domingo, 10 de febrero de 2019

5° Dom. Tpo Ord, Feb. 10, 2019: FFF


Isaías 61-2. 3-8; Salmo 137; 1ª Corintios 151-11; Lucas 51-11

Las lecturas de este 5° domingo del tiempo ordinario muestran una similitud interesante que toca elementos fundamentales de nuestra concepción cristiana.
La primera lectura del Profeta Isaías nos refiere la propia vocación del Profeta; San Pablo, en su 1ª carta a los Corintios nos refiere cómo también él fue tocado por Jesucristo en una visión que lo tiró al suelo y lo transformó en apóstol; y el Evangelio nos narra de manera semejante la vocación de Pedro, el llamado que Jesús le hizo después de una de las pescas milagrosas. Veamos, pues, cuál es el hilo conductor que construye uno de los mensajes poderosos de la liturgia de este domingo.
El primero es la contraposición entre Yahvé, el Dios de los hebreos, y el Abba, el Dios de Jesús. De raíz son los mismos; no es que se trata de 2 dioses; pero sí de 2 percepciones o experiencias distintas de la divinidad, con algunos rasgos diferentes.
Para los judíos, encontrarse cara a cara con Dios, significaba la muerte; sólo los profetas o sacerdotes podían tener interlocución con la divinidad; los demás no. Yahvé era el totalmente Otro, el Dios del trueno, del poder, de la destrucción; sólo asequible para los elegidos.
Para Jesús, en el evangelio, el Dios del Antiguo Testamento se experimenta como Padre, como Abba. Bajo ciertos aspectos, totalmente distinto; no del todo, pero sí en cuanto a la relación con su pueblo. El Abba de Jesús se preocupa por sus hijos; no es el Dios del temor, sino el del amor. Invita a que se le pida lo que sus hijos necesitan, con absoluta confianza; es el Dios de bondad infinita que hace salir el sol sobre buenos y malos; que no representa una amenaza de condenación o castigo, sino de perdón y amor. Al Dios de Jesús se le puede acercar uno con toda confianza, pues “quien ve a Jesús ve a al Padre”; y en Jesús Dios acoge a todos con bondad y comprensión inconmensurables. Se acabó el Dios del “terrible” y apareció “el Padre de todos”.
El segundo rasgo alude a los “mediadores” o a la “mediación” entre Dios y los hombres.
Yahvé se hace presente sólo a través de los serafines; ellos son los intermediarios, no sin dejar de manifestar el poder divino, pues el “clamor de sus voces” hacía temblar las puertas “y el templo se llenaba de humo”.
En el Nuevo Testamento, Jesús –un hombre como cualquier otro, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado, como dice San Pablo- es justo la palabra viva de Dios; es la encarnación del verbo; es su presencia amorosa que retira absolutamente las manifestaciones “terríficas” ante su presencia. La Palabra de Dios hecha carne es ahora la presencia de Dios mismo en el niño de Belén, el hijo de María y José, el carpintero que recibe la misión de anunciar a todos el año de gracia de Dios, de llevar la buena nueva a los pobres, de liberar a los cautivos… Como dice San Juan en una de sus cartas, “en el amor no hay temor”. Podemos decir que ahora es Dios mismo el que recorre nuestros caminos polvorosos en Jesús, para mostrarnos el rostro paterno/materno de Dios. Cualquiera se puede acercar a Jesús sin ningún temor: Él “es el camino, la verdad y la vida”; es la presencia amorosa del Padre en nuestra historia.
El tercer rasgo alude al perdón.
Isaías, sorprendentemente, recupera una de las tradiciones más hermosas del Dios de los hebreos, de Yahvé. En medio de su gran distancia con los humanos, sin embargo, ahí está también su capacidad de perdonar. Isaías se confiesa como pecador: “¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros…” Sin embargo, Yahvé envía a un Serafín con un tizón en la mano para que toque los labios de Isaías, y quede así purificado.
En Jesús, la oferta de perdón y reconciliación está reflejada maravillosamente en la parábola del Hijo pródigo, paradigma de todo el evangelio.
Así, pues, tanto Yahvé como el Padre de Nuestro señor Jesucristo lo que buscan es la salvación de sus hijos, no su condenación.
El cuarto y último rasgo es la Misión.
            El perdón que ofrece tanto Yahvé como el Padre sólo son para liberar a sus hijos del pecado, dado que representa una atadura para la propia vida, una carga que estorba para caminar ligeramente y anunciar “el año de gracia del Señor”, como lo proclamarán tanto Isaías como Jesús.
            Isaías es purificado con un carbón encendido que toca su boca y Pedro es perdonado por Jesús al invitarlo a ser pescador de hombres.
            En este sentido, el perdón es simultáneo al envío: si Dios nos perdona es porque nos quiere libres para asumir su Misión e ir por todo el mundo a anunciar el Evangelio de Jesús, como lo dice Pablo en su carta a los Corintios. También Pablo fue perdonado por Jesús, y en el perdón recibió el envío.
Éste es el sentido de nuestras vidas: agradecer infinitamente la presencia de un Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, en quien no hay temor sino sólo amor, que caminó por nuestras vidas y nos hizo partícipes de su misión, para anunciar el “Evangelio de Jesucristo”, fuente de vida y reconciliación para toda la humanidad. Todos somos, pues, “pecadores y sin embargo llamados” a anunciar la palabra del Hijo de Dios.