domingo, 10 de junio de 2018

10° Dom. Ordinario; Jun. 10 del 2018; FFF


Génesis 39-15; Salmo 129; 2ª Corintios 413-51; Marcos 320-35

En las lecturas de este domingo se encuentra un hilo conductor que les da cuerpo a todas ella, con la clara intencionalidad de que sigamos avanzando en las implicaciones que tiene el ser creyentes y en la forma como hemos de vivir el compromiso que de ahí surge.
Tomada del Génesis, el texto nos relata el pecado de Adán y Eva que les descubre su verdadera esencia: quiénes eran y dónde estaban parados. El parecerse tanto a Dios los hizo “perder el piso”. Creados a imagen y de semejanza de Él, no soportaron la tentación de creerse iguales o superiores a Dios y, entonces, de desafiarlo. ¿Por qué tener que obedecer a alguien? ¿Por qué no poder ser totalmente autónomos?
La estupidez de su pecado es sublime; por ello, el relato quiere acentuar que lo tenían todo y que lo perdieron por nada: el pecado no es nada; es sólo una ilusión comparado con todo lo que perdemos. Optando en contra de los deseos de Dios, aparentemente vamos a lograr de una forma mejor y más rápida lo que anhelamos; pero eso es una mentira; es una mera imaginación.
Quizá algo bueno que surge de esa acción desviada de nuestros primeros padres es que descubren su verdadera realidad, aunque de forma dramática: delante de Dios no son más que creaturas desnudas que jamás podrán ponerse al tú por tú con Él. Yahvé le pregunta a Adán: “¿Dónde estás”?, y es la misma pregunta que Él nos hace a nosotros. “¿Dónde estamos?” ¿Dónde estamos parados? ¿Cuáles son nuestros verdaderos deseos, nuestras realidades, lo que perseguimos, lo que vivimos, el fundamento de nuestras vidas? Cada uno tendrá que contestarse esa pregunta. Como dice San Pablo, ¿“estamos arraigados y cimentados en el amor” o estamos cimentados en las luchas por el poder, por el tener, por el aparecer?” ¿Dónde estamos? ¿Sobre qué cimientos hemos ido construyendo nuestra vida?
La consecuencia es que de ahora en adelante tendrán que vivir su realidad humana sin los privilegios del Paraíso, simbolizados en la necesidad de trabajar para cubrir su desnudez y su hambre.
Sin embargo, el Salmo que continúa el hilo principal de las lecturas de este domingo, nos hace escuchar el clamor del salmista que cae en la cuenta de lo grande de nuestras faltas y pecados; pero que a pesar de ellos, el Señor no conserva el recuerdo de las culpas; pues de Él procede el perdón; de Él “viene la misericordia y la abundancia de la redención; el redimirá a su pueblo de todas sus iniquidades”.
Sin duda, el enojo de Yahvé contra los primeros padres y, posteriormente, contra su Pueblo, es un enojo que hoy pudiéramos decir es “terapéutico”, para que caigamos en la cuenta que caminar al margen de Dios sólo lleva a la desnudez, al hambre y, finalmente, a la muerte. Por eso el Salmista descubre lo profundo del corazón de Dios: lo último en Él no es la venganza ni la actitud justiciera que borrará del mundo a los pecadores; sino su amor, su bondad, su misericordia, su deseo de redención.
En la segunda lectura, Pablo nos relata el desgaste de su lucha que repercute en su cuerpo; pero que, a pesar de eso, su “espíritu se renueva de día en día”. Sus sufrimientos –a pesar de haber sido demasiados y muy severos- los mira como algo “momentáneo”, “ligero”, que en realidad no lo destruyeron; sino, por el contrario, le produjeron “una riqueza eterna, una gloria que los sobrepasa con exceso”.
Y a continuación nos da la pista de donde surge esa actitud que tiene ante las persecuciones y sufrimientos por predicar a Cristo. Justo porque no pone “la mirada en lo que se ve, sino en lo que no se ve; porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es eterno”. Así, “aunque se desmorone esta morada terrena…, Dios nos tiene preparada en el cielo una morada eterna”.
De nuevo, la clave es saber dónde estamos parados y cuál es nuestra verdadera realidad más allá de las apariencias. El tema eterno de qué es lo verdadero y qué lo aparente es lo que está de fondo. De ahí que sea fundamental –nos dice Pablo- poder mirar “más allá de lo que se ve”.
Finalmente, el Evangelio, toca varias cuestiones, pero la que tiene que ver con este hilo conductor es de nuevo descubrir cuál es la realidad profunda de las cosas. Su Madre y sus parientes lo buscan, pues piensan que está endemoniado al ver cómo la gente lo busca; pero su respuesta, sin dejar de ser muy dura para ellos, nos permite ver claramente la “verdadera realidad” de las cosas: más allá de los lazos de sangre, lo que determina la realidad profunda del parentesco con Jesús no es la sangre sino la comunión con su Proyecto: el que haga la voluntad de su Padre, ese será su hermano, su hermana y su madre. Por ello, lo realmente importante, lo trascendente, lo que nos hace descubrir la verdadera felicidad, no es lo que se ve; sino, justo, lo que no se ve; lo que está más allá de nuestra mirada y se encuentra en lo profundo de las cosas.
En síntesis, Adán y Eva son expulsados del Paraíso por no haber visto lo esencial; sin embargo, a Dios le gana su deseo de perdonarnos y reconstruirnos para el Reino; por eso San Pablo nos dice que sus sufrimientos no son nada, si los comparamos con lo que hay detrás de ellos. Y así llegamos al Evangelio: lo verdaderamente importante de nuestras vidas es convertirnos en hermanos y hermanas de Jesús al hacer la voluntad de su Padre.