Génesis 39-15;
Salmo 129; 2ª Corintios 413-51; Marcos 320-35
En las lecturas de este domingo se encuentra un hilo conductor que
les da cuerpo a todas ella, con la clara intencionalidad de que sigamos
avanzando en las implicaciones que tiene el ser creyentes y en la forma como
hemos de vivir el compromiso que de ahí surge.
Tomada del Génesis, el
texto nos relata el pecado de Adán y Eva que les descubre su verdadera esencia:
quiénes eran y dónde estaban parados. El parecerse tanto a Dios los hizo “perder
el piso”. Creados a imagen y de semejanza de Él, no soportaron la tentación de
creerse iguales o superiores a Dios y, entonces, de desafiarlo. ¿Por qué tener
que obedecer a alguien? ¿Por qué no poder ser totalmente autónomos?
La estupidez de su pecado es sublime; por ello, el relato quiere
acentuar que lo tenían todo y que lo perdieron por nada: el pecado no es nada;
es sólo una ilusión comparado con todo lo que perdemos. Optando en contra de
los deseos de Dios, aparentemente vamos a lograr de una forma mejor y más rápida
lo que anhelamos; pero eso es una mentira; es una mera imaginación.
Quizá algo bueno que surge de esa acción desviada de nuestros
primeros padres es que descubren su verdadera realidad, aunque de forma dramática:
delante de Dios no son más que creaturas desnudas que jamás podrán ponerse al tú
por tú con Él. Yahvé le pregunta a Adán: “¿Dónde estás”?, y es la misma
pregunta que Él nos hace a nosotros. “¿Dónde estamos?” ¿Dónde estamos parados?
¿Cuáles son nuestros verdaderos deseos, nuestras realidades, lo que perseguimos,
lo que vivimos, el fundamento de nuestras vidas? Cada uno tendrá que
contestarse esa pregunta. Como dice San Pablo, ¿“estamos arraigados y cimentados en el amor” o estamos cimentados en
las luchas por el poder, por el tener, por el aparecer?” ¿Dónde estamos? ¿Sobre
qué cimientos hemos ido construyendo nuestra vida?
La consecuencia es que de ahora en adelante tendrán que vivir su
realidad humana sin los privilegios del Paraíso, simbolizados en la necesidad
de trabajar para cubrir su desnudez y su hambre.
Sin embargo, el Salmo
que continúa el hilo principal de las lecturas de este domingo, nos hace
escuchar el clamor del salmista que cae en la cuenta de lo grande de nuestras
faltas y pecados; pero que a pesar de ellos, el Señor no conserva el recuerdo
de las culpas; pues de Él procede el perdón; de Él “viene la misericordia y la abundancia de la redención; el redimirá a su
pueblo de todas sus iniquidades”.
Sin duda, el enojo de Yahvé contra los primeros padres y,
posteriormente, contra su Pueblo, es un enojo que hoy pudiéramos decir es “terapéutico”,
para que caigamos en la cuenta que caminar al margen de Dios sólo lleva a la
desnudez, al hambre y, finalmente, a la muerte. Por eso el Salmista descubre lo
profundo del corazón de Dios: lo último en Él no es la venganza ni la actitud
justiciera que borrará del mundo a los pecadores; sino su amor, su bondad, su
misericordia, su deseo de redención.
En la segunda lectura,
Pablo nos relata el desgaste de su lucha que repercute en su cuerpo; pero que, a
pesar de eso, su “espíritu se renueva de día
en día”. Sus sufrimientos –a pesar de haber sido demasiados y muy severos-
los mira como algo “momentáneo”, “ligero”, que en realidad no lo destruyeron;
sino, por el contrario, le produjeron “una
riqueza eterna, una gloria que los sobrepasa con exceso”.
Y a continuación nos da la pista de donde surge esa actitud que
tiene ante las persecuciones y sufrimientos por predicar a Cristo. Justo porque
no pone “la mirada en lo que se ve, sino en
lo que no se ve; porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es eterno”.
Así, “aunque se desmorone esta morada
terrena…, Dios nos tiene preparada en el cielo una morada eterna”.
De nuevo, la clave es saber dónde estamos parados y cuál es
nuestra verdadera realidad más allá de las apariencias. El tema eterno de qué
es lo verdadero y qué lo aparente es lo que está de fondo. De ahí que sea
fundamental –nos dice Pablo- poder mirar “más
allá de lo que se ve”.
Finalmente, el Evangelio,
toca varias cuestiones, pero la que tiene que ver con este hilo conductor es de
nuevo descubrir cuál es la realidad profunda de las cosas. Su Madre y sus
parientes lo buscan, pues piensan que está endemoniado al ver cómo la gente lo
busca; pero su respuesta, sin dejar de ser muy dura para ellos, nos permite ver
claramente la “verdadera realidad” de las cosas: más allá de los lazos de
sangre, lo que determina la realidad profunda del parentesco con Jesús no es la
sangre sino la comunión con su Proyecto: el que haga la voluntad de su Padre,
ese será su hermano, su hermana y su madre. Por ello, lo realmente importante,
lo trascendente, lo que nos hace descubrir la verdadera felicidad, no es lo que
se ve; sino, justo, lo que no se ve; lo que está más allá de nuestra mirada y
se encuentra en lo profundo de las cosas.
En síntesis, Adán y Eva son expulsados del Paraíso por no haber
visto lo esencial; sin embargo, a Dios le gana su deseo de perdonarnos y reconstruirnos
para el Reino; por eso San Pablo nos dice que sus sufrimientos no son nada, si
los comparamos con lo que hay detrás de ellos. Y así llegamos al Evangelio: lo
verdaderamente importante de nuestras vidas es convertirnos en hermanos y
hermanas de Jesús al hacer la voluntad de su Padre.