domingo, 2 de febrero de 2014

Homilía de la Candelaria, 2 de febrero del 2014

UIA-P.
Presentación del Señor en el Templo.
Febrero 2 del 2014
Hoy celebramos una de las fiestas más populares de nuestro país: une a los amigos en torno a la mesa y la alegría, la sorpresa; con gusto se ofrece la comida; hay gozo en dar, en el encuentro. Pero, más allá de eso, ¿qué es lo que celebramos verdaderamente?
En el fondo, quizá el misterio más fundamental del cristianismo: que, en Jesús, Dios se ha hecho verdaderamente hombre, y con eso ha entrado la salvación de todo el género humano a la historia.
El rito es muy sencillo; es un rito de purificación, por un lado, y de donación por el otro, de ofrecimiento: en la tradición judía, se nace bajo la ley del pecado, y por eso, a los 40 días, hay que ir al templo para “purificarse”. Con el rito, la Madre queda purificada; vuelve a participar de la alianza de Dios con su pueblo. Pero también, el rito implica ofrecer al hijo: reconocer que de Dios se viene y a Él se va; y que en ese rito se recibe la “misión” que Dios tiene reservada para cada uno de los creyentes.
Jesús entra en la historia sin ningún privilegio: “se hizo uno de nosotros”; pero en ese hecho tan cotidiano, el Espíritu revela la identidad del niño a través de Simeón; pero también se le revela un futuro realmente trágico. Por un lado señala que será el “mesías”; pero por el otro, no el tipo de mesías que esperaba el pueblo de Israel. Ciertamente uno que va a remover las estructuras, como Simeón profetiza;, pero no desde el poder y el triunfo, sino desde la entrega y la muerte: “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción.” Y en esa contradicción, también será arrastrada María: “una espada te atravesará el alma”, le profetiza Simeón.
Entonces, ¿cuál es el sentido profundo de esta fiesta? La clave la tenemos en la 2ª lectura tomada de la carta a los Hebreos, uno de los textos más iluminadores del Nuevo Testamento.
El cumplir el rito como cualquier otro judío, era una prueba más de la verdadera humanidad de Jesús y de la forma de salvación que en Él se anunciaba. Jesús –como dice hebreos- “quiso ser de nuestra misma sangre”; “tuvo que  hacerse semejante a sus hermanos en todo”. Sólo así pudo ser realmente mediador entre Dios y los hombres: si no fuera totalmente Dios y totalmente hombre, entonces su mediación no tendría los alcances para salvar a la humanidad.
Con una argumentación densa, pero totalmente real, Hebreos plantea la salvación de la siguiente forma: realmente el único enemigo del hombre era el diablo, entendido como centro de todo el mal. Y éste, mediante el miedo a la muerte, tenía esclavizados a todos los hombres de por vida. Jesús, entonces, al ser de nuestra misma carne (por su encarnación), con su muerte destruye el poder del diablo; la muerte de Jesús quita el miedo a la muerte; y con eso le quita el arma con la que el diablo tenía sometida a la humanidad; pues al resucitar, Jesús pasa por la muerte y demuestra que ella ya no tiene poder sobre los hombres. La muerte ya no es la destrucción total del ser humano, sino el paso para llegar a la plenitud de la vida en la Resurrección de Jesús. Ya no hay razón para temerle ni para estar sujetado por ese miedo.
Así, el ser humano, al perder el miedo a la muerte, deja de ser esclavo del diablo. Aunque el seguimiento de Jesús implique renuncias y muerte, sin embargo, para el creyente, no hay nada que temer. Ahora es libre, pues sabe que hay un más allá de la muerte testificado en la resurrección de Jesús.
Pero hay algo más. Hebreos señala que, Jesús, “al haber sido probado por medio del sufrimiento, puede ahora ayudar a los que están sometidos a la prueba”. Realmente nuestro Dios es creíble, porque en Jesús pudo experimentar el dolor de la humanidad. Por eso se convirtió en verdadero mediador de la humanidad. Jesús es verdaderamente un mediador “misericordioso” y “fiel”.
Esto es justo lo que está viviendo el Sr. Obispo de Apatzingán, Don Miguel Patiño. Ha perdido el miedo a la muerte y por eso puede hablar, denunciar, defender a su pueblo. Señala:
“Les pedimos al los políticos, al gobierno y al Secretario de Gobernación que den a los pueblos de nuestra región signos claros de que  en realidad quieren parar a la “máquina que asesina”. La gente espera una acción más eficaz del Estado en contra de los que están provocando este caos.
Al pueblo de Dios que peregrina en nuestra diócesis los exhortamos a no perder la esperanza, Dios está con nosotros y no nos deja solos en los momentos de peligro. Sigamos orando más fervientemente por la paz, con la que confianza de que María, Reina de la Paz, intercede por nosotros”.
Que esta fiesta de la Candelaria nos haga recorrer el camino de Jesús para convertirnos también en promotores de su liberación.