domingo, 16 de febrero de 2014

6° domingo Ordinario Febrero 16 del 2014


Hablar de los mandamientos, de los mandatos, de la ley, no es una cuestión fácil, y menos lo es tener una postura ética o moral coherente y libre. Mantener el justo medio es sumamente complicado, pues de fondo está la enorme capacidad de engañarnos a nosotros mismos o el difícil tema de saber manejar nuestros afectos interiores –como lo mostró San Ignacio-; pues frecuentemente se nos convierten en “complejos”, quienes –como si fueran nuestros amos- van mandando en nuestro interior.
¿Qué quiere decir lo anterior? Que la misma ley se convierte frecuentemente en pretexto  para hacer lo que nos conviene o en instrumento para satisfacer nuestros traumas. Una persona insegura, se va a proteger en la ley para tomar sus decisiones (miedo a la libertad); y una persona  que ha estado dominada por la norma, la verá como algo que destruye su personalidad, su libertad, y así su empeño será ponerse a sí mismo la ley: “nadie o nada de fuera puede mandar sobre mí”. Para otros brincarse la ley, será manifestación de “inteligencia”, como con el tema de los impuestos.
Pero, ¿qué es la ley? No es más la expresión del orden que existe en la naturaleza, en el mundo, en el ser humano, que va siendo captado y formulado, a fin de que la vida sea viable.
La primera complicación es la relatividad de la misma ley; pues las costumbres o modos de ser de un país no son iguales a otro; al mismo tiempo que toda regulación es formulada y expresada por una o un grupo de personas: la iglesia, los papás, la escuela, las legislaciones, etc. De ahí, entonces, ¿por qué obedecer o a quién obedecer?
Sea como sea, el caso es que no podemos vivir en una total anarquía, pues el ser humano vive en relación con el otro, y algún orden mínimo tiene que guardar si se quiere sobrevivir o asegurar la vida de la especie y las especies. Tema muy complicado, pero del que no podemos prescindir ni dejar de iluminar, cuando menos un poquito, desde el la Escritura. ¿En qué, pues, nos ilumina la palabra de este domingo?
Fundamentalmente, pienso que en 2 cosas, conforme las lecturas.
La primera, curiosamente la más antigua en el tiempo, el Eclesiástico, en dos párrafos destaca los elementos centrales de nuestro tema:
El primero, es la libertad. Sin ella, simplemente, el hombre no se puede realizar. Determinar la voluntad de una persona, aún para hacer el bien, como la película de la Naranja Mecánica, implica la destrucción de la esencia humana. Ni Dios puede obligar. Puede invitar a hacer algo o manifestar las consecuencias de una decisión o de otra; pero no imponer. Por eso dice: “Si quieres, puedes guardar los mandamientos; permanecer fiel es cosa tuya. El Señor ha puesto delante de ti fuego y agua: extiende la mano a lo que quieras…” A final de cuentas, es nuestra la responsabilidad. No le podemos echar la culpa a Dios de lo que nos pase.
Lo segundo, es que cada decisión tiene consecuencias sobre nosotros y sobre los demás o sobre la naturaleza. Expresar las consecuencias y prevenirlas es la función de la ley. Ella sólo nos advierte lo que puede pasar y nos señala lo que la experiencia y la reflexión van considerando como lo mejor para el ser humano. Hay que evitar querer siempre “descubrir el hilo negro”.
Lo tercero, que también lo retoma la Carta a los Corintios, afirma que la esencia de la felicidad es abrazar la sabiduría de Dios. Es decir, que en mis decisiones siempre tenga delante de mí la sabiduría de Dios “que ha sido revelada por el Espíritu”. Entonces mis decisiones serán correctas y me conducirán a la felicidad.
El evangelio complementa lo anterior con un criterio fundamental para que, más allá de nuestros traumas y capacidad de autoengaño, podamos hacer un uso sensato de la ley. El tema no es “abolir la ley”, sino “radicalizarla”. Esto significa que hay que ir más allá de la formalidad, de lo literal, para descubrir lo que está en lo profundo de la ley; y es que el hombre no puede estar en función de la ley, en última instancia; sino la ley, en función del hombre. Es decir, en función de una justicia mayor, de un orden superior, de una manera de comportarnos en nuestras relaciones que logre destrabar todo aquello que sólo provocará más violencia, injusticia, destrucción de la comunidad humana. La ley por la ley, mata; lo importante es el ser humano y el compromiso por preservar su vida, aunque esto nos implique renunciar a una justicia vengativa, inmisericorde, que nos pueda resultar “muy dulce y atractiva”.
Para el Evangelio, en consecuencia, el centro de cualquier ley o norma es el ser humano, y la invitación es a preservar su vida, desde su libertad y la mía. Ninguna ley que destruya al otro, puede ser querida por Dios. Lo que sí quiere es que hagamos todo lo posible porque el ser humano realice el destino de felicidad para el que Dios lo creó. “Delante de nosotros están el fuego y el agua”. De nosotros depende por lo que optemos.