Hablar de los mandamientos, de los mandatos, de la ley, no
es una cuestión fácil, y menos lo es tener una postura ética o moral coherente
y libre. Mantener el justo medio es sumamente complicado, pues de fondo está la
enorme capacidad de engañarnos a
nosotros mismos o el difícil tema de saber manejar nuestros afectos interiores –como lo mostró San
Ignacio-; pues frecuentemente se nos convierten en “complejos”, quienes –como si
fueran nuestros amos- van mandando en nuestro interior.
¿Qué quiere decir
lo anterior? Que la misma ley se
convierte frecuentemente en pretexto para hacer lo que nos conviene o en
instrumento para satisfacer nuestros traumas. Una persona insegura, se va a proteger en la ley para tomar sus decisiones
(miedo a la libertad); y una persona que
ha estado dominada por la norma, la verá como algo que destruye su personalidad,
su libertad, y así su empeño será ponerse
a sí mismo la ley: “nadie o nada de fuera puede mandar sobre mí”. Para
otros brincarse la ley, será manifestación de “inteligencia”, como con el tema
de los impuestos.
Pero, ¿qué es la ley? No es más la expresión del
orden que existe en la naturaleza, en el mundo, en el ser humano, que va siendo
captado y formulado, a fin de que la vida sea viable.
La primera complicación es la relatividad de la misma ley; pues
las costumbres o modos de ser de un país no son iguales a otro; al mismo tiempo
que toda regulación es formulada y expresada por una o un grupo de personas: la
iglesia, los papás, la escuela, las legislaciones, etc. De ahí, entonces, ¿por
qué obedecer o a quién obedecer?
Sea como sea,
el caso es que no podemos vivir en una
total anarquía, pues el ser humano vive en relación con el otro, y algún
orden mínimo tiene que guardar si se quiere sobrevivir o asegurar la vida de la
especie y las especies. Tema muy complicado, pero del que no podemos prescindir
ni dejar de iluminar, cuando menos un poquito, desde el la Escritura. ¿En qué,
pues, nos ilumina la palabra de este domingo?
Fundamentalmente,
pienso que en 2 cosas, conforme las
lecturas.
La primera, curiosamente la más antigua en
el tiempo, el Eclesiástico, en dos párrafos
destaca los elementos centrales de nuestro tema:
El primero, es la libertad.
Sin ella, simplemente, el hombre no se puede realizar. Determinar la voluntad
de una persona, aún para hacer el bien, como la película de la Naranja Mecánica, implica la destrucción
de la esencia humana. Ni Dios puede obligar. Puede invitar a hacer algo o manifestar
las consecuencias de una decisión o de otra; pero no imponer. Por eso dice: “Si quieres, puedes guardar los mandamientos;
permanecer fiel es cosa tuya. El Señor ha puesto delante de ti fuego y agua:
extiende la mano a lo que quieras…” A final de cuentas, es nuestra la
responsabilidad. No le podemos echar la culpa a Dios de lo que nos pase.
Lo segundo, es que cada
decisión tiene consecuencias sobre nosotros y sobre los demás o sobre la
naturaleza. Expresar las consecuencias y
prevenirlas es la función de la ley. Ella sólo nos advierte lo que puede
pasar y nos señala lo que la experiencia y la reflexión van considerando como
lo mejor para el ser humano. Hay que evitar querer siempre “descubrir el hilo
negro”.
Lo tercero, que también lo retoma la Carta a los Corintios, afirma
que la esencia de la felicidad es
abrazar la sabiduría de Dios. Es decir, que en mis decisiones siempre tenga
delante de mí la sabiduría de Dios “que ha sido revelada por el Espíritu”. Entonces
mis decisiones serán correctas y me conducirán a la felicidad.
El evangelio complementa lo anterior con
un criterio fundamental para que, más
allá de nuestros traumas y capacidad de autoengaño, podamos hacer un uso
sensato de la ley. El tema no es “abolir
la ley”, sino “radicalizarla”. Esto significa que hay que ir más allá de la
formalidad, de lo literal, para descubrir lo que está en lo profundo de la ley;
y es que el hombre no puede estar en función de la ley, en última instancia;
sino la ley, en función del hombre. Es decir, en función de una justicia mayor, de un orden superior,
de una manera de comportarnos en nuestras relaciones que logre destrabar todo
aquello que sólo provocará más violencia, injusticia, destrucción de la
comunidad humana. La ley por la ley, mata; lo importante es el ser humano y el
compromiso por preservar su vida, aunque esto nos implique renunciar a una
justicia vengativa, inmisericorde, que nos pueda resultar “muy dulce y
atractiva”.
Para el
Evangelio, en consecuencia, el centro de cualquier ley o norma es el ser humano, y la invitación es a
preservar su vida, desde su libertad y la mía. Ninguna ley que destruya al
otro, puede ser querida por Dios. Lo que sí quiere es que hagamos todo lo
posible porque el ser humano realice el destino de felicidad para el que Dios
lo creó. “Delante de nosotros están el fuego y el agua”. De nosotros depende
por lo que optemos.