El hombre contemporáneo se está
acostumbrando a vivir sin responder a la cuestión más vital de su vida: por qué
y para qué vivir. Lo grave es que, cuando la persona pierde todo contacto con
su propia interioridad y misterio, la vida cae en la trivialidad y el
sinsentido.
Se vive entonces de impresiones, en la
superficie de las cosas y de los acontecimientos, desarrollando sólo la
apariencia de la vida. Probablemente, esta banalización de la vida es la raíz
más importante de la increencia de no pocos.
Cuando el ser humano vive sin
interioridad, pierde el respeto por la vida, por las personas y las cosas.
Pero, sobre todo, se incapacita para «escuchar» el misterio que se encierra en
lo más hondo de la existencia.
El hombre de hoy se resiste a la
profundidad. No está dispuesto a cuidar su vida interior. Pero comienza a
sentirse insatisfecho: intuye que necesita algo que la vida de cada día no le
proporciona. En esa insatisfacción puede estar el comienzo de su salvación.
El gran teólogo Paul Tillich decía que
sólo el Espíritu nos puede ayudar a descubrir de nuevo «el camino de lo
profundo». Por el contrario, pecar contra ese Espíritu Santo sería «cargar con
nuestro pecado para siempre».
El Espíritu puede despertar en
nosotros el deseo de luchar por algo más noble y mejor que lo trivial de cada
día. Puede darnos la audacia necesaria para iniciar un trabajo interior en
nosotros.
El Espíritu puede hacer brotar una
alegría diferente en nuestro corazón; puede vivificar nuestra vida envejecida;
puede encender en nosotros el amor incluso hacia aquellos por los que no
sentimos hoy el menor interés.
El Espíritu es «una fuerza que actúa
en nosotros y que no es nuestra». Es el mismo Dios inspirando y transformando
nuestras vidas. Nadie puede decir que no está habitado por ese Espíritu. Lo
importante es no apagarlo, avivar su fuego, hacer que arda purificando y
renovando nuestra vida. Tal vez, hemos de comenzar por invocar a Dios con el
salmista: «No apartes de mí tu Espíritu».