
dice el Evangelio, lo que parece imposible para el hombre, no lo es para Dios. “Si
Dios está con nosotros –como también afirma Pablo-, ¿quién contra nosotros?”
Lo más maravilloso es que Pablo considera este llamado, esta
vocación que tenemos los cristianos, como un “don”, como un regalo “que Dios
nos ha concedido por medio de Cristo Jesús desde toda la eternidad”; y
verdaderamente es un “don”, porque los que creemos en Dios y entregamos la vida
por Él, participaremos de su misma suerte, pues Él “destruyó la muerte” y nos
ha dado la inmortalidad “por medio del Evangelio”, de la que también
participaremos. Servir a Jesús, entregar la vida por Él, definitivamente es un
don, una gracia, algo que tenemos que agradecer profundamente; para nada es una
carga o un destino maldito.
Nada fácil, pero sí muy esperanzador. Es lo que se muestra en el evangelio de este domingo. Jesús se
transfigura en el monte delante de los 3 discípulos más cercanos. En medio de
la lucha a muerte que librará Él al igual que sus seguidores, la presencia
deslumbrante, abrumadora, indescriptible de Dios, les permite atisbar la
inmensidad de su Gloria para seguir hasta el final. Pedro quiere quedarse; la
consolación de Dios es tan fuerte, que sin duda todo lo dejamos con tal de
participar de ese maravilloso misterio trascendente de la Divinidad que envuelve.
Pero no; hay que seguir hasta el fin, a pesar de la renuncia y el sufrimiento
que sin duda viene a los Seguidores “del Camino”.
Pero fundamental y necesario experimentar que en el Seguimiento de
Jesús no todo es cuesta arriba, dolor, sufrimiento, renuncia… San Pablo dirá
que no es posible ni siquiera describir con palabras la experiencia del
encuentro con Dios, como la tuvo él. La consolación maravillosa que de ahí
surge, es el mayor aliento para responder a la vocación que, como “don”, hemos
recibido de Dios. Vendrá su muerte –dice Jesús-, pero con ella la Resurrección
y el triunfo definitivo del peor enemigo del ser humano, pues en la cruz fue
destruida la misma muerte.
La liturgia nos sigue preparando para la Pascua. “Reflictamos” –dice
San Ignacio- para sacar provecho y responder generosamente a la invitación que
Dios tiene, particularmente, para cada uno de nosotros.