Hechos de los Apóstoles 242-47; Salmo 117; 1ª Carta de
San Pedro 13-9; Juan 2019-31
Estamos en la octava de la Resurrección del Señor. La liturgia de
estos días nos ha estado deleitando con las maravillosas y cálidas narraciones
de Jesús Resucitado. De la esperanza rota a la alegría desbordada. La barca, de
nuevo, llena de peces; la esperanza, inquebrantable; la Comunidad de los apóstoles
dispersada por el miedo y la frustración, otra vez unida; las actitudes
fundamentales de la vida de los apóstoles, retocadas por el nuevo camino de la
Resurrección; las dudas disipadas; el entusiasmo y la lucha, a pesar de la
persecución e incluso la muerte como la de Esteban, indestructibles.
¿Qué pasó? ¿Qué los hizo cambiar tan radicalmente “de la noche a
la mañana”? Justo la experiencia de Jesús resucitado. Para el cristianismo, la
causa del Reino no está desvinculada del Jesús del Reino. De alguna manera se puede
decir que el Reino sin Jesús, no tenía
sentido; al igual que Jesús sin el Reino
tampoco. Un Reino, como la expresión sintética
de una causa política aún de la mejor transformación de la humanidad en
igualdad y justicia, no dejaba de ser más que un anticipo del surgimiento de
mesías salvadores que más pronto que tarde se convertirían en dictadores luchando
para sus propias causas y beneficios.
Pero un Jesús sin el Reino,
no era más que un misticismo evasivo de los conflictos de la realidad histórica;
una fuga de la necesidad permanente, diaria, de luchar contra viento y marea
para conseguir la realización de la “Buena nueva” anunciada por ese mismo Jesús.
Por eso la muerte de Jesús, destruye las pequeñas esperanzas que,
dentro de su torpeza y cerrazón de entendimiento –como lo muestran los discípulos
de Emaús-, habían ido albergando. Sin el Maestro, todo se desmoronaba. Sin duda
no habían entendido el paso que Jesús tenía que dar hasta la muerte, justo porque
no podían separar ambas realidades: Jesús y el Reino. Ciertamente se habían
enamorado de Jesús e incluso habían expulsado demonios y curado enfermos
gracias a la fuerza que Él les había comunicado, Pero, más allá de eso, los había
cautivado; literalmente se habían enamorado de Él: se fascinaban de escucharlo,
lo seguían incondicionalmente, habían formado una verdadera comunidad; entre
ellos no había otro líder que Jesús. Él los acompañaba, les enseñaba, les había
hecho sentir la fuerza de su carácter en sus controversias con los judíos o en
las denuncias a Herodes, pero también les había mostrado su ternura; sus discursos,
sus palabras los arropaban –como el mismo Jesús diría ya cerca de su muerte- “como
una gallina protege bajo sus alas a los pollitos”.
Pero lo más fundamental era que toda la fuerza del discurso de Jesús
estaba estrictamente vinculada a que era el Hijo de Dios, a que era el Mesías,
a que Dios era su Padre y el Padre de cada uno de los seres humanos: un Padre
maravilloso, entrañable, que aceptaba de nuevo al Hijo Pródigo, que buscaba a
la oveja perdida, que hacía llover sobre buenos y malos…
Entonces la convicción de que el Reino era posible y que valía la
pena dar la vida por él, surgía de que el sustrato que sostenía el Reino era el
Hijo de Dios, el Mesías. De ahí que ni por asomo, podía entrar en sus
mentalidades la muerte de su Maestro. Le pasaría algo parecido a Elías; que
subiría al Cielo en un carro de fuego y desde allá seguiría acompañando la
implantación del Reino. A saber lo que ellos se habrían imaginado…
De ahí que ver a Jesús dominado por las fuerzas del mal que Él
mismo había criticado, frente a las que se le vía como muy superior a ellas, y
ser llevado a la muerte “y muerte en cruz”, era justo impensable; imposible de
creer y menos de aceptar. Incluso para judíos y paganos que estaban en la
crucifixión les resultaba un tanto contradictorio que alguien que hubiera
resucitado a muertos, que hubiera curado incluso a leprosos –los incurables- o
al que los mismos demonios se le sometieran, pudiera ser destruido.
La conclusión de todo esto para los apóstoles, era que el sueño se
les había estrellado en mil pedazos. Los de Emaús lo expresan: “creíamos que Él
sería el liberador de Israel”. También Jesús de alguna manera lo había anticipado:
“Muerto el pastor se dispersarán las ovejas”; y así fue como pasó.
Nadie del grupo quiso tomar el liderazgo de Jesús y comenzar a
organizar la resistencia, la lucha; a nadie se le ocurrió que el Reino podría
continuar; que valía le pena seguir. La muerte de Jesús, mató también la vida
que Él mismo había suscitado en el corazón de sus discípulos.
Ni Reino ni Jesús: todo había quedado asesinado, destruido en la
Cruz, como quedó su mismo cuerpo.
Y de pronto, los rumores de las mujeres: la tumba estaba vacía; lo
vieron en el camino; a la Magdalena la llamó por su nombre; los de Emaús
regresan, porque había realizado la fracción del pan; se le apareció a Pedro; a
los 10; hasta que terminan de creer cuando se le aparece a los 11, ya estando
presente Tomás: el mismo que había sido crucificado, es el mismo que ha vuelto
a la vida, pero no como Lázaro que volvió a morir, sino a la vida
indestructible que en las imágenes que nos ofrecen del Resucitado unía el Cielo
con la Tierra; la vida histórica con la vida eterna; aparece y desaparece; come
y pasa a través de las paredes… Otra vida; otra realidad inédita en la historia
del mundo; y de nuevo la esperanza, ahora sí indestructible.
Jesús no defraudó; en verdad había Resucitado; cumplió lo que había
dicho. El único poder redentor que podría volver a conciliar a toda la
humanidad con Dios era un amor tan grande como el de Jesús que, a pesar de la
amenaza de la tortura y la muerte en cruz, se entregó hasta el fin. Ese es el
amor del Hijo del Hombre que “me amó y se entregó por mí”, como dirá San Pablo,
quien también afirmará que “si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra
fe”.
El mundo requiere una lucha permanente por instaurar el Reino de
Dios, el Reino que nos predicó Jesús; pero ahora la fuerza es imbatible pues
los Apóstoles cuentan con la fuerza de Jesús resucitado que venció a la muerte
y permanecerá vivo hasta el final de los tiempos.