Isaías 61-2. 3-8; Salmo 137; 1ª Corintios 151-11;
Lucas 51-11
Las lecturas de este 5° domingo del tiempo ordinario muestran una
similitud interesante que toca elementos fundamentales de nuestra concepción
cristiana.
La primera lectura del Profeta Isaías nos refiere la propia vocación del Profeta; San Pablo, en su 1ª carta a los
Corintios nos refiere cómo también él fue tocado por Jesucristo en una visión
que lo tiró al suelo y lo transformó en apóstol; y el Evangelio nos narra de manera semejante la vocación de Pedro, el
llamado que Jesús le hizo después de una de las pescas milagrosas. Veamos, pues,
cuál es el hilo conductor que construye uno de los mensajes poderosos de la
liturgia de este domingo.
El primero es la contraposición entre Yahvé,
el Dios de los hebreos, y el Abba, el
Dios de Jesús. De raíz son los mismos; no es que se trata de 2 dioses; pero sí
de 2 percepciones o experiencias distintas de la divinidad, con algunos rasgos
diferentes.
Para los judíos, encontrarse cara a cara con Dios, significaba la muerte; sólo
los profetas o sacerdotes podían tener interlocución con la divinidad; los demás
no. Yahvé era el totalmente Otro, el Dios del trueno, del poder, de la
destrucción; sólo asequible para los elegidos.
Para Jesús, en el evangelio, el Dios del Antiguo Testamento se experimenta
como Padre, como Abba. Bajo ciertos aspectos, totalmente distinto; no del todo,
pero sí en cuanto a la relación con su pueblo. El Abba de Jesús se preocupa por
sus hijos; no es el Dios del temor, sino el del amor. Invita a que se le pida
lo que sus hijos necesitan, con absoluta confianza; es el Dios de bondad infinita
que hace salir el sol sobre buenos y malos; que no representa una amenaza de
condenación o castigo, sino de perdón y amor. Al Dios de Jesús se le puede
acercar uno con toda confianza, pues “quien ve a Jesús ve a al Padre”; y en Jesús
Dios acoge a todos con bondad y comprensión inconmensurables. Se acabó el Dios
del “terrible” y apareció “el Padre de todos”.
El segundo rasgo alude a los “mediadores” o a la “mediación” entre Dios y los
hombres.
Yahvé se hace presente sólo a través de los serafines; ellos son los intermediarios,
no sin dejar de manifestar el poder divino, pues el “clamor de sus voces” hacía
temblar las puertas “y el templo se llenaba de humo”.
En el Nuevo Testamento,
Jesús –un hombre como cualquier otro, semejante en todo a nosotros
excepto en el pecado, como dice San Pablo- es justo la palabra viva de Dios; es
la encarnación del verbo; es su presencia amorosa que retira absolutamente las
manifestaciones “terríficas” ante su presencia. La Palabra de Dios hecha carne
es ahora la presencia de Dios mismo en el niño de Belén, el hijo de María y José,
el carpintero que recibe la misión de anunciar a todos el año de gracia de
Dios, de llevar la buena nueva a los pobres, de liberar a los cautivos… Como
dice San Juan en una de sus cartas, “en el amor no hay temor”. Podemos decir
que ahora es Dios mismo el que recorre nuestros caminos polvorosos en Jesús,
para mostrarnos el rostro paterno/materno de Dios. Cualquiera se puede acercar
a Jesús sin ningún temor: Él “es el camino,
la verdad y la vida”; es la presencia amorosa del Padre en nuestra
historia.
El tercer rasgo alude al perdón.
Isaías, sorprendentemente, recupera una de las tradiciones más hermosas
del Dios de los hebreos, de Yahvé. En medio de su gran distancia con los
humanos, sin embargo, ahí está también su capacidad de perdonar. Isaías se confiesa
como pecador: “¡Ay de mí!, estoy perdido,
porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de
labios impuros…” Sin embargo, Yahvé envía a un Serafín con un tizón en la
mano para que toque los labios de Isaías, y quede así purificado.
En Jesús, la oferta de
perdón y reconciliación está reflejada maravillosamente en la parábola del Hijo
pródigo, paradigma de todo el evangelio.
Así, pues, tanto Yahvé como el Padre de Nuestro señor Jesucristo
lo que buscan es la salvación de sus hijos, no su condenación.
El cuarto y último rasgo es la Misión.
El perdón que
ofrece tanto Yahvé como el Padre sólo son para liberar a sus hijos del pecado,
dado que representa una atadura para la propia vida, una carga que estorba para
caminar ligeramente y anunciar “el año de gracia del Señor”, como lo proclamarán
tanto Isaías como Jesús.
Isaías es purificado con un carbón
encendido que toca su boca y Pedro es
perdonado por Jesús al invitarlo a ser pescador de hombres.
En este sentido,
el perdón es simultáneo al envío: si Dios nos perdona es porque nos quiere
libres para asumir su Misión e ir por todo el mundo a anunciar el Evangelio de
Jesús, como lo dice Pablo en su carta a los Corintios. También Pablo fue
perdonado por Jesús, y en el perdón recibió el envío.
Éste es el sentido de nuestras vidas: agradecer infinitamente la
presencia de un Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, en quien no hay
temor sino sólo amor, que caminó por nuestras vidas y nos hizo partícipes de su
misión, para anunciar el “Evangelio de Jesucristo”, fuente de vida y reconciliación
para toda la humanidad. Todos somos, pues, “pecadores
y sin embargo llamados” a anunciar la palabra del Hijo de Dios.