Isaías 4914-15; 312-13; Salmo 61; 1ª Corintios
41-5; Mateo 624-34
El evangelio de este domingo toca uno de los temas más
fundamentales de la vida del cristiano: la confianza absoluta en Dios. La
fuerza de la narración poética y su belleza, lo hacen todavía más consistente: ¿Para
qué se preocupan por su vida, por el vestido, por la comida? Simplemente miren
a su alrededor; vean las aves del cielo: no siembran, no cosechan, ni almacenan
en sus graneros; y sin embargo “el Padre
celestial las alimenta”.
Lo mismo sucede con el vestido; miren los lirios del campo que crecen,
pero no trabajan ni hilan; y, sin embargo, Salomón con todo su esplendor jamás
se llegó a vestir como uno de ellos; porque es Dios quien así los viste. ¿Por
qué preocuparse, entonces, por el vestido?
Y la razón es evidente: la vida vale más que el alimento y el
vestido. Y si Dios hace lo que hace por las aves y la hierba del campo, ¿qué no
hará por nosotros que valemos mucho más que ellos? Porque además, no sólo se
trata de ese aspecto del Dios del Antiguo Testamento que en ocasiones era
vengador y justiciero; ahora Jesús nos habla del “Padre Celestial”; de “nuestro” Padre que está en los Cielos.
El razonamiento es lógico: en Dios tenemos el aliado más grande
que pueda existir en toda la creación: ¿entonces por qué preocuparnos? Isaías
lo refrenda: a veces decimos que el Señor nos ha abandonado, que nos tiene en el
olvido; sin embargo –nos dice el Profeta- “¿puede
acaso una madre olvidarse de sus criaturas hasta dejar de enternecerse por el
hijo de sus entrañas?” Y continúa: “Aunque
hubiera una madre que se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti, dice el Señor
Todopoderoso”. Eso mismo expresa el Salmo 61 de este domingo en el
estribillo que repetimos: “Sólo en Dios
he puesto mi confianza”.
¿Por qué entonces esta promesa en la que Dios es garantía del
alimento y del vestido para nuestras vidas, no sucede en nuestras sociedades? Quizá
porque sólo hemos tomado la parte que nos conviene y no hemos caído en la
cuenta de las condiciones que el mismo Jesús subraya para que la promesa del “Padre
Celestial” se haga realidad. Veamos:
Lo primero está dicho en el verso en el que está en el que está
enmarcado el texto del abandono en la Providencia: “Nadie puede servir a dos amos…; no pueden ustedes servir a Dios y al
dinero”. Ahí hay una contradicción que echa por tierra la promesa de la que
nos habla Jesús. Si nuestro “dios” es el dinero, entonces el Dios de Jesús no
tiene cabida y la Promesa se estrella contra el suelo. El que sirve al dinero,
destruye el plan de Dios.
Lo segundo es el tomar conciencia de nuestra propia realidad: no
podemos vivir a un lado de Dios; no somos igual a Él; no somos más que creaturas.
Nos dice Mateo, “¿quién de ustedes a fuerza
de preocuparse, puede prolongar su vida siquiera un momento”? Cuando nos
olvidamos de Dios, nos creemos todopoderosos y entonces arruinamos su plan. Considerarse
unos por encima de todos, no aceptar nuestro ser de creaturas, es el origen de
la división y explotación en el mundo. Nos creemos dioses y así acomodamos
nuestras vidas sin orden ni concierto; sin un parámetro de referencia a algo o
a alguien que no sea nosotros mismos; nos convertimos en la propia ley y la
acomodamos a nuestros intereses. No somos más que creaturas, pero tampoco
menos; y eso implica un respeto también absoluto por el otro; pues cada uno, en
como creatura, es hijo de Dios. De ahí la preocupación de Dios por nosotros y
la invitación a hacer lo mismo que Él hace por sus hijos.
De otra forma lo menciona Pablo en la Segunda Lectura: tenemos que
procurar que “todos nos consideren como
servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios”. Es decir,
en realidad no somos dueños de nada; sólo tenemos que administrar los bienes de
la creación para los demás. Esa es la vocación a la que Dios nos ha llamado.
Nos dice, en tercer lugar, “no
se inquieten, pues, pensando: ¿Qué comeremos o qué beberemos o con qué nos
vestiremos? Los que no conocen a Dios se desviven por todas estas cosas; pero
el Padre celestial ya sabe que ustedes tienen necesidad de ellas”. Y ahí
está una de las claves fundamentales: conocer a Dios; conocer al Dios de Jesús,
al Dios del Reino. Eso nos ubica y ordena nuestras vidas. Nos hace no vivir ya
para el dinero, no tener dos amos.
Finalmente, la conclusión nos evidencia la razón por la cual el
proyecto de Dios no ha funcionado hasta ahora: el que conoce y cree en Dios, el
que tiene su confianza puesta radicalmente en Él, el que no se inquieta
pensando sólo en él mismo, entonces buscará “primero el Reino de Dios y su justicia”, pues así “todas esas cosas se les darán por añadidura”.
Entonces, no nos tendremos que preocupar “por
el día de mañana”.
Si buscamos el Reino y su justicia, si buscamos el bien común, si
ponemos las necesidades del otro antes que las nuestras, entonces todos
tendremos un vestido digno y una comida suficiente; entonces la promesa de Dios
será realidad.